No hay
duda. Por lo menos en mi caso. Desde el ya tan lejano año 99 del siglo pasado,
Año Santo Jacobeo en el que realicé mi primer tramo del Camino de Santiago acompañado
por varios camaradas (que a estas alturas sigo viendo y tratando, aunque menos
de lo que quisiera), hasta hoy, año del señor de 2015, los únicos momentos del
año en los que consigo desprenderme de la carga psicológica que significa vivir
en este país llamado España, en este continente llamado Europa y en este mundo
lleno de mentira, zafiedad y desastre, son los días en los que me calzo las botas,
me ajusto la mochila y enfilo las largas rectas del Camino sumido en mis
pensamientos y disfrutando del silencio, el paisaje y el contacto con
desconocidos.
Algo
incomprensible si lo analizáramos de forma objetiva: cambiar una cómoda cama
por “unas extrañas estructuras de madera con colchones” (tal cual dicho por una
peregrina refiriéndose a las literas de un albergue); un baño limpio con agua a
su justa temperatura por una ducha encharcada de cuyo grifo no sabes que sorpresa
va a regar tu molido cuerpo; interminables rectas de duro asfalto o pedregosa
tierra por un cómodo asiento en mi coche; gigantescas ampollas por unos pies suaves
e intactos o un cansancio físico insoportable por el relajante “perreo” en el
sofá de casa, no tiene mucho sentido. Cualquier persona que no haya caminado
por dichas sendas lo llamaría sin duda masoquismo. O locura.
Pues
bendita sea esa locura que me lleva año tras año a volver a afrontar esos
interminables kilómetros entre impresionantes paisajes, edificios majestuosos
testigos de nuestra historia (y de esa civilización cristiana que está a punto
de perecer a manos de los invasores disfrazados de refugiados), hasta llegar a pequeñas
aldeas o grandes ciudades, encontrar alojamiento, descansar, alimentarme, recuperarme
y volver a empezar al día siguiente con la misma agradable meditación, cuyo
mantra se reduce en la mayoría de los casos a maldecir las botas, al asfalto, al
pesado de turno o a los toboganes del tramo que parece no tener fin. No son
sílabas o palabras sagradas, pero mantra al fin y al cabo. Rutina que alguien graciosamente
estampó en una camiseta vista por ahí.
Y no
iba a ser diferente esta vez: acompañado por segundo año consecutivo por Marta,
ya no esa sonriente y simpática desconocida del tramo anterior sino una persona
parte ya de mi vida en lo bueno y en lo malo, absorta en sus propios
pensamientos y dudas, andando su propio camino, pero agradable compañera
peregrina al fin y al cabo, el corto tramo de este año volvió a estar cargado
de altibajos, de sorpresas, de momentos placenteros y de desfallecimientos
físicos y emocionales.
Personajes variopintos, desde un gallego iluminado que
transportaba una cocina completa (amén de todo lo que iba recogiendo en los
albergues, según sospecha confesa de unos caminantes alemanes), hasta un
cantante burgalés venido a menos cuyo entretenimiento principal es amenizar las
tardes de los peregrinos en un acogedor albergue de Belorado (sitio altamente
recomendable, por cierto) a base de canciones populares, vino blanco e higos recién
recogidos, pasando por las siempre presentes y solitarias asiáticas, ya sean
coreanas, japonesas o Dios sabe de qué ex –colonia británica (cuyos conquistadores
por cierto no fueron tan sanguinarios como los malísimos españoles genocidas en
el continente americano, como dijeron hace pocos días los gobernantes analfabetos
Ada Colau y Kichi)
hasta agradables e inesperadas sorpresas como la aparición
de un gran amigo, Eduardo Oriente, para acompañarnos en uno de los tramos más bellos de
este año, el que lleva desde Belorado hasta el mágico San Juan de Ortega, todo
volvió a ser como cualquier otro año en el Camino: sorprendente, aleccionador, diferente.
Un San Juan, por cierto, que por una vez
tuvo poco de mágico y mucho de cruda realidad: albergue cerrado al llegar, posadero,
al tiempo que alcalde, impertinente y tal dolor en los pies que ni pude asistir
a la misa del peregrino, quedándome cual
derrotado abuelito vislumbrando ya los futuros autocares del IMSERSO, sentado
en la calle con los pies en un barreño de agua y rellenándolo de sal cada tanto
para mantener la temperatura y con ello aliviar mis molidos pies.
