Dicha serie costumbrista narraba la vida cotidiana de un pueblo, con sus anécdotas y
sus problemas, sus alegrías y sus penas, reflejando la realidad social a través
del elenco de personajes que aparecían en cada uno de los episodios: el cura,
el Guardia Civil, el cartero, el alcalde, el maestro…, en resumen, todos
aquellos arquetipos que permiten describir la realidad social de una época y de
paso inyectar en los ciudadanos la necesaria dosis de educación y de moral. Así
los episodios se convertían en pequeñas fábulas que abrían los ojos a las
personas, les hacían reír, llorar, pero también reflexionar, lo cual les ayudaba
a entender.
Lo que
no recuerdo muy bien es si en la serie aparecía el tonto del pueblo. Igual no.
Tampoco eran momentos idóneos para retratar una España negra, inculta, palurda, retrógrada y llena de tontos del pueblo. La época olía a apertura, a transición, a cambios, a una “supuesta”
libertad, a Europa, y no hubiera sido de recibo echar piedras sobre nuestro
propio tejado dando detalles de nuestro evidente retraso social y cultural. O
quizás no fuera retraso, visto lo que tenemos que aguantar hoy en día en esta,
según dicen, sociedad avanzada y culta. Ahí cada cual.
Pero dejando
a un lado esa entrañable serie, bien sabemos todos que los clásicos personajes
que deambulan por los pueblos (y por los barrios de las ciudades, no vayáis a
creer que por vivir en la ciudad se arregla todo) siguen ahí, invariables,
inmutables, insustituibles. El bocazas, el listillo, el santo (y casi siempre
primo al mismo tiempo), el borrachín, el niño bien, la guapa recatada y la menos
guapa pero de moral distraída. Y, como protagonista absoluto, culpable de todos
los males, victima propiciatoria de todas las bromas, teníamos, y seguimos teniendo,
al tonto del pueblo. Con su boina mal calada, sus pantalones o bien demasiado
cortos o bien extremadamente anchos, sus orejas de soplillo, sus uñas con una
ancha banda de mugrienta suciedad como si fuera de luto todos los días, su
tartamudez, cojera, ceguera o cualquier otro defecto físico.
Era y es
el personaje necesario en toda sociedad que se precie. Alguien a quien echar
las culpas, a quien hacer responsable de nuestros fracasos, de los hurtos, del
calor y del frío, de nuestra propia incapacidad, de nuestros traumas y de
nuestros complejos. Como los niños asilvestrados que de tanto en cuanto aparecían
en algunas sociedades y que de inmediato se convertían en el chivo expiatorio
de todos los males y culpas del lugar. Como Kaspar Hauser en Baviera a
principios del siglo XIX.
Pero se
da el caso que en muchas ocasiones ese “tonto del pueblo” de tonto no tenía nada.
Era diferente, era callado, igual era un poco feo, tendría algún defecto físico
o hasta psíquico (igual no era nada más que autista o quizás un superdotado), o simplemente era
una persona tímida o soñadora. Cualquier situación es posible. Pero por
desgracia, como bien sabemos, la sociedad como conjunto marca a las personas,
las estigmatiza, las señala, las aparta, las humilla. Injustamente en muchos
casos. Igual en la mayoría de ellos.
Hasta que
gracias a Dios llegamos a nuestra gloriosa, culta, tolerante y avanzada época. A nuestros
días. Al año del señor de 2018. Al mes de Febrero. Y de pronto ya nadie nos puede echar en cara de
que somos injustos por llamar a alguien tonto. De estigmatizar a alguien por
sus defectos, por su apariencia, por su dicción incomprensible, por su incultura
o por su falta de higiene personal.
Por fin tenemos la evidencia de que verdaderamente
existen los tontos del pueblo. Bueno, me corrijo para que las mujeres no se quejen
de su visibilidad: definitivamente existen las tontas del pueblo.
Hemos tardado
muchos siglos en descubrirlo, pero ahí está la evidencia.
Por lo
menos una tonta del pueblo existe. Y encima es muy tonta. Y se llama Irene. Irene Montero. O Montera. La portavoza.
P.D. Seamos
justos. Basta de discriminación positiva. También existen los tontos del
pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario