Matías
entró en la cocina donde sus dos hijos ya estaban acabando su desayuno. Hoy
empezaba el nuevo curso escolar y los nervios rondaban la pequeña estancia cual
bruma matinal. Mientras los pequeños devoraban sus magdalenas y sorbían de sus
vasos de leche con cara de pocos amigos, Almudena, esposa de Matías y madre de
las dos fieras, sonreía de forma forzada. Sabía muy bien lo que les esperaba esta mañana: llegada al Colegio,
lloriqueos y abrazos, miradas amenazantes por parte de la directora del centro
y algún que otro insulto poco disimulado por parte de las demás madres. Nada
nuevo podía esperar ante la surrealista situación que estaban viviendo en su
querida ciudad.
Después
del referéndum de Septiembre del año anterior, celebrado en contra de las leyes
imperantes en España, pero con el apoyo oficial e interesado de los gobiernos
del Reino Unido, Irlanda, Holanda,
Finlandia y algunos países más, la región autónoma de Cataluña se había
proclamado independiente, a pesar de las sospechas de fraude y el exiguo 50,8 %
de los votos obtenidos en las urnas.
Debido a
ello, los niños habían pasado un año complicado, con cambios en sus planes de
estudio, con el despido de algunos profesores por su desconocimiento del idioma
catalán y con una creciente marginación por haber sido de los pocos que habían
solicitado recibir las clases en castellano. Como era de esperar, los
resultados de los pequeños fueron desastrosos,
y a pesar de la ayuda de toda la familia de Matías y de una profesora
particular no consiguieron adaptarse a la enseñanza en catalán. Solo la
intermediación de un funcionario de la “Consellería” de Educación, amigo de
infancia de Matías, les había permitido conseguir un aplazamiento de la
expulsión de los niños, pero ni así consiguieron adaptarse, y el funesto
recuerdo del curso anterior pesaba como una losa sobre los pequeños. Y sobre
sus padres.
Mientras
los niños estaban quietos en la parte trasera del coche, con sus dulces caritas
más serias que nunca, Matías conducía absorto reflexionando sobre el
sufrimiento gratuito que les estaba haciendo pasar a sus hijos. Tendría que
haber pensado más en ellos y haber intentando buscar un trabajo fuera de la
región en el momento en el que se produjo la separación efectiva del resto de España,
pero sus ganas de lucha y su inconformismo innato le ataban a Barcelona y a
Cataluña cual soga de un ahorcado. Igual estaba pecando de egoísmo, pensó,
mientras observaba a sus vástagos por el retrovisor. Implicar a sus hijos en
una lucha contra la dictadura nacionalista no era lo mejor para su felicidad,
eso estaba claro, pero Matías no quería rendirse a las primeras de cambio: esta
era su tierra, la de sus antepasados y también la de sus hijos, y nadie tenía
el derecho de echarles de aquí. Ni a obligarles a dejar de hablar en
castellano. Ni a coartarle el futuro a toda una generación de jóvenes que no
tendrían más opciones en el futuro que trabajar en un Parque Temático sobre la
Historia Milenaria de Catalunya, encontrar un puesto de funcionario en alguna
de las 4 administraciones que había implantado el nuevo gobierno o abandonar su
tierra para buscar un futuro mejor allende del Ebro o de los Pirineos. Pocas
otras salidas había en Barcelona o en el resto de la República Catalana: las grandes
multinacionales se dieron el piro a las primeras de cambio, evitando los
excesivos impuestos locales, necesarios para mantener la enorme estructura
administrativa, además de los aranceles decretados por la UE a las exportaciones
catalanas; las medianas empresas locales iban cerrando una tras otra por falta
de negocio y por la caída espectacular del consumo de las demás regiones de
España, y el único sector que seguía
funcionando en parte, el turístico, estaba copado por la eternamente presente
burguesía catalana y su inacabable prole de hijos, nietos, primos y amigos
íntimos. No había hotel en Barcelona que no fuera regentado por algún miembro
de las familias gobernantes, los Pujol, Maciá, Millet, Gaspart, Laporta, Mas y
todo el resto de apellidos de la “mafia” nacionalista, ni restaurante, camping,
agencia de viajes o hasta bar que no luciera la etiqueta del “Gremi Catalá d’Hosteleria”,
una suerte de “secta” que concedía permisos, cobraba sus cuotas y distribuía
los mejores negocios entre sus miembros. Eso sí, de forma “oficial” y aplicando
a pie juntillas las innumerables leyes de
protección de la República dictadas en esta primera legislatura. Leyes
elaboradas por el Parlament Catalá, al que por cierto solamente tenían acceso
los catalanes con certificado de “pureza” de al menos dos generaciones, y que
encima podía legislar por “Decret d’interés Nacional” sin precisar ni la
mayoría simple de los parlamentarios. Una fantochada, como casi todo lo que
estaba pasando en esta tierra antes tan rica, abierta y parte de una España que
cada vez añoraba más.
