miércoles, 28 de octubre de 2015

La última sardina de la banasta

Al final lo han conseguido. En su frenética huida hacia ningún lado (salvo hacia los paraísos fiscales), los nacionalistas catalanes han sido capaces, en estricto orden cronológico, de:

  • Inventarse una nación milenaria
  • Sacarse de la manga una bandera, un himno y una historia que no se sostienen ni con veinte tubos de pegamento Imedio (¿será culpa del origen ciudadrealeño, léase español,  del inventor don Gregorio Imedio, que todo este pastiche no acabe de pegar?)
  • Atontar y manipular a varias generaciones de españoles residentes en Cataluña tergiversando el pasado, el presente y hasta el futuro, con la imposición de unos planes de estudio basados en una mitología imaginaria más cercana a la Tierra Media de Tolkien que a la cultura occidental emanada de las herencias griega, romana y cristiana.
  • Enfrentar a ciudadanos, a vecinos y a hermanos hasta llegar a destrozar matrimonios y familias enteras,  sembrando en la sociedad el maligno virus del odio al prójimo, en este caso al orco español.
  • Esquilmar una de las regiones más ricas de España y de Europa, tanto cultural como materialmente, robando por doquier, aplicando porcentajes de comisión a todo acto, venta, iniciativa, producto, invento y hasta pensamiento que tuviera la mala suerte de crecer, existir, producirse o realizarse dentro del "limes" de su cortijo particular.
  • Hasta llegar al punto de inflexión, al “point of no return”, al “de perdidos al río” de nuestro refranero, que se ha traducido en la redacción y publicación de un panfleto carente de la mínima sensatez, en el que, resumida en 9 puntos, a cual más infantil y carente de valor jurídico que el anterior, declaran su intención de proclamar en breve la República Catalana.


Si hasta me dan pena. Cataluña es mi tierra; mi familia y gran parte de mis conocidos y amigos siguen residiendo ahí (algunos a regañadientes, eso sí), y lo paso muy mal viendo como a unos los han atontado en el colegio, en la universidad y en el trabajo hasta creerse a pie juntillas las leyendas de una antigua nación catalana invadida por los malignos españoles y franceses que solamente se han dedicado a robar, destrozar y violar a sus virginales “pubillas”, y como a los otros, los sensatos, los estudiosos, los luchadores que a pesar de la manipulación han conseguido mantener la mente clara, como a esos los han estigmatizado, marcado a fuego cual vacuno y encerrado en sus guetos “españoles”, ninguneados en el mundo cultural y social, perseguidos en el ámbito político y destrozados en el ámbito económico en el que solamente podían triunfar los acólitos al régimen, los amigos de las 300 familias de la corte catalana asentada alrededor del bufón Artur Mas, o las silenciosas ovejas resignadas a pagar el 3% de rigor para poder simplemente subsistir.

Con lo fácil que sería para todos tomarse un día de asueto, comprar un libro de historia en cualquier librería de la otrora capital de las letras y la cultura hispánica, y empaparse un poco de la historia de Cataluña, de España, de Europa, del nacionalismo y de sus oscuros y monetarios objetivos.

¿Pero claro, quien pierde el tiempo hoy en día leyendo algo? 
En un país en el que el 30% de la población no lee ni un libro al año sería como pedirle peras al olmo. 
O como exigirle sensatez a la OMS cuando se pone a hablar de lo mala que es la carne para el ser humano (en otra ocasión fue el aceite, y mañana “chi lo sa”, igual nos salen con que el pescado azul era demasiado azul para nuestra salud, o que la acidez de estómago viene del agua embotellada, como le pasa a mi amigo Ramis).

Aquí, en esta región, en este país y en esta sociedad occidental que se asoma al abismo de la desaparición atrapada entre las mentiras de los medios de comunicación al servicio de intereses particulares (ya sean nacionalistas, populistas o empresariales) y la invasión ya nada silenciosa del radicalismo musulmán en forma de avalanchas de refugiados creadas artificialmente por gobiernos, sectas, grupos de presión y lobbies varios, ya queda poco por hacer.




No queda ni la última sardina en la banasta.



Es el fin de una era.






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