¿Pero de
qué voy a quejarme?
¿De unas ampollas llenas de sangre que cubrían la planta y
el talón de ambos pies?
¿De comentarios simplistas y estúpidos de un chaval que
tuvo la suerte de cara al nacer en una minúscula aldea como San Juan de Ortega
y con ello la posibilidad de quedarse con la posada, el hotel, la alcaldía y
toda la magia del lugar?
¿De la soledad acompañada durante muchos y largos kilómetros
solamente por el propio latir del corazón, los pinchazos en los pies y algún
pájaro de especie desconocida trazando círculos sobre nuestras cabezas cual
depredador en busca del desfallecimiento o descuido de su víctima?
¿De noches
ruidosas, mantas polvorientas o infumables desvíos por asfalto debidos a las obras de una autovía que pone en peligro mil años de ruta jacobea y contra
cuya construcción deberíamos protestar todos los que amamos este mágico itinerario?
¿De qué dicha maldita autovía haya propiciado que las rocas en las que homenajeamos
al añorado Carlos Oriente hayan desaparecido para servir de soporte a una vía
rápida que solamente traerá tráfico y contaminación a estos idílicos paisajes?
¿De
no encontrar el lugar ideal para que Marta pueda cumplir su sueño y abrir su
propio albergue?
De nada
me quejo.
Y si tuviera que lamentar algo del tramo de este año solamente podría
ser lo corto que se me hizo. Aunque gracias
a Dios los escasos 130 km andados quedaron compensados al final por 2 días muy completos
en Burgos, con Marta, con desfiles y actos dedicados al Cid Campeador, comidas
y cenas agradables y con la ilusión de volver a empezar la cuenta atrás para
seguir avanzando (en cuanto las circunstancias me lo permitan) por la vía de
las estrellas hacia ese fin del mundo que se me antoja cada vez más próximo y
al mismo tiempo cada vez más deseado.
Porque,
sinceramente, visto lo que me brinda la realidad personal, social, cultural,
económica y política actual, cualquier cosa se me antoja mejor.
Hasta el Apocalipsis.
O andar por el Camino.
Buen Camino
Marta. Buen Camino amigos.
¡Ultreia
et suseia!
Quiso
volar igual que las gaviotas,
libre
en el aire, por el aire libre
y los
demás dijeron, ""¡pobre idiota,
no sabe
que volar es imposible!"".
Mas él
alzó sus sueños hacia el cielo
y poco
a poco, fue ganando altura
y los
demás, quedaron en el suelo
guardando
la cordura.
Y
construyó, castillos en aire
a pleno
sol, con nubes de algodón,
en un
lugar, adonde nunca nadie
pudo
llegar usando la razón.
Y
construyó ventanas fabulosas,
llenas
de luz, de magia y de color
y convocó
al duende de las cosas
que
tiene mucho que ver con el amor.
En los
demás, al verlo tan dichoso,
cundió
la alarma, se dictaron normas,
""No
vaya a ser que fuera contagioso...""
tratar
de ser feliz de aquella forma.
La
conclusión, es clara y contundente,
lo
condenaron por su chifladura
a
convivir de nuevo con la gente,
vestido
de cordura.
Por
construir castillos en el aire
a pleno
sol, con nubes de algodón
en un
lugar, adonde nunca nadie
pudo
llegar usando la razón.
Y por
abrir ventanas fabulosas,
llenas
de luz, de magia y de color
y
convocar al duende de las cosas
que
tienen mucho que ver con el amor.
Acaba
aquí la historia del idiota
que por
el aire, como el aire libre,
quiso
volar igual que las gaviotas...,
pero
eso es imposible..., ¿o no?...
Me intriga lo que te paso con el muchacho!!! jajajja yo que tengo muchas ganas de ir, me ha dado un poco de respeto leer el dolor que sentiste en tus pies!!!
ResponderEliminarPero seguro que es un lugar mágico donde viven muchas emociones en poco tiempo!
Por si fuera de interés para usted, para sus compañeros de rutas o para los lectores de su web, tengo publicado el blog http://plantararboles.blogspot.com
ResponderEliminarUn manual sencillo para que los amantes de la naturaleza podamos reforestar, casi sobre la marcha, sembrando las semillas que producen los árboles y arbustos autóctonos de nuestra propia región.
Salud, José Luis Sáez Sáez.