Extraña
Navidad que por desgracia ya ha pasado.
Extraña porque este año no ha sido la
tradicional, en familia y con el añorado cocido catalán, y por desgracia porque
ya ha pasado y ha sido la Navidad más deseada de mi vida. Por lo menos hasta
donde consigo recordar. Sabiendo lo selectivo que puede ser el cerebro, capaz
de arrinconar recuerdos buenos y malos, no dudo que en algún otro momento de mi
infancia o juventud haya sentido una ilusión parecida, pero no consigo
recordarlo.
Fiestas
estas las navideñas que como sabéis algunos de mis lectores suelo relatar cada
año, o bien alabando lo bonito y detallista del evento en casa de mi tía, o
bien criticando la falta de espíritu navideño real: el amor, el cariño, la
solidaridad, la generosidad o el agradecimiento que se convierten por
imposiciones externas en afán de gastar, en reencuentros forzados, en opulentas
comidas y en asistencias a misa con una total falta de convencimiento o
sentimiento religioso. Esa doble moral o falta de cultura que lleva a la gente
a convertir una celebración familiar y de amor en una necesidad imperiosa de aparentar,
consumir y comprar todo aquello que nos van inyectando desde los medios con
tanta antelación que hasta se han llegado a ver este año anuncios “navideños” cuando
los lugareños aún se bañaban en las playas del Levante español. Anuncios adelantados y exageradamente comerciales y sin valor humano si los comparamos con el de Campofrío de este año, que justo antes de fiestas consiguió emocionar a más de uno. O el de Manolo de la lotería, aunque éste último haya triunfado más por sus variantes graciosas que por su innegable fondo emocional.
Pero
bueno, este año no me voy a dedicar a criticar a nuestra perdida y materialista
sociedad. Tampoco hay que perder la esperanza: hay mucha buena gente que no ha
sido abducida por el sistema, que se ilusiona por Navidad con toda naturalidad,
que la celebra en familia y con cariño,
que prefiere el momento al montante de los regalos, la compañía de los suyos a
la muchedumbre de las calles y las sonrisas sinceras de pequeños y grandes a las
risas artificiales de los “famosos” de la tele. Y que son felices por Navidad.
Como lo he sido yo este año.
Pendiente
de una cuenta atrás de varias semanas, cual calendario de adviento o cartilla
de recluta marcando los días que faltan para la celebración o la licencia, llegó la semana de Navidad en la que se me
juntaba una mudanza a un nuevo hogar con la esperada visita de una increíble persona
del Norte que ha entrado en mi vida como una racha de viento fresco que trae
alegría y felicidad. Matrix, para entendernos. Casi nada para afrontar las
fiestas. Como si yo no fuera ya lo suficientemente emocional para encima añadir
sentimientos tan intensos a la siempre complicada Navidad. Ya te digo. O anda que no. Lágrimas
anunciadas podríamos llamarlo.
Una preciosa
Nochebuena en “familia”, es decir, con la familia Ramiro Torres, que después de
tantos años igual es más familia que la sanguínea. Sin afán de criticar a mi
familia, pero la normalidad, naturalidad y sinceridad con la que me acogen
estos magníficos amigos año si año también es tan gratificante que no se echa
de menos nada. Te sientes como en casa. Arropado y acompañado. Como por los
mensajes de Cris y mi hermano preguntando por mi estado. O por la continua y tan
natural y agradable conversación con Matrix, desmontando a todas horas la pesadilla de la
cuenta atrás, que al final se convirtió en un acelerado cronómetro ayudado por
su constante compañía. Gracias peque.
Después
de una misa de Navidad en la parroquia alemana, corta, con poca asistencia y
nada especial, y un menú navideño un poco extraño, a base de huevos al
microondas, con la nueva casa adecentada, decorada y ya convertida en el nuevo
Rommeland, como han bautizado a mi casa mis amigos, ya solamente quedaba
esperar al día de San Esteban, segundo día de Navidad en muchos países y
regiones de España, como en Cataluña, para disfrutar de Madrid en buena compañía.
Y de un concierto por la noche que prometía. Como así fue. Pero ya llegaremos a
él.
Teniendo
el intercambiador de autobuses a 15 minutos de casa y sabiendo que el autobús de
ALSA llegaba a las 12:15, obviamente me planté en la estación a las 11 de la
mañana. No fuera a ser que se me escape. A partir de aquí, llegó la Navidad. Y
sin ningún atisbo de exageración. Si entendemos como decía antes las fiestas
navideñas como momentos de alegría, de felicidad, de cariño, hasta de amor si
se me permite, pues ahí empezó. En una ruidosa y llena estación de autobuses.
Un
agradable paseo por el barrio de las letras de Madrid, con paradas aquí y allá
para beber alguna caña, como en la Dolores o el Naturbier (por aquello de la cerveza
artesanal y encima alemana) de la plaza Santa Ana, y un pequeño problema final para encontrar el parking,
culminó con la llegada a casa, con
regalos navideños emotivos y bonitos y un rato de descanso antes de volver a
salir.
Y llegó
el concierto de Burning. Sin prisas, con algunas cervezas antes para hacer
tiempo, disfrutamos de un gran espectáculo, entre la espada y la pared, es
decir, entre el público que abarrotaba la sala y el segurata de turno que
controlaba nuestros continuos intentos de fumar. Y que a la postre se portó muy
bien perdonando la “infracción” hasta en 3 ocasiones sin llegar a amenazarnos
con la expulsión. Gracias amigo. Eso se llama espíritu navideño.
Gran
concierto, buena sonoridad como decía el Perchas, cantando a voz en grito todas las canciones, fueran
conocidas y me supiera la letra o no, y una vuelta a casa extraña, cargada por un lado de felicidad y
por otro de una inoportuna tristeza.
Aún le doy vueltas a mis juguetonas y resistentes
neuronas sobre el qué, cuándo y dónde se rompió temporalmente la magia. Temporalmente,
por suerte. Pero hizo crac.
Nada extraño tampoco. La compañía, la convivencia, la
verborrea, la bebida, la música, la fiesta, la extrañeza.., todo ello son
factores que influyen en los sentimientos, hay subidas, hay bajadas, hay
silencios y ruidos, hay sonrisas y lágrimas. Se llama vida. Se llama caminar.
Así acabó
una gran noche, con las notas de “No es extraño” de Burning resonando y su
letra llevada hasta el final “hallándome en casa sentado en el suelo y hablando
con la pared”. Lágrimas anunciadas, como decía al principio.
El
resto del fin de semana, perfecto. Mejor imposible. Sin prisas, sin horarios,
sin planes, hasta sin autobús de vuelta. Hablando, riendo, bebiendo, comiendo,
paseando. Cosas simples, momentos, comentarios. En compañía. Con un grado de
complicidad y amistad suficiente para reir de los mismos chistes, maldecir a
las mismas personas que andan demasiado lento, buscar al unísono las aceras vacías u optar por un
bar tranquilo para disfrutar de una simple cerveza.
Nada más ni nada
menos. Un final de la Navidad diferente. Pero reconfortante. Y feliz.
De eso
iba la Navidad creo recordar. De ser y hacer feliz. Lo soy y lo intento.
Veo que las fiestas están siendo especiales, Ernesto.
ResponderEliminarMe alegro y te deseo un buen 2015, campeón.
Un abrazo.