Después
de un mes largo de residencia en Madrid, capital de esta nuestra España tan
revolucionada en estos días por la conmemoración del segundo centenario de la
proclamación de la tan mitificada “Pepa”, constitución de largo parto y corta
vida y encima desconocida para la mayoría (inculta) de habitantes de nuestro
país, algo que no es óbice para que los ciudadanos de a pie se vuelquen en
fiestas, homenajes y jolgorios varios (ya sabemos todos que en España no es
importante la razón de la fiesta, sino el hecho en sí de celebrar y tomarse
unas cañas, como bien dijo un líder “obrero” hace poco tiempo), este largo fin
de semana he tenido el placer de aprovechar aquello del “kilómetro cero” de la
capital, y enfilando una de las múltiples y cronológicamente numeradas carreteras
nacionales, me dirigí, en compañía de mis tan agradables anfitriones (Paloma, Ángel,
Nacho y Ángeles), hacia Cuéllar y
Carbonero el Mayor, poblaciones situadas al noroeste de la Puerta del Sol.
Al
venir a vivir a Madrid tenía muy claro que estas salidas radiales desde la
capital iban a ser parte de la magia que me esperaba en mi nueva vida: la
posibilidad de conocer un poco más aquellos pueblos, lugares, parajes y monumentos que por hache o por be aún no he
podido visitar, ya sea por la no coincidencia con ninguno de los Caminos de
Santiago tradicionales que atraviesan la piel de toro y que llevo años recorriendo
a pie, como por la lejanía de mi patria
chica, Barcelona, y la imposibilidad que tenemos todos de visitar y conocer
todo aquello que deseamos. Muchas vidas
nos harían falta para ver todo aquello que deseamos, pero bueno, entre los sueños,
la lectura y las maravillas tecnológicas
de hoy en día (que también tienen su lado positivo), léase Google Maps, Youtube,
enciclopedias online o cualquier otro servicio de valor que ofrece la Red hoy
en día, vamos trampeando y visitando virtualmente sitios que de forma presencial
igual no conseguiremos ver jamás.
Enfilamos
pues a media mañana la salida noroeste de Madrid, en dirección a Cuéllar, primera
parada de esta excursión. Algo me sonaba
a mí de esta población, aunque a quién más y quién menos lo primero que se le
vendría a la cabeza es el conocido jugador de fútbol (que militó en el Betis y
el Barza), nacido en Villafranca de los Barros, villa pacense que si tengo el
placer de haber visitado junto a mis tan añorados amigos peregrinos Carlos y
Lupe, en nuestro caminar por la Vía de la Plata, por lo que tuve que recurrir al
truco del almendruco, al ideal del sabelotodo, y a hurtadillas averigüe, consultando
a mi amigo googuelín, lo básico sobre
dicha población. Villa histórica, como tantas otras que espero conocer en esta
zona de España que rebosa Imperio por todos lados, y que tiene su propia “Ruta Imperial”
señalizada, la visita transcurrió entre unas cañas en el bar “Mudéjar”, repleto
de antiguos instrumentos musicales y una colección de cedés digna del mayor de
los melómanos, una visita por el exterior del Castillo de los Duques de
Alburquerque, curiosa edificación en varios estilos arquitectónicos y un paseo
por el casco antiguo, incluyendo una sorprendente iglesia del Siglo XII desacralizada
y convertida en un agradable bar de
copas (La Cúpula de San Pedro). Las interesantes historias sobre el cultivo y
la transformación de la achicoria en esta población, que llego a tener 11
fábricas de este sucedáneo nacional del café, y de las que ahora ya solamente se
mantiene en activo una, que sirve la base para los muy buenas “delicias”
locales, significaron el fin de nuestra corta visita y el enfilar nuestro
principal destino del día, Carbonero el Mayor.
