miércoles, 28 de agosto de 2019

La calle de la Luna


Me dormía ayer con una sensación de profundo vacío, de final de verano, como hace tiempo que no me pasa. Había acabado el libro que da título a esta entrada, y tomando las últimas notas al tiempo que pegaba el enésimo pósit sobre otro párrafo más que por alguna razón quiero recordar, intenté pasar a la sesión de tertulia radiofónica habitual para acelerar el encuentro con Morfeo, pero me fue imposible. 
Entre la rabia de que todo hubiese acabado (el verano, el libro y las desventuras del protagonista), las ganas de poder escribir esta pequeña reseña y, sobre todo, poder recomendar vehementemente su lectura, ni prestaba atención al tertuliano de turno ni conseguía conciliar el sueño. Así he acabado, sentado ante el teclado dos horas antes del inicio de mi horario laboral habitual (ya podría venir hoy algún mandado de la Inspección de Trabajo a comprobar si hago horas extra), con la ciudad de Madrid plácidamente durmiendo, la M-30 más vacía que el cerebro de Bea Talegón y los primeros rayos de sol asomando por Levante.

Y hete aquí que lo primero que veo antes de ponerme a redactar, es un trino de un querido y admirado amigo alabando el libro y pidiendo una pronta segunda parte. Ya tenía yo durante toda la semana la sensación de que no estaba solo disfrutando de la lectura, que de alguna forma estaba viviéndolo todo como si fuera un cliente más de La Barrena (el bar habitual de los protagonistas). Y encima acompañado por Juanjo. ¿Qué más se puede pedir a un libro?

Seré sincero: en estos momentos me muevo entre la rabia de no haber leído antes esta novela, de que ya no queden páginas por disfrutar, y, sobre todo, intentado sofocar un fuerte sentimiento de envidia nada sana de no haberla escrito yo (por desgracia yo no tengo a un amigo que me insista en ponerme manos a la obra, y “nuestro” Carlos particular, que igual lo habría hecho, por desgracia nos dejó hace unos años, d.e.p.). 
Porque vivirla, sin duda que lo he hecho. Y mucho. Ha sido como un largo «Déjà vu», como revivir mi juventud: rodeado de personas muy cercanas, escuchando melodías más que conocidas, viviendo de nuevo muchas aventuras casi olvidadas y hasta deseando volver a estar con Natalia (la casi novia idealizada del protagonista), antes de que todo a mi alrededor se derrumbe definitivamente (sobre todo esta nuestra querida España que cada día veo más cerca de desaparecer en un mar de estupidez, egoísmo y maldad).

Pero como bien canta Garth Brooks, hay muchas veces que tenemos que alegrarnos de que Dios no haya contestado a nuestras plegarias. Porque en ese caso igual estaríamos casados con la persona equivocada, viviríamos en el sitio erróneo o ejerceríamos una absurda profesión que no nos llena nada.

O hubiéramos escrito una novela aburrida, sin contenido, sin pasado, presente ni futuro.

No como esta espléndida obra que acabo de terminar y que me ha llenado, me ha hecho amar, odiar, reír y que, sobre todo, me ha inyectado ese chute de vida que cada tanto nos hace falta.

Sometimes I thank God for unanswered prayers
Remember when you're talkin' to the man upstairs
And just because he doesn't answer doesn't mean he don't care
Some of God's greatest gifts are unanswered prayers


P.D. Muchas gracias, Kiko. He disfrutado mazo. No tardes con la segunda parte, como bien te pide Juanjo.

martes, 13 de agosto de 2019

Greta Majareta


El descanso veraniego significa muchas cosas: relajamiento, diversión, viajes, rotura de la monotonía, amores tan intensos como fugaces, incendios forestales fortuitos y provocados y, como no, los divertimentos españoles por excelencia: playa, sol, chiringuitos, siestas XL, fiestas populares, conciertos, paellas, barbacoas, discusiones con los familiares y, en muchos casos, la lectura. Igual peco de optimista y lo de leer ha quedado relegado a los pies de las fotografías en Instagram, los memes en Facebook y los hilos inútiles entre igual-pensantes en Twitter, pero en lo que a mí respecta, sigue siendo la parte del año en la que reservo más tiempo al tan olvidado (y sin duda necesario) placer de leer.

