Llevo ya más de 30
años de militancia, si se puede llamar de esta forma a una actividad
política mínima, extraparlamentaria, en partidos minoritarios, que no marginales,
y centrada casi en exclusiva en proclamar a los cuatro
vientos (si es en la barra del bar, mejor), mi disconformidad con el sistema político
actual y mi aspiración a conseguir un sistema político más justo y más cercano
a los valores eternos que considero básicos para una sociedad avanzada. Es de cajón
que esto y la nada absoluta se
asemejan mucho, sobre todo si la escala para su ponderación la ponemos en las metas y logros alcanzados. Detalle éste que tampoco me preocupa, dado que
cualquier utopía por definición “es irrealizable en el momento de su
formulación” (RAE), y por lo tanto equiparable a la nada, al vacío, al
agujero negro del espacio que todo se traga y nada devuelve (y si se llegara a
realizar dejaría de ser utopía). Llevo
por lo tanto 30 años siendo un soñador.
En estos seis lustros he compartido la anteriormente nombrada
actividad (para ser sinceros más bien
inactividad) con muchos camaradas y amigos, de los cuales una parte residual
ha seguido la senda del soñador, refugiándose en ilusiones preciosas pero irrealizables,
mientras que la mayoría o bien ha dejado de lado cualquier lucha más allá de la
necesaria para la propia supervivencia, o bien ha puesto los pies en el suelo, renunciando a buscar una alternativa política
al actual régimen, aceptando el mal
menor del sistema político que nos rige, aún a sabiendas que no es bueno,
ni justo, ni apropiado, y lanzándose a la batalla escabrosa de bregar desde dentro del sistema para intentar mejorarlo. Lo describo de esta forma tan “poética” sabedor que no todo son rosas
en esta vida, y que en muchos casos (quién
sabe en qué proporción) la entrada en el ruedo político no se ha debido al altruismo, al idealismo, sino más bien
al interés personal de colocarse en el mejor puesto posible para vivir de las prebendas, los regalos, las relaciones y las
subvenciones de la mega-estructura de la sociedad democrática, en la que
por cada persona que aporta algo hay cientos detrás rascándose la pancha
y viviendo a cuerpo de rey a costa
de nuestros impuestos.
De estos pocos que han seguido por la vía política “oficial”, estructurada alrededor de partidos
políticos legalizados y registrados, algunos han optado por la opción más
consecuente con nuestros ideales, fundando, fusionando, desmontando,
coaligando, torpedeando, atacando o defendiendo “ene” mini-partidos revolucionarios, sociales, patrióticos, unificados, auténticos,
ortodoxos, y otros han ido a buscar refugio en aquellos partidos mayoritarios que de una u otra forma cubren, aunque sea parcialmente,
sus ideales y aspiraciones de luchar por una sociedad mejor.
“Chapeau” por todos
ellos. Por lo menos lo intentan o han intentado.
En estos treinta largos años que han pasado solamente he
votado una vez, en el referéndum del año 1986 sobre la permanencia en la OTAN, sin haber cometido aún el para mi pecado mortal de depositar en una urna una burda papeleta con las siglas de un
partido político, ente que no considero representativo del ser humano ni
adecuado para regir sus destinos. Hoy en
día ya ni participaría en un referéndum,
acto que representa la mayor tomadura de pelo dentro del sistema democrático, ya que delega de forma cobarde la incapacidad de los elegidos para
desempeñar una función de liderazgo en la masa anónima, que es la misma que le
ha encargado una tarea muy seria, la de gobernar. Como si un responsable financiero de una multinacional o de un banco, ante
la crisis financiera actual, reuniera a todos sus empleados, desde el repartidor de cartas hasta el guardia
jurado del parking, para tomar las decisiones necesarias. Inconcebible e intolerable. Como el amago
de Papandreu
, que ha durado menos que un caramelo en la puerta de un colegio y
que de forma tan genial describían ayer en “El Mundo” tanto Arcadi
Espada (lector, no te pierdas este artículo, está a la mitad de esta página
enlazada, titulado “Una broma de pueblo”)
como, en menor medida, Salvador Sostres.
Y seguiré sin votar.
Termino con una
dedicatoria. Todo este artículo nació ayer en mi cabeza, tirado en el sofá,
cuando cogí mi teléfono móvil y lancé a la
nube invisible que nos rodea y que
contiene todo, un SMS con el siguiente mensaje,, dirigido a una querida amiga, destacada
ejemplo de la parte buena explicada
anteriormente: “Mucha suerte en la campaña. ¡A por ellos!”
Jamás hubiera pensado que animaría a alguien ante el inicio de una campaña electoral. Pero en este caso no me he podido resistir, se trata de una persona que rompe todos los tabúes y prejuicios que tengo hacia los partidos políticos y las demás sandeces del sistema. España se merece que salga elegida. (Y si es capaz de cambiar el sistema, mejor aún). ¡Mucha suerte Elisabeth!
P.D. Elisabeth es candidata del Partido Popular al Senado.
Es una gran sensación ver que pasan los años, los lustros, y sigues celebrando haber apostado por tus amigos. Siempre he estado orgullosa de ser tu amiga. Sabes que te considero un ser excepcional y que, tirando del tópico, si no existieses habría que inventarte.
ResponderEliminarComo te conozco sé que pasar el filtro de lo que consideras un buen político, más que una medalla, que también, es una responsabilidad enorme aunque no tanto como mi agradecimiento.
Y, como tú también me conoces, sabes que para mí (es genético, no puedo cambiarlo) la política se escribe con "p" de pasión, de perseverancia, de principios, de patria, de personas y, como no, de posibles. Así que, para posibilitar mi elección ¿no deberías votar? ;)
Un beso, campeón!
Elísabeth