El descanso veraniego significa muchas cosas: relajamiento,
diversión, viajes, rotura de la monotonía, amores tan intensos como fugaces,
incendios forestales fortuitos y provocados y, como no, los divertimentos
españoles por excelencia: playa, sol, chiringuitos, siestas XL, fiestas
populares, conciertos, paellas, barbacoas, discusiones con los familiares y, en
muchos casos, la lectura. Igual peco de optimista y lo de leer ha quedado
relegado a los pies de las fotografías en Instagram, los memes en Facebook y
los hilos inútiles entre igual-pensantes en Twitter, pero en lo que a mí
respecta, sigue siendo la parte del año en la que reservo más tiempo al tan
olvidado (y sin duda necesario) placer de leer.
He dedicado por lo tanto mi corto descanso estival a leer un
libro muy entretenido sobre el Poprock español de los 80 (Nos vimos en los bares, de Itxu Díaz, muy recomendable para cualquier melómano nacido entre
1963 y 1975) y a seguir disfrutando de “La divertida aventura de las palabras” de Fernando Vilches, estando a la
espera de Amazon Prime para empezar mañana (con mucho retraso, lo reconozco, y desde aquí me disculpo) otro
libro que promete, “La calle de la luna”, del tan admirado Kiko Méndez-Monasterio.

Esa funesta clase política que
reparte el dinero de todos (esa lluvia dorada que cae del cielo para colmar sus
egos), sin cumplir ni de asomo con su obligación, que es simple y llanamente
trabajar para mejorar nuestra vida y sacar adelante nuestra Patria. Trabajar. Un
verbo que desconocen la inmensa mayoría de los diputados de izquierdas, gran
parte de los de derechas y, como no, todos los populistas y nacionalistas. Para
trabajar ya está el pueblo, dirán para sus adentros, que ellos están para manipular,
figurar, gastar y disfrutar. De eso va la política en este siglo XXI, que
presumo traerá el fin de esta ruin sociedad (fin que en el fondo espero con ilusión
justiciera).
¡Uy, que casi se me olvida la “emergencia climática”!
Pasada ya la moda del calentamiento global (según anunció a diestra y siniestra
el impresentable Al Gore en el ya lejano año 2006, hoy en día tendríamos que
estar todos más asados que un “pollo al ast”), la hipócrita progresía (a la que
me gusta llamar “hiprogresía”) se ha sacado de la manga este nuevo
concepto “aterrador” para mover sus hilos, conseguir sus subvenciones, editar
sus libelos, y, por ende, enriquecerse a costa de la estupidez de la sociedad, esa
masa tan manipulable (por su nesciencia) como la plastilina Jovi.
Y dentro de esta execrable (y poco científica) campaña catastrofista,
destaca sin lugar a duda una figura: la “activista” sueca Greta Thunberg,
a la que he dedicado el título de este artículo. Una adolescente, enferma de
Asperger y con cierto aire de haberse quedado a medio camino de la acondroplasia,
manipulada por sus padres e icono y suma sacerdotisa de la nueva religión climática.
No voy a entrar en el negocio que mueve esta marioneta, ni en las buenas
intenciones que pueda albergar, ni en la presunta nula influencia de sus
padres, ni en sus proclamas de que no se lleva ni un duro, ni en la gravedad
del síndrome de Asperger que padece: para ello hay multitud de artículos (en
todos los idiomas) disponibles en la Red, escritos serios redactados por científicos,
médicos y psiquiatras. El que desee saber algo más sobre las añagazas que usa
todo el movimiento creado alrededor de este triste personaje que se informe de
forma concienzuda.
El reconcomio que me
produce este pequeño monstruo creado y utilizado con egoísmo por parte de su
familia, los partidos "progres" y las miles de oenegés que dependen a partes
iguales del dinero público en forma de subvenciones y de las donaciones de los
incautos, no me permite escribir más sobre ella. Ya tengo suficiente con
verla aparecer en la prensa o en televisión, como si fuera un pequeño e impertinente
Poltergeist ecologista que vuelve cada día para interrumpir mi sagrada siesta
estival.
Me quedo con la graciosa ocurrencia que he usado como título,
“Greta Majareta”, cuya autoría desconozco y que apareció por primera vez
en Twitter en abril de este año, pero que en resumen cumple con el objetivo de
cualquier apelativo, alias, apodo o mote: lo clava.
P.D.: De Richard Gere y su patético espectáculo en
alta mar, rodeado de morenos mancebos cargados de cadenas de oro y teléfonos móviles
de a 1.000 € la pieza, ni pienso hablar. Es tan vomitivo todo lo que rodea el
tráfico de seres humanos de Open Arms y similares que prefiero callar.
Espectacular como siempre
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