Lo que por desgracia define últimamente a
España son dos características sumamente peligrosas: el dontancredismo y la
gilipollez. Ambas particularidades, por
cierto también comunes por otros lares
(véase a Merkel gestionando el caso de los falsos refugiados y los repudiables
hechos de Colonia en Nochevieja o a Hollande permitiendo la humillación y
detención de un ilustre general de la Legión Extranjera en una manifestación antiinmigración), van a llevar a nuestra histórica nación al
abismo más profundo.
Y ya puestos,
teniendo en cuenta lo que nos rodea, el nivel cultural de nuestros
conciudadanos y el aberrante futuro multiculti y empobrecido que nos espera,
tampoco me preocupa mucho.
Si hay que
tirarse al vacío, (o tirar a alguien al precipicio), defender nuestra milenaria historia y evitar a
nuestros hijos y nietos una España rota, zafia, pobre y en manos de titiriteros
que se arrogan representar a la cultura y la verdad, pues adelante. No será la
primera vez que los españoles avancemos, sin miedo a la muerte y cantando
bellas canciones, mientras todo a nuestro alrededor se derrumba. Y sería de nuevo para defender nobles
ideales, como en Krasny Bor hace 73 años, batalla en la que 4.500 valientes
soldados neutralizaron una ofensiva rusa de más de 44.000 hombres, 100 carros y
800 cañones. O como en la batalla de Lepanto, o la de las Navas de Tolosa, todas ellas actuaciones heroicas de
nuestro pueblo que nos han permitido (a España y la cultura occidental) subsistir, crecer, evolucionar y por ende
vivir unos cuantos siglos más bajo una noble bandera, en unión, paz y
prosperidad.
Pero todo esto se acabó. España, Europa y la
civilización occidental están finiquitadas. Lo hablaba el otro día con mi amiga
y compañera de trabajo Teresa: esto se hunde, y no queda lugar en nuestro
planeta hacia el cual girar nuestra mirada y encaminar nuestros pasos. Ni Canadá, como solté en la
conversación, es ya una alternativa
esperanzadora. Con llegada al poder de Trudeau, vástago de otro personaje
nefasto, ese país, hasta hace poco correcto y último refugio de los valores occidentales, ha tomado también la senda de la
estúpida tolerancia, de la gilipollez y el suicidio colectivo.
Y en nuestro patrio suelo, Rajoy y el
Borbón, pintados de blanco cual Don
Tancredo y esperando alelados a que pase la tormenta que ellos mismos han generado; el
patriarca y capo mafioso Pujol usando el castellano para seguir mintiendo cual
bellaco ante los jueces españoles; los miembros del Partido Popular de Valencia
adelantándose a las sentencias y pidiendo descuentos de grupo antes de
abarrotar las cárceles levantinas, y, para rematar, los nuevos “gobernantes”,
para llamarles de alguna manera, los gilipollas, demostrando una vez más con
sus actuaciones que mi lema preferido sigue vigente: contra la derecha, revolución, contra la izquierda, educación.
Porque entre la Colau, que la está metiendo
doblada a diestra y siniestra sin importarle raza, género o afinidad política,
el mesías Pablo Iglesias que está arramplando con todo lo que puede (en línea
con cualquier izquierdista que se precie)
y que simplemente busca la redistribución de la riqueza entre los suyos,
la responsable de “cultura” de Madrid Celia Mayer y sus amiguetes titiriteros del
patio Maravillas; Errejón, su hermano y su novia liándola parda y masturbándose
pensando en sus futuras tropelías, las feministas que solamente ven violaciones
cuando las realizan hombres de raza blanca y toleran los continuos abusos de
los falsos inmigrantes sin levantar la voz, y, sobre todo, los millones de
españoles atontados que creen que la vida son cuatro cutre-programas de
televisión, las majaderías de unos cuantos presentadores de telediarios más
manipuladores que los embaucadores de la Puerta del Sol con su burundanga y esa
anunciada lluvia de dinero que caerá del cielo por la gracia de ZPedro y Pablo
y de la izquierda “culta y liberadora”; entre todo esta fauna que nos rodea,
poco queda por hacer.
Buscar el precipicio y lanzarse al vacío.
O la versión hispana y guerrera: buscar ese
precipicio, asegurarnos de que es lo suficientemente profundo, y lanzar a toda
esta ralea al fondo sin contemplaciones.
En nuestras manos está.
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