Casi
todos conocemos la fruta llamada Kiwi. Muy de moda en los últimos decenios, se
trata de una planta trepadora originaria de China que posteriormente se ha ido introduciendo
en muchos países, entre los que destaca Nueva Zelanda. Y de ahí viene su nombre
(cosa que obviamente desconocía y he tenido que investigar, como creo que pasará
a muchos de mis lectores): como en Nueva Zelanda el pájaro “no volador” endémico
se llama Kiwi en el idioma aborigen maorí, y la fruta de la planta Kiwi se
parece un poco al cuerpo del pájaro Kiwi, pues le pusieron este nombre al dulce
fruto.
Y de esta guisa se ha extendido por todo el mundo: se usa en postres, en
helados, en ensaladas, me imagino que también en los tan variados y ridículos Gin
Tonics y, para mayor sorpresa,
hasta para dar un toque especial a los puerros de
Sahagún, herencia éstos últimos de los monjes benedictinos que procedentes de
Cluny se asentaron en esta región bajo el reinado de Alfonso VI de León. Aunque
me imagino que por esa época, el siglo XI, siglo de Cruzadas, poco Kiwi habrían
probado monjes, caballeros, nobles y sirvientes. Pero nunca se sabe: igual algún
habitante muy espabilado de esta región tan bonita de España se adelantó en un
siglo a Marco Polo y se trajo unas semillas de kiwis desde la lejana China. No
olvidemos que los españoles seguimos usando la expresión “Ancha es Castilla”,
que viene a significar que “como nadie nos ve al estar tan poco habitada
podemos hacer lo que queramos sin que nos pillen, sin presiones ni obligaciones”.
Pues siendo tan fácil ocultarte por esos lares no cuesta mucho imaginar a un
lugareño cruzando el globo en busca del complemento ideal a los puerros, sin que alguien note su larga ausencia.
Como aquel
marido que dijo lo de “bajo a por tabaco un momento” y no volvió hasta pasados
20 años. Igual es el mismo que se trajo la fruta exótica.
¿Y a
qué viene hablar de Kiwis? Pues a esa cosa llamada casualidad, cuando no “serendipia”,
extraña palabra basada en la “serendipity” del idioma inglés que ha incorporado
recientemente la RAE a la 23ª edición del diccionario y que viene a significar
algo así como un “hallazgo afortunado e inesperado”.
Viajé
al Norte con mi Zippo de rigor, en este caso uno con un pájaro Kiwi de adorno
que me regaló un amigo que estuvo por las antípodas hace unos años, y en el par
de días de estancia se dieron dos coincidencias: durante una conversación
acabamos Matrix y yo hablando del Kiwi pájaro, no recuerdo el porqué, y en un excelente restaurante de Sahagún,
llamado “Asador el Ruedo II - Bar España”,
nos sirvieron puerros con Kiwi antes del anhelado (y por cierto excelente) lechazo
que nos metimos entre pecho y espalda. Y yo con el Zippo de marras. Cuando
tengo más de 20 Zippos diferentes preparados en mi caja para ir variando según
mi estado de ánimo o el destino de la salida. Lo dejamos en casualidad. Pero
divertida, en cualquier caso.
Para no
hablar de los dobles nombres de los bares y restaurantes. Otro misterio por
descubrir que queda pendiente para la siguiente escapada: ¿por qué diantres tantos
bares de la zona tienen dos nombres? ¿Tradición local, disputas familiares, triquiñuelas
para engañar al fisco? Dios sabrá.
Porque gracias a nuestro innato sentido de la orientación y encima ayudados por el inevitable navegador de Google, fuimos capaces en poco más de una hora de partir desde Palencia, pasar por León, tocar Burgos y rozar Valladolid, para acabar en el mismo pueblo desde el que habíamos partido. Cosas del paisaje y el momento, del sol, de la música, de lo a gusto que estábamos y de lo buenas que estaban la cervezas. Conociendo Castilla. En toda su anchura. Y felices. En resumen, libres.
Rizando
un poco más el rizo, y sin ningún tipo de maldad o sorna, lo del Kiwi también
podría aplicarse a una de las primeras personas que conocimos en Villada. Santi
se llamaba, persona impedida y en silla de ruedas que portaba una concha del Camino
y al que obviamente, por aquello del espíritu peregrino que siempre llevas
dentro, entré al instante para charlar un poco. Desconozco si de nacimiento o
debido a un accidente, pero el joven tenía tal grado de invalidez en brazos y
manos que ni podía beber de forma autónoma. Cual Kiwi incapaz de volar al
carecer de alas. Pero ello no fue impedimento para compartir una caña con él,
darle de beber y pasar un rato agradable hablando del Camino y la Cruz de Hierro,
punto más alto del Camino Francés situado entre Foncebadón y Manjarín, lugar clave
y místico de la ruta jacobea y del que nos contó el chico que lo había visitado
recientemente. En dicho lugar los peregrinos suelen echar una piedra traída
desde casa y de espaldas a la cruz, simbolizando con ello el dejar atrás el
pasado. La pena es que no coincidiéramos otra vez con Santi: hubiera estado
genial despedirnos de él.
Hasta
aquí lo del Kiwi. No intentaré ahora buscar los tres pies al gato (expresión
por cierto incorrecta, ya que deberían ser cinco, aunque por culpa de Cervantes
y su Quijote el pobre gatito ha quedado en el compendio de dichos populares
amputado de por vida de dos de sus extremidades) y relacionar alguna cosa más
con los pequeños pajaritos de Nueva Zelanda o la verdosa fruta china tan poco propia
de nuestros lares pero tan popular en la cocina actual.
El
resto de las anécdotas de este fin de semana tan espectacular y bonito son más
mundanas: lectura de dos periódicos haciendo tiempo en el bar Viena, uno de ellos en ambas
direcciones, haciendo honor a la palabra cagaprisas recién aprendida y plantándome en Burgos 2 horas antes de lo previsto, croquetas
de bacalao exquisitas hasta sin bacalao, habitantes reincidentes que te
encontrabas en todos los bares del pueblo, un baño espectacular con suelo
radiante que invitaba más a una fiesta que a darle su uso natural como ducha (o
a ambas cosas al mismo tiempo), cervezas artesanas estilo belga (igual herencia también de los monjes de Cluny), es decir,
afrutadas en demasía para mi gusto, visitas relámpago desde el coche sin ni
siquiera apagar el motor, un lechazo espectacular ya nombrado antes, un sorprendente museo de la Semana Santa de
Sahagún, un hotel rural encantador recomendable a todos luces (el Señorío, en
Villada, Palencia), una dicha continua por la grata compañía, la complicidad y
el bienestar, con un estado general de felicidad que no recuerdo haber vivido en
muchos, muchos, pero que muchos años, cuando no decenios (y no digo jamás por
aquello del gafe, no vaya a ser que despierte de mi sueño de golpe), una casual y final visita a Castrojeriz que
compensó con creces por su cuidado y coqueto núcleo urbano y su simbología
peregrina presente en todos lados, pueblo en el que por cierto lo único extraño,
por su ubicación geográfica, fue ver
anunciadas gambas en todos los bares, y una vuelta a casa cargado de ilusión y en un estado de júbilo embriagador.
Como si
al pobre e impedido kiwi le crecieran alas de golpe. Y pudiera volar en total
libertad sobre los campos de Castilla admirando su belleza desde lo alto. Y que
tuviera, claro está, una peque y adorable kiwi femenina al lado para ir piando un
poco.
Que la alegría no solamente da alas.
También suelta la lengua. Como a mí.
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