Curioso
es este mundo que nos ha tocado vivir, o sufrir, en el que la mayoría de los
logros y avances tecnológicos acaban convirtiéndose en tumbas de valores
ancestrales.
En
otras épocas, cualquier evolución, descubrimiento o invento de la humanidad, ya
fueran sociales, artísticos, gastronómicos,
geográficos o tecnológicos, significaban un avance en el desarrollo de la
sociedad. Pensemos en cualquier invento o descubrimiento, llámense el fuego, la
electricidad o la penicilina, la preparación del foie-gras y el Cassoulet en Francia,
el descubrimiento de la pasta por Marco Polo, el avistamiento del continente
americano por parte de las carabelas al mando de Colón (genovés o catalán o
mallorquín, según con quién hables o qué leas), o, más de nuestra época, el
teléfono o la televisión.
Cualquiera de estos hechos significó en su
momento un empuje al desarrollo, al comercio, a la mejora de la calidad de
vida, en resumen, aportaban algo en ese crecer y avanzar constante que debería de
ser parte y objetivo de la evolución del ser humano.
Pero por
desgracia, esta asociación de “evolución es igual a desarrollo o mejora de la
sociedad” ha pasado a mejor vida con la
llegada de la era digital y el consiguiente acceso a la información (tanto en
forma pasiva como consumidor, como en
forma activa como generador), a todo “quisqui” (del latín quisque, cada uno),
sin que el pájaro (o pájara) en cuestión
precise una previa y mínima formación o una autorización real o moral para
hacer públicas sus ideas u opiniones.
Los
hechos demostrables, las verdades innegables, la historia y hasta la propia y candente
actualidad, han pasado a ser simples
conceptos variables, eso sí, digitalizados, accesibles 24x7x365 en modo
multicanal, multi-dispositivo y multi-todo, en manos de cualquier persona, sepa
o no de lo que escribe (o sepa propiamente escribir), y, en el peor (por real)
de los casos, en manos de máquinas que gracias a sus algoritmos interpretan,
manipulan, ordenan, segmentan, asocian, eliminan o añaden según convenga al
creador de la rutina de cálculo.
Valga como
muestra un botón, que ojalá fuera ejemplarizante, lo sucedido ayer durante la
elección del nuevo Papa: desde el momento en que el humo blanco asomó por la
chimenea de la Capilla Sixtina,
simbolizando con ello que los cardenales reunidos habían elegido al
nuevo sucesor de Pedro con dos tercios de los votos, los motores de indexación de
los grandes buscadores de Internet, los editores anónimos (o no tanto, ya que
dicen las malas lenguas que tanto la CIA como el Vaticano son las máximos “correctores”
de este proyecto social) de la Wikipedia, las reglas de cálculo de las casas de
apuestas y los buscadores semánticos sobre texto no estructurado de las
redacciones de los medios de comunicación, empezaron a echar humo intentando
ser los primeros en acertar con el nombre del Papa.
Sin mencionar
a los millones de seres solitarios que soltaban su limitado bagaje intelectual en
las dichosas redes sociales, sin respeto alguno por la verdad, por la
importancia del momento para los creyentes católicos o la idoneidad de sus
comentarios ofensivos o jocosos hacia miles de millones de seres humanos.
Y
todo ello con el añadido mercantil de la publicidad asociada a toda la
navegación por Internet, alma mater esta mercadotecnia de todo el tinglado agrupado
bajo las siglas “www”, que más que “world wide web” deberían ser “wwc”, es
decir, “what we clic”, motor principal (por lucrativo) de la evolución
tecnológica de los últimos decenios.
No se
trata de decir verdades, de aportar algo a la ciencia, a la cultura, al bien
común. Se trata simplemente de ser el primero, de generar el suficiente tráfico
digital para que el ratio de “clic-through” de los anuncios alcance ese margen
necesario para que el negocio de la publicidad siga disfrutando de sus beneficios
contantes y sonantes, pero sin que la humanidad se beneficie en nada de todo el
montaje.
Obviamente,
nadie acertó con sus predicciones en esa larga hora que medió entre la salida
del humo hacia el cielo romano y la aparición del nuevo Papa Francisco en el
ventanal de la colegiata.
Por
mucho “Big Data”, servicios en Cloud, capacidad de cálculo, granjas de
servidores en batería, algoritmos cuánticos, manipulación interesada o
desinformación planificada, nadie estaba preparado para este resultado.
Y yo
que estaba ilusionado con que el Papa fuera negro y llegara por fin ese
apocalipsis anunciado y tan necesario, me encuentro ahora con un Papa argentino
y futbolero.
Dios
nos coja confesados.
Entre
las redes sociales, la publicidad personalizada hasta en la sopa y las previsiblemente
eternas, floridas y psicoanalíticas homilías del Santo Padre, para no ser menos que los millones de argentinos parlanchines, no habrá donde esconderse.
Excelente radiografía de los tiempos (digitales) que corren, Ernesto.
ResponderEliminarYo también esperaba el Apocalipsis montado a lomos de su Papa negro, siempre presto a limpiar en seco la mugre que se ha ido acumulando por doquier.
Suena fuerte, pero esto ya agobia.
Seguiremos esperando.
Un abrazo, periquito.