Imagen original de Tiffany Schmierer. |
Me cuesta recordar cuando mantuve la última conversación. Y eso que suelo hablar bastante con amigos, conocidos y hasta desconocidos (con estos últimos sobre todo a altas horas de la madrugada). Pero ese intercambio de palabras dista mucho de poder denominarse conversación. Más bien lo definiría como una concatenación de monólogos, interrumpidos obviamente por algún “y yo más”, “eso ya lo sabía”, “es mentira” o “tú qué coño sabes”. Igual en el Camino, en las largas y tranquilas horas que median entre la llegada al albergue y el reparador sueño para afrontar la siguiente etapa, sí que se entablan conversaciones. Al tratarse de desconocidos, normalmente de otras latitudes y hablando en otra lengua, que se juntan en un ambiente extraño, cuando no hostil, la propensión a conversar, es decir, a hablar y escuchar por turnos, crece de forma exponencial. Y hasta dicen por ahí que, en verano, en los tramos del Camino saturados de jóvenes en la flor de la vida, la tercera acepción de “conversación” según el diccionario de la Real Academia, se hace realidad. No lo dudo. Yo también anduve por esos lares, fui más joven que ahora y tuve alguna que otra relación carnal. Con amor, eso sí.
El otro
día me agencié en un bar el suplemento “Papel” de “El Mundo” por un artículo
muy interesante titulado “La era del
yoísmo: cómo el culto al ego nos ha vuelto insoportables”, cuya lectura no
hizo más que reafirmarme en que esa maldita enfermedad del “yo”, del narcisismo,
ya es imparable (el suplemento, por cierto, se lo llevó una chica guapa y simpática
llamada Patricia). Tan imparable que llega hasta el punto que un personaje mediático como el insoportable Cristiano Ronaldo llegue a afirmar cosas como: “Mi hijo
igual sabrá jugar al fútbol, pero jamás será tan bueno como yo”. Asqueroso y
enfermizo.
Dice el
autor en el anteriormente nombrado artículo: “En la sociedad actual, ser
una persona sin empatía, egoísta, manipuladora y sin escrúpulos
-características todas del narcisista- puede ayudar a ascender en ciertos
sectores laborales”. ¡Cuánta verdad! Quien
no conoce a personas que encajan en esta definición, a los déspotas trepas que
pululan por todas las empresas, instituciones y, en número muy, pero que muy elevado,
en los partidos políticos, cuyo único objetivo en la vida es triunfar y figurar,
y que para ello son capaces de mentir, inventar, manipular, insultar,
tergiversar y hasta matar.
El declive de la sociedad en mayúsculas. Aunque lo disfracen de democracia, de competitividad,
de libertad y hasta de meritocracia: pocos líderes empresariales, sociales o políticos
deben sus puestos, sus emolumentos y su fama a sus conocimientos o su esforzado
trabajo. No hace falta que dé ejemplos, los tenemos cada día en los medios, en
portada, soltando sandeces ante las hipnotizadas e incultas audiencias, cuyos
balidos de estúpidas ovejas mueven todo el cotarro de la superficialidad, la
banalidad, la carencia de valores y, por ende, del dinero fácil que extraen de esa
fuente dorada e inagotable que son sus mentes vacías y sus ruinosos microcréditos (“La
inflación narcisista del yo fue la hermana gemela de la inflación crediticia”,
como bien dicen en el referido artículo).
¿Cómo
vamos a esperar mantener una conversación con alguien en este entorno artificial
y sucio que solamente adora al becerro de oro, las tetas grandes, los coches
rápidos y el efímero protagonismo de un tuit, un Snapchat o un video exitoso en
Youtube?
¿Cómo
vas a conversar con alguien que ni se interesa por tus palabras ni tampoco espera
respuestas, que ni tiene ni le interesa la cultura, y cuyo máximo placer es
poder subir a las redes una fotografía del plato que está comiendo antes de
haberlo ni siguiera probado?
¿Cómo
vas a pretender conversar con alguien que, mientras intentas razonar, está
buscando en Google (y a hurtadillas) la respuesta a cualquier carencia cultural
o intelectual suya, con el único fin de saber más que tú en una trivial discusión
sobre nimias e infantiles paparruchas (gracias Cristina por esta bonita
palabra)?
Nuestra
sociedad, nuestra civilización, otrora cuna de historiadores, descubridores, científicos,
filósofos, ha acabado siendo una sucia pocilga habitada por sandios, inútiles y
vividores.
Y dirigida por plagiadores, malandrines y zafios rufianes.
Bien
pensado, mejor que no haya conversación. Por lo menos con toda esta chusma que
está destrozando nuestra cultura milenaria. Sin duda es mejor y más gratificante
disfrutar del silencio, del ruido del viento, del goteo de la lluvia en la
terraza, de una buena lectura o de una pieza musical de antaño.
¡Qué ni la
música de hoy vale un pimiento!
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