Iba a titular este artículo “Maldita Navidad”, pero al final
he decidido dejarlo en “fiestas de finales de diciembre”. Como si las llamara fiestas del Q4, que así se denomina el último trimestre en el tan
globalizado argot empresarial: porque vistos los escaparates, los anuncios y la
tan colorista y al tiempo patética decoración de nuestras ciudades desde principios
de Noviembre, poco tienen que ver estas fiestas con el último mes del año y con
el misterio navideño. Ya hace bastantes lustros que (por desgracia e imposición
de la economía global) la celebración antaño mística y religiosa empieza el “Black
Friday”, el viernes posterior al “Día de Acción de Gracias” yanqui, y acaba,
por lo menos en el mundo hispano, con la fiesta de los Reyes (y Reinas, por lo
menos en Madrid) Magos el seis de enero.
Del Q4 al Q1 y tiro porque me toca. O
mejor dicho, gasto aunque no me toque.
Y a pesar de tener preparada (y a punto de mandar) mi anual felicitación navideña,
que suelo enviar a familiares, amigos y también a simples conocidos, esta vez se
me antoja más artificial y rutinaria que nunca. No son tiempos de alegría, de
felicidad, de amistad o de jolgorio, y mucho menos aún lo son de fe, de
solidaridad, de caridad, de comprensión, de generosidad, de justicia, de
sinceridad, de altruismo o de amor.
¿Qué sentido tiene entonces felicitar unas fiestas “de paz y
amor”, (en las que por cierto, por si alguno lo ha olvidado, se celebra el
nacimiento de Jesús de Nazaret), cuando nuestra sociedad se ha convertido en un
maldito estercolero en el que las ratas campan a sus anchas y asesinan por la espalda
a ciudadanos por el simple hecho de lucir una bandera de España (¡Víctor
Laínez, presente!), los mafiosos políticos catalanes dan golpes de estado y se
fugan (con todos los gastos pagados por nosotros) a otros países, los gobernantes roban y mienten en todas y
cada una de las nefastas autonomías del país, los periodistas inventan y manipulan
sin ni siquiera saber hablar o escribir con corrección, los verdaderos valores
ya no existen, la religión católica es el objetivo predilecto de los ataques e
insultos de la nueva “clase” política y sus voceros y “tot plegat” se reduce a
un superficial y exagerado consumismo y a eliminar con saña cualquier atisbo de
religiosidad de estas fiestas?
¡Si hasta la tarjeta de felicitación navideña de nuestro “Jefe
del Estado” ha dejado de contener cualquier referencia al sentido religioso de
estas fechas! Y eso que por herencia sigue ostentando, entre otros muchos, el
título de “Rey Católico” y “Rey de Jerusalén”. ¿Rey? ¿Católico? Anda y que le zurzan
a él y a su familia.
¿Qué podemos hacer entonces? ¿No gastar ni comprar regalos a
nuestros seres queridos aduciendo estas razones puristas, cuando en el fondo no
lo hacemos por falta de parné? ¿Aislarnos del mundanal ruido de las cajas
registradoras, de los apuntes en nuestra cuenta corriente y las transacciones por
Paypal, darnos de baja de Amazon Prime y encerrarnos en casa buscando el tesoro perdido de unas fiestas
tradicionalmente familiares, emocionantes y llenas de buenos sentimientos?
No tengo repuestas. Ni las tengo hoy, en el año 2017, ni las
tenía hace 20 años, ni supongo que las tendré en el cada vez más corto futuro
que tengo por delante.
Es misión imposible escapar a esta sociedad decadente, a
la imposición de modas, a la absurda persecución de inducidas necesidades, a no
caer en las redes del oxímoron “nuevas tradiciones” que cada año nos coloca
alguna figura nueva en el antes reducido imaginario de pastores, reyes, el buey,
el burro y la Sagrada Familia, como si se tratase de una eterna trilogía de
Hollywood que cada año nos tiene que sorprender con otro animal, duende, elfo o
gnomo tan poco navideño como el supuesto nacimiento montado por Inmaculada Colau
(aunque suene a chanza así se llama la inculta, vaga y ahora también bisexual alcaldesa:
por interés te quiero Andrés, o Andrea) en Barcelona o la decoración de la
bruja Carmena en las calles peatonales (y unidireccionales) de Madrid.
Tan unidireccionales como el oscuro camino por el que
deambula nuestra sociedad: la absoluta carencia de valores espirituales, de
creencias, de respeto, de trascendencia, de humanidad, de honor, de piedad, de fe.
De soñar y trabajar por un glorioso mañana recordando
nuestro pasado griego, romano y cristiano, defendiendo valores eternos,
trabajando por el prójimo, dándole amor y cobijo, hemos pasado a la feroz lucha
por ser el país más zafio, chabacano y ruin del hemisferio norte.
No vaya a ser que el crecimiento de nuestro PIB no se
ajuste a las previsiones y nos caiga una bronca de los malvados amos de Mordor,
aka Bruselas: esos sucios ogros que lo único que han conseguido es destrozar
nuestro modo de vida, nuestra cultura y nuestra economía en aras del beneficio
económico de unos pocos (y sus más que generosos emolumentos).
Y encima
cobijando y dando coba al rastrero, falso y cobarde Fuigdemont y los suyos. ¡Qué
asco!
Apa, bones festes.
P.D.: No creáis que no veo la viga en mi propio ojo y
solamente la paja en el ajeno. También sucumbo, como todos, a las imposiciones “sociales”
de estas fiestas. Pero aún así intentaré llevarlas con dignidad, disfrutando de
los momentos verdaderamente navideños, de las reuniones familiares en la cena de
Nochebuena y de la siempre espectacular “Escudella y carn d’olla” del día de
Navidad, sintiendo y demostrando bondad y amor por las personas queridas.
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