Un
bocinazo devolvió a Matías a la realidad. Casi se salta un semáforo y atropella
a unos viandantes que cruzaban la calle.
Desde el otro lado un Mosso le miraba con cara de pocos amigos, y Matías
giró la cabeza hacia sus pequeños. Seguían sin sonreír.
- ¿Estáis bien chicos?
- Si papi, tot be, menys lo de anar al Cole.
Había contestado el mayor,
Matías junior. Ya era el cuarto Matías en la familia, pero su padre tenía bien
claro que sería el último que naciera y viviera en Barcelona. Tenía que
plantearse de forma definitiva un cambio de aires, buscar un trabajo fuera de
Cataluña y garantizar con ello la felicidad de sus hijos. No podía seguir
luchando contra los elementos, más aún cuando su popularidad por haber encabezado
una de las plataformas contrarias a la
secesión le impedía el acceso a cualquier puesto de trabajo con mínimas
garantías de futuro.
Estaba marcado cual infiel o
judío en otras épocas, y como mucho
podía aspirar a seguir ayudando de forma clandestina en empresas de antiguos amigos y conocidos, que le
mantenían como si estuvieran practicando caridad con él. Qué triste existencia.
Giró por la calle y aparcó
enfrente del “Col.legi Nacional Guifré el Pilós”. Aún se apreciaban los trazos
del antiguo nombre, Colegio de la Inmaculada, debajo del flamante rótulo
enmarcado por una “estelada” de grandes proporciones y una bandera de las Naciones
Unidas (al haber sido expulsada de la Unión Europea al gobierno catalán no se
le ocurrió nada mejor que usar esta bandera tan poco adecuada junto a su
insignia inventada).
Los semblantes de los peques se
tornaron más sombríos que una tormenta veraniega. Matías bajó del coche y abrió
la puerta trasera. Pero los niños no se movían. Con su triste cara le imploraban
ayuda.
A Matías se le vino el mundo
encima: no era de recibo hacer sufrir a estas criaturas. Que culpa tenían ellos
de que una pandilla de chalados hubiese rotor la armonía en España y condenado
con ello a toda una generación de chicos a vivir en un estado de ansiedad
constante, insultados, marginados y aislados del resto de sus compañeros.
Se acabó. Sonrió a sus hijos, y
les dijo:
- Avui res de cole. Ens anem de festa. Demà ja parlarem.
Las
caras de Matías junior y su hermanito Miquel se iluminaron de golpe, y un
ensordecedor « Yupi » broto de sus gargantas. Matías padre cerró de nuevo la puerta, se
acomodó en su asiento y arrancó el motor. No sabía bien hacia dónde ir, pero la
decisión estaba tomada.
Todo
tiene sus límites y la felicidad y el futuro de sus hijos estaban en juego. Y
su libertad.
Sin comentarios...
ResponderEliminarPero estos, como ahora hace Turquía, que estará por delante de ellos en lo de ser admitida en la UE, harán como Polonia (uy, ¡Polonia!; ¡juás!), Rumania y demás países del este antes de que la UE se suicidara admitiéndolos y llevarán la tirita azul en las matrículas (incluso hasta sin sacarle las estrellitas) y pondrán la bandera europea hasta en el papel de wáter.
Bien, eso si nuestro gobierno hace lo que toca y se planta ante cualquier imbécil secretario iropeo de lo que sea al que le hayan dado un Sant Jordi y pagado una butifarrada...
Profético, Ernesto. Evidente, si nos paramos a pensar en cómo han estado actuando durante todos estos años los nacionalistas catalanes (y vascos). Si ahora se comportan así, imagínate cómo lo harán si consiguen sus objetivos.
ResponderEliminarDictadores. Puros y duros.
La situación que describes es angustiosa para el que la vive. ¿Qué hacer? ¿Marchar? ¿Defender a la prole como Matías? ¿Es esa la forma correcta de defender los derechos de sus hijos? ¿Huyendo?
Demasiadas preguntas y demasiadas respuestas.
Pero una única cosa sí que está clara: ninguna solución podemos esperar de los políticos actuales. Nada. Tan sólo sufrimiento.
Un abrazo, periquito.