Después
del referéndum de Noviembre del año anterior, celebrado en contra de las leyes
imperantes en España, pero con el apoyo oficial e interesado de los gobiernos
de Escocia, Irlanda, Kosovo, Guinea Ecuatorial, el barrio de Igueldo de San Sebastián y algunos países más, la región autónoma de Cataluña se había
proclamado independiente, a pesar de las sospechas de fraude y el exiguo 50,8 %
de los votos obtenidos en las urnas.
Debido a ello, los niños habían pasado un año complicado, con cambios en sus planes de estudio, con el despido de algunos profesores por su desconocimiento del idioma catalán y con una creciente marginación por haber sido de los pocos que habían solicitado recibir las clases en castellano. Como era de esperar, los resultados de los pequeños fueron desastrosos, y a pesar de la ayuda de toda la familia de Matías y de una profesora particular, no consiguieron adaptarse a la enseñanza en catalán. Solo la intermediación de un funcionario de la “Consellería” de Educación, amigo de infancia de Matías, les había permitido conseguir un aplazamiento de la expulsión de los niños, pero ni así consiguieron adaptarse, y el funesto recuerdo del curso anterior pesaba como una losa sobre los pequeños. Y sobre sus padres.
Mientras los niños estaban quietos en la parte trasera del coche, con sus dulces caritas más serias que nunca, Matías conducía absorto reflexionando sobre el sufrimiento gratuito que les estaba haciendo pasar a sus hijos. Tendría que haber pensado más en ellos y haber intentando buscar un trabajo fuera de la región en el momento en el que se produjo la separación efectiva del resto de España, pero sus ganas de lucha y su inconformismo innato le ataban a Barcelona y a Cataluña cual grilletes de un condenado. Igual estaba pecando de egoísmo, pensó, mientras observaba a sus vástagos por el retrovisor. Implicar a sus hijos en una lucha contra la dictadura nacionalista no era lo mejor para su felicidad, eso estaba claro, pero Matías no quería rendirse a las primeras de cambio: esta era su tierra, la de sus antepasados y también la de sus hijos, y nadie tenía el derecho de echarles de aquí. Ni a obligarles a dejar de hablar en castellano. Ni a coartarle el futuro a toda una generación de jóvenes que no tendrían más opciones en el futuro que trabajar en un Parque Temático sobre la Historia Milenaria de Catalunya, encontrar un puesto de funcionario en alguna de las 4 administraciones que había implantado el nuevo gobierno o abandonar su tierra para buscar un futuro mejor allende del Ebro o de los Pirineos. Pocas otras salidas había en Barcelona o en el resto de la República Catalana: las grandes multinacionales se dieron el piro a las primeras de cambio, evitando los excesivos impuestos locales, necesarios para mantener la gigantesca estructura administrativa, además de los aranceles decretados por la UE a las exportaciones catalanas; las medianas empresas locales iban cerrando una tras otra por falta de negocio y por la caída espectacular del consumo de las demás regiones de España, y el único sector que seguía funcionando en parte, el turístico, estaba copado por la eternamente presente burguesía catalana y su inacabable prole de hijos, nietos, primos y amigos íntimos: no había hotel en Barcelona que no fuera regentado por algún miembro de las familias gobernantes, los Pujol, Maciá, Millet, Gaspart, Laporta, Mas, Junqueras y todo el resto de apellidos de la “mafia” nacionalista, ni restaurante, camping, agencia de viajes o hasta bar que no luciera la etiqueta del “Gremi Catalá d’Hosteleria”, una suerte de “secta” que concedía permisos, cobraba sus cuotas y distribuía los mejores negocios entre sus miembros.
Eso sí, de forma “oficial” y aplicando a pie juntillas las innumerables leyes de protección de la República dictadas en esta primera legislatura. Leyes elaboradas por el Parlament Catalá, al que por cierto solamente tenían acceso los catalanes con certificado de “pureza” de al menos dos generaciones, y que encima podía legislar por “Decret d’Interés Nacional” sin precisar ni la mayoría simple de los parlamentarios. Una fantochada, como casi todo lo que estaba pasando en esta tierra antes tan rica, abierta y parte de una España que cada vez añoraba más.
Un bocinazo devolvió a Matías a la realidad. Casi se salta un semáforo y atropella a unos viandantes que cruzaban la calle. Desde el otro lado un Mosso le miraba con cara de pocos amigos, y Matías giró la cabeza hacia sus pequeños. Seguían sin sonreír.
- -- ¿Estáis bien chicos?
- -- Si papi, tot be,
menys això d'anar al cole.
Había contestado el mayor,
Matías junior. Ya era el cuarto Matías en la familia, pero su padre tenía bien
claro que sería el último que naciera y viviera en Barcelona. Tenía que
plantearse de forma definitiva un cambio de aires, buscar un trabajo fuera de
Cataluña y garantizar con ello la felicidad de sus hijos. No podía seguir
luchando contra los elementos, más aún cuando su popularidad por haber encabezado
una de las plataformas contrarias a la
secesión le impedía el acceso a cualquier puesto de trabajo con mínimas
garantías de futuro.
Estaba marcado cual infiel o
judío en otras épocas, y como mucho
podía aspirar a seguir ayudando de forma clandestina en empresas de antiguos amigos y conocidos, que le
mantenían como si estuvieran practicando caridad con él. Qué triste existencia.
Giró por la calle y aparcó
enfrente del “Col.legi Nacional Guifré el Pilós”. Aún se apreciaban los trazos
del
antiguo nombre, Colegio de la Inmaculada, debajo del flamante rótulo enmarcado por una “estelada” de grandes proporciones y una bandera de las Naciones Unidas (después de haber sido expulsada Cataluña de la Unión Europea al gobierno catalán no se le ocurrió nada mejor que usar esta bandera tan poco adecuada junto a su insignia inventada).
antiguo nombre, Colegio de la Inmaculada, debajo del flamante rótulo enmarcado por una “estelada” de grandes proporciones y una bandera de las Naciones Unidas (después de haber sido expulsada Cataluña de la Unión Europea al gobierno catalán no se le ocurrió nada mejor que usar esta bandera tan poco adecuada junto a su insignia inventada).
Los semblantes de los peques se
tornaron más sombríos que una tormenta veraniega. Matías bajó del coche y abrió
la puerta trasera. Pero los niños no se movían. Con su triste cara le imploraban
ayuda.
A Matías se le vino el mundo
encima: no era de recibo hacer sufrir a estas criaturas. Que culpa tenían ellos
de que una pandilla de chalados hubiese roto la armonía en España y condenado
con ello a toda una generación de chicos a vivir en un estado de ansiedad
constante, insultados, marginados y aislados del resto de sus compañeros.
Se acabó. Sonrió a sus hijos, y les dijo:
- Avui
res de cole. Ens anem de festa. Demà ja en parlarem.
Las caras de Matías junior y su hermanito Miquel se iluminaron de golpe, y un ensordecedor « Yupi » broto de sus gargantas. Matías padre cerró de nuevo la puerta, se acomodó en su asiento y arrancó el motor. No sabía bien hacia dónde ir, pero la decisión estaba tomada.
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