Sin
lugar a dudas todos vosotros, pacientes y fieles lectores, conocéis la trilogía
de Matrix, esa película futurista inspirada en el concepto clásico de la
ciencia ficción del mundo virtual frente al real, o yendo más lejos, basada
directamente en la alegoría filosófica del “Mito de la Caverna” de Platón, en
el que se enfrentan dos realidades, la de unos hombres atados de espaldas que
solamente conocen el mundo por las sombras que se reflejan en la pared, y el
mundo real, al que no han tenido jamás acceso. No entraré mucho más en el tema
filosófico, que sinceramente me viene muy grande y va más allá de mi capacidad
intelectual, sino en la propia idea de los mundos virtuales, los mundos que
creemos habitar, los mundos que creamos en sueños, el abuso de las redes
sociales como alternativa a las relaciones naturales y la realidad que en el
fondo ignoramos o queremos ignorar. Para hablar de filosofía ya tengo a mi
amigo Javier, profesor universitario de dicha especialidad y como le describe otro
amigo, un “cerebro andante”. Yo me quedo con lo de andar, que eso se me da más
o menos bien, pero lo del cerebro y su capacidad intelectual ya es otro cantar.
Pero si
que me inspiro en dicha película para desgranar un poco la irrealidad que nos
rodea. Todos y cada uno de nosotros, por lo menos aquellos que usamos nuestro
cerebro en un porcentaje lo suficientemente alto para no ser simples animales
con sus instintos primarios, nos debatimos de forma continuada entre la
realidad que vivimos, la que quisiéramos vivir y la que vamos creando por
episodios en nuestros sueños. Ahí nacen
la mayoría de sentimientos humanos: la ilusión y la desilusión, el optimismo y
el pesimismo, la envidia y la admiración, el amor y el odio.
Y si a
esto sumamos la bestial e imparable irrupción de las redes sociales, que en
muchos casos más que herramientas sociales se están convirtiendo en generadoras
de un mundo paralelo, en el que la posible relación social y personal real se
convierte en un espejismo enmarcado por emoticones, noticias banales, medias
tintas, chorradas virales, dobles o múltiples identidades, ocultación del
estado en el Whatsapp, timos oportunos de los siempre atentos piratas para
supuestamente eliminar los dobles tics azules de la última versión de dicho
programa de mensajería, nervios por la
tardanza de un mensaje, celos por ver la hora del último mensaje del
interlocutor cuando contigo acabó de hablar unas horas antes y todos los demás
traumas nacidos de la mano de las nuevas tecnologías, pues vamos bien apañados
todos.
Y no soy yo el que lo dice: prestigiosos
psiquiatras, como Bert te Wildt, médico del departamento de psiquiatría y
psicoterapia clínica de la Universidad de Hannover nos explican: “Para
cualquier persona que quiere apartarse de la vida real dolido, decepcionado o con
miedo, las redes sociales se pueden convertir en un peligro”. Al igual que en
los juegos de ordenador, es bastante fácil generar vivencias positivas en los
nuevos medios, pero cuanto más nos sumergimos en este mundo virtual, mayor es
el peligro de perder las relaciones sociales en el mundo real.
¿Qué
hacer entonces? ¿Dejar de soñar? ¿Obviar los avances tecnológicos y dejar de
lado las redes sociales? ¿Desinstalar los programas de mensajería del móvil?
¿Llamar a un psiquiatra? ¿Asistir a terapias de grupo estilo alcohólicos
anónimos con un ”Hola, me llamo Ernesto, y llevo 3 horas sin chatear – Clap,
clap clap”? ¿Darse a la bebida? ¿Votar a Podemos a ver si revienta todo? ¿Tirarnos
de un puente?
Ni
tanto ni tan poco. Digo yo. Aparte de que por suerte no estoy ni dolido, ni
decepcionado ni con miedo. Con la debida mesura, como en casi todo, y con un
poco de sensatez, deberíamos de ser capaces casi todos (los tarados, los
psicópatas, los violentos, los materialistas, los falsos, los mentirosos y demás enfermos obviamente quedan excluidos)
de aprovechar lo bueno de los avances tecnológicos, de convertir las nuevas herramientas
en elementos enriquecedores en vez de distorsionadores. Simplemente se trata de
mantener el mismo espíritu, la misma sinceridad, la misma confianza, pero
usando esos nuevos canales de comunicación que nos brinda la tecnología.
Dudo
mucho que cuando en su día se inventó el teléfono, la gente se lanzara a las primeras de cambio a
mentir a destajo, a inventarse viajes o retrasos, a manipular la realidad
buscando fines ocultos. Tampoco sucedió así cuando apareció el correo
electrónico. Ambos desarrollos se convirtieron simplemente en nuevas
herramientas para acelerar las comunicaciones, para tener un contacto casi
inmediato con los seres queridos o con los interlocutores del trabajo.
Eso sí,
si estás mal de la azotea, tienes problemas psicológicos o de identidad, eres
un mentiroso compulsivo o desconoces las
palabras sinceridad, confianza o respeto, pues no le eches la culpa a la
tecnología. Es tu mente la que no carbura bien. Llama a psiquiatras a mil y
háztelo mirar.
Démosle
pues un voto de confianza a la mensajería, a los chats, a las redes sociales.
Con cabeza. Con naturalidad. Y en su justa medida.
Yo por
lo menos lo he hecho. Me he dejado atrapar por Matrix. Y lo disfruto a cada
segundo.
Llena el tiempo de forzada separación, alumbra los momentos de soledad,
hace resonar risas virtuales en el silencio del hogar, acorta el ancho del sofá y facilita
la espera hasta el siguiente encuentro.
Y si
añado los sueños, que no son más que realidades aplazadas que en algún momento
viviré, pues a disfrutar.
Porque todo
eso también es real. Existe. Y los sueños son parte de la vida. Y molan. Mucho.
Como
Matrix.
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