No voy a negar aquí la evidencia: el fin último del viaje, historia, cultura y
paisaje aparte, era, como en la mayoría de las actividades lúdicas del
ciudadano español, gastronómico. Resulta
que en esta población se crían los únicos bueyes de trabajo españoles con
denominación de origen, fruto del esfuerzo de la familia García Álvarez, que
según las expertas explicaciones del propietario y de su cuñada son únicos en
nuestro país (el resto del supuesto buey que solemos degustar en otros lugares es
vaca, pura y a veces hasta dura), equivalentes en calidad al mítico buey
japonés de la ciudad de Kobe, algo que después de probarlos podemos confirmar
sin lugar a dudas. En un agradable “horno de asar”, llamado el Riscal pudimos
deleitarnos con varios entrantes escandalosamente buenos y, literalmente, devorar varias bandejas de una carne de buey como no
la he probado en mi vida. Servida en láminas finas y pasadas éstas vuelta y
vuelta por unas piedras calentadas, que el excelente servicio nos iba cambiando
con presteza, este objetivo inicial del viaje superó con creces nuestras expectativas.
Ojo avizor tuve que estar en no perderme
en superfluas consultas con el móvil u otras distracciones para poder disfrutar
de este manjar sin que los demás comensales dejaran las piedras más lisas y
frías que en origen. Pero ya venía avisado de que en este grupo, el que no
corre, vuela. (Es broma)
Acabado
el increíble ágape, palabra que en su primera acepción de la Real Academia es
aplicable perfectamente al rato que compartimos, exceptuando quizás el carácter
religioso de dicha definición
, y después de hablar con uno de los propietarios y mostrarles nuestro interés
por conocer a los sabrosos bueyes que acabábamos de engullir desmembrados en
finas y sabrosas lonchas, uno de los miembros de la familia (me niego en
rotundo a escribir “miembra”, por mucho que pataleen últimamente las feminazis
incultas, más aún cuando el corrector del Word subraya en rojo, con mucha
sabiduría, esta palabra), en concreto la
cuñada, nos acompañó a la cercana finca en la que pudimos ver a los ya “interiorizados”
bueyes en su hábitat natural, pastando unos cuantos en el campo en total
libertad, y cercados otro grupo de ellos para su próximo sacrificio. La visita a
estos imponentes animales, con pesos que oscilan entre los 800 y los más de
1100 kilos de estupenda carne española, peso del que luego solamente llegan al
plato unos 300 kg, lo que se traduce en una sacrificio anual de más de 100
animales para disfrute de deportivos excursionistas como nosotros, fue un
bonito colofón a una jornada cultural-gastronómica para recordar, con su punto
culminante en la pregunta de una niña pequeña que nos acompañó en la visita,
que reclamó volver a montar en el buey que conoció en una anterior visita,
solicitud a la cual la guía contestó con un claro y desacomplejado: “Niña, que
al Viajero, al que montaste el otro día, os lo acabáis de comer!”. Ni que decir que la cara de la niña cambió de
expresión y de color en un santiamén, pero la naturalidad de la contestación, las risas
generales y la presencia de un grupo de cerdas peludas húngaras, una de ellas con
un extraordinario parecido a nuestra ínclita Cayetana, Duquesa de Alba, hasta el
punto de ser llamada así por los propietarios, evitaron hacernos sentir a todos
causantes de un trauma de infancia de la inocente jovencita. Como ya decía al principio, un día genial por la
España Imperial.
Repetiremos.
P.D. Querido lector: te recomiendo que visites este restaurante a la primera ocasión que tengas. La justita hora y media que se tarda en coche desde Madrid quedará olvidada al primer bocado que pruebes. Fijo.
Joé, ¡que entrada tan carnívora te ha acabado quedando!
ResponderEliminar¿Pero no es esto como lo del opio del pueblo? Me refiero a lo de las festividades de la Pepa y, quizás, también a lo del buey. Es que así de bien comido y cebado se olvida uno de la Pepa misma, de los profundos valores democráticos que caracterizan a nuestro pueblo, de los males del mundo... ¡y hasta de la madre del propio cordero que pueda haberse acabado de zampar! Bueno, buey en este caso.
En cualquier circunstancia, a disfrutar; que, total, son dos días. Y que aproveche, claro.
Desde luego, a hacer la boca agua al personal no te gana nadie, jajaja.
ResponderEliminarUn saludazo.