martes, 19 de octubre de 2004

Sobre bufones y payasos

Arturo Pérez-Reverte
ClubSemanal Número: 886 Del 17 al 23 de octubre de 2004


Las variedades ibéricas son dignas de una serie del National Geographic Interesante, pardiez. Resulta que el Reino Unido de la Gran Bretaña tiene de nuevo bufón oficial después de tres siglos y medio con la plaza vacante. Para ser exactos, vacante desde 1649, fecha en la que el titular del asunto, un tal Mukle John, se quedó sin empleo cuando su amo el rey Carlos I –el que siendo príncipe de Gales, como el Orejas, vino a España de incógnito para rondar a la infanta María, hermana de Felipe IV– perdió el reino y la cabeza a manos del verdugo. Un verdugo que, por supuesto, se llamaba Mordaunt y era hijo bastardo del conde de Wardes y de Carlota Backson –más conocida por Milady de Winter, ex legítima de Athos, conde de la Fére–, y primo de Raúl, vizconde de Bragelonne. Pero ése es otro culebrón y es otra historia. Léanse la magnífica trilogía mosqueteril de Alejandro Dumas, y así me ahorran detalles. De lo que quiero hablarles hoy es de que Inglaterra ya tiene otra vez bufón. Se llama Nigel Roder y ha conseguido su trabajo después de que Patrimonio Inglés lo seleccionara entre seis candidatos al puesto, con salario y contrato en regla, que consiste exactamente en eso. En mantener viva la tradición de bufones reales en lugares históricos de allí.
También España tuvo los suyos, naturalmente. Velázquez pintó a varios, confiriéndoles en el lienzo una conmovedora dignidad. Lo que no fue un acto de piedad sino de justicia; pues muchos bufones del pasado, aunque algunos tenían taras físicas –eran tiempos crueles para todos– y su trabajo consistía en divertir al rey y a su corte, fueron personajes de extrema inteligencia, rápido ingenio y lengua afilada, hasta el punto de que su peculiar situación les permitía transgredir reglas y decir a los monarcas verdades que a otros cortesanos les habrían costado la cabeza. No sé en qué afortunado momento desaparecieron los bufones de los palacios españoles; imagino que, como en el resto de Europa, a finales del XVII fueron poco a poco sustituidos por comediantes y autores satíricos. En cualquier caso, si lo de recuperar la figura de marras puede parecer –a mí me lo parece– una perfecta gilipollez, lo cierto es que en Inglaterra esa clase de gilipolleces encajan mucho con las tradiciones y demás. Quiero decir que a nadie sorprende lo del bufón real inglés, habida cuenta, por ejemplo, de que otras añejas costumbres inglesas, como la de la puta del rey –hay alguna estupenda película sobre eso, creo–, también siguen vivitas y coleando. O casi.
En España, afortunadamente, no hacen falta concursos ni selecciones bufonescas. Si es cierto que la figura del animador real se extinguió con el tiempo, la de payaso ha tenido mucha fortuna desde entonces, y la sigue teniendo. Y no me refiero a los respetables payasos que hacenreír a los niños, sino a otros que uno se topa cada día, al encender la radio o la tele, o abrir el periódico. Payasos contumaces con escaño y coche oficial, con derecho a voz y a voto, desprovistos, en buena parte, del más elemental sentido del ridículo o la decencia. Payasos de todo tipo y pelaje. En ese registro, las variedades ibéricas son dignas de una serie del National Geographic: payasos de gaviota desplumada, escapulario y corbata fosforito, payasos a los que les tocó la lotería un 11-M y no saben qué hacer con el décimo, payasos de la Izquierda Unida Verde Manzana Federal del Circo Price, payasos que compran votos con chanchullos, subsidios e inmigrantes, payasos periféricos que ya se cargaron una monarquía y dos repúblicas y a quienes sólo importa la caja registradora de su tienda de ultramarinos, payasos que falsifican la Historia según quién les ceba el pesebre, payasos de uniforme, fajín y menudillo de Yak bajo la alfombra, payasos episcopales y casposos incapaces de retener a la clientela, payasos analfabetos que dicen representarme aunque son incapaces de articular de modo inteligible sujeto, verbo y predicado, payasos cuñadísimos con moto de agua y camisa intrépida de General Mandioca, payasos de la demagogia galopante y omnipresente, payasos y payasas de género y de génera. Y de postre, para rematar el circo, todos esos Payasos sin Fronteras, Payasos del Mundo, Payasos Solidarios, Payasos en Acción, que de vez en cuando escriben cartas protestando porque, en legítimo uso de la acepción principal de la voz payaso en el Diccionario de la Real Academia Española –persona de poca seriedad, propensa a hacer reír con dichos o hechos–, llamo payasos a tantos a quienes, en realidad, debería llamar irresponsables hijos de la gran puta.