He dedicado por lo tanto mi corto descanso estival a leer un libro muy entretenido sobre el Poprock español de los 80 (Nos vimos en los bares, de Itxu Díaz, muy recomendable para cualquier melómano nacido entre 1963 y 1975) y a seguir disfrutando de “La divertida aventura de las palabras” de Fernando Vilches, estando a la espera de Amazon Prime para empezar mañana (con mucho retraso, lo reconozco, y desde aquí me disculpo) otro libro que promete, “La calle de la luna”, del tan admirado Kiko Méndez-Monasterio.

También nos sirve el estío para tomarnos todo con un poco de humor, para olvidar la trascendencia del día a día, las deudas, los presumibles problemas laborales, la crisis económica que se avecina (y que nuestro iletrado y mentiroso presidente por accidente ya está negando, siguiendo la estela del nefasto ZP) y la trágica catástrofe social que se avecina con la invasión africana dirigida y promocionada por oscuros intereses capitalistas y ejecutada por infantiles (cuando no falsas y ávidas de dinero y protagonismo) oenegés, subvencionadas con nuestros impuestos por la progresía gobernante. 

Esa funesta clase política que reparte el dinero de todos (esa lluvia dorada que cae del cielo para colmar sus egos), sin cumplir ni de asomo con su obligación, que es simple y llanamente trabajar para mejorar nuestra vida y sacar adelante nuestra Patria. Trabajar. Un verbo que desconocen la inmensa mayoría de los diputados de izquierdas, gran parte de los de derechas y, como no, todos los populistas y nacionalistas. Para trabajar ya está el pueblo, dirán para sus adentros, que ellos están para manipular, figurar, gastar y disfrutar. De eso va la política en este siglo XXI, que presumo traerá el fin de esta ruin sociedad (fin que en el fondo espero con ilusión justiciera).

¡Uy, que casi se me olvida la “emergencia climática”! Pasada ya la moda del calentamiento global (según anunció a diestra y siniestra el impresentable Al Gore en el ya lejano año 2006, hoy en día tendríamos que estar todos más asados que un “pollo al ast”), la hipócrita progresía (a la que me gusta llamar “hiprogresía”) se ha sacado de la manga este nuevo concepto “aterrador” para mover sus hilos, conseguir sus subvenciones, editar sus libelos, y, por ende, enriquecerse a costa de la estupidez de la sociedad, esa masa tan manipulable (por su nesciencia) como la plastilina Jovi.

Y dentro de esta execrable (y poco científica) campaña catastrofista, destaca sin lugar a duda una figura: la “activista” sueca Greta Thunberg, a la que he dedicado el título de este artículo. Una adolescente, enferma de Asperger y con cierto aire de haberse quedado a medio camino de la acondroplasia, manipulada por sus padres e icono y suma sacerdotisa de la nueva religión climática. 

No voy a entrar en el negocio que mueve esta marioneta, ni en las buenas intenciones que pueda albergar, ni en la presunta nula influencia de sus padres, ni en sus proclamas de que no se lleva ni un duro, ni en la gravedad del síndrome de Asperger que padece: para ello hay multitud de artículos (en todos los idiomas) disponibles en la Red, escritos serios redactados por científicos, médicos y psiquiatras. El que desee saber algo más sobre las añagazas que usa todo el movimiento creado alrededor de este triste personaje que se informe de forma concienzuda. 

El reconcomio que me produce este pequeño monstruo creado y utilizado con egoísmo por parte de su familia, los partidos "progres" y las miles de oenegés que dependen a partes iguales del dinero público en forma de subvenciones y de las donaciones de los incautos, no me permite escribir más sobre ella. Ya tengo suficiente con verla aparecer en la prensa o en televisión, como si fuera un pequeño e impertinente Poltergeist ecologista que vuelve cada día para interrumpir mi sagrada siesta estival.

Me quedo con la graciosa ocurrencia que he usado como título, “Greta Majareta”, cuya autoría desconozco y que apareció por primera vez en Twitter en abril de este año, pero que en resumen cumple con el objetivo de cualquier apelativo, alias, apodo o mote: lo clava.


P.D.: De Richard Gere y su patético espectáculo en alta mar, rodeado de morenos mancebos cargados de cadenas de oro y teléfonos móviles de a 1.000 € la pieza, ni pienso hablar. Es tan vomitivo todo lo que rodea el tráfico de seres humanos de Open Arms y similares que prefiero callar.