martes, 22 de septiembre de 2020

Alt Heidelberg

Leyendo con tristeza la noticia sobre el cierre (dicen que temporal, ojalá sea así) de una de las cervecerías más antiguas y entrañables de esa Barcelona que está despareciendo, perdón, que ya despareció, me asaltan nostalgia y rabia a partes iguales.

Nostalgia lógica por lo que simboliza este local para mí: nuestra casa familiar, llamada “Haus Heinz” en homenaje a mi abuelo muerto en la segunda guerra mundial, sigue en pie en Heidelberg (hace tres años tuve la suerte de poder volver a verla, aunque fuera desde el exterior); Heidelberg fue la ciudad en la que se casaron mis padres, yo pasé algunos veranos de mi infancia ahí, y cuando mis padres aún vivían, la visita a la entrañable cervecería era algo habitual, casi siempre después de asistir a un estreno en alguno de los cines cercanos. Salas de cine en las que por cierto no pagábamos, ya que la empresa fundada por mi abuelo paterno, Construcciones Martí, fue durante varios decenios la encargada de la construcción, reforma y mantenimiento de todos los locales de la familia Balañá, lo que incluía la mayoría de los cines y ambas plazas de toros de la Ciudad Condal.

Tampoco es nada que sorprenda. ¿Cuántos locales entrañables han desaparecido en estos últimos años en Barcelona? Incontables. Y no solo en Barcelona, lo mismo ha sucedido en Madrid y sin duda en el resto de las poblaciones españolas, pero en el caso de mi querida ciudad el declive ha sido tan drástico, triste y continuado, que a veces hasta me entran ganas de llorar.

Las causas son bien conocidas. La invasión de cadenas multinacionales, el nulo apoyo municipal o gubernamental, las cortapisas legales y fiscales, la degradación del centro de Barcelona, las modas y la maldita globalización y uniformización a base de McDonalds, Starbucks y demás templos del consumismo esclavo, igualitario, carente de calidad, de carisma, de historia y de encanto.

Ya podemos considerar un milagro que esta cervecería haya sobrevivido 86 años a tantos avatares históricos, a golpes de estado, a milicias rojas y anarquistas asesinas, a separatistas ávidos de sangre, a huelgas y revueltas, a diversas y duras crisis económicas, a la ocupación de la vecina plaza de la Universidad por la chusma populista y racista de las dementes huestes de Puigdemont y su banda de iluminados y por ende a la desgraciada, perniciosa y vomitiva alcaldesa Colau y sus continuas y destructivas idioteces, que por cierto seguimos sufriendo.

Si a ello sumamos la actual crisis que estamos sufriendo debido a una pandemia que en otros países se ha quedado en eso, en una crisis sanitaria dura pero controlable, pero que en nuestra santa tierra ha sido aprovechada por todos los seres malignos para hacer de las suyas, para desmontar, robar, denigrar, cambiar, inventar, destrozar, tergiversar y arrasar con todo lo anterior, por el simple afán revanchista y la búsqueda de su propio beneficio y placer, pues poco se puede hacer.

Rezar por que todo pase, por que vuelvan la sensatez, el estilo, la ética, la cultura, el orden, la higiene, la igualdad y la libertad. Y la entrañable cervecería Alt Heidelberg (que vuelva la bodega Víctor de Sarriá ya podemos dejarlo por imposible).

Claro que para ello tendrían que desparecer populistas, naZionalistas, iluminados, vagos, maleantes, violentos inmigrantes ilegales y los malvados e inútiles dementes que nos están desgobernando.

Y eso va a costar mucho. En Barcelona. En Madrid. En España. En Europa.

martes, 1 de septiembre de 2020

España, un triste tablero de juego

(Con razón me acaba de corregir un buen amigo y fiel lector: son diecisiete tristes tableros de juego).

Visto el nuevo y esperpéntico espectáculo que protagonizó ayer nuestro presidente por accidente, ese vomitivo y despreciable “Fraudillo” ventrílocuo que solamente escupe discursos redactados por sus bien untados lacayos, juntando a sus “amigos” del mundo empresarial para soltar una más de sus diatribas inconexas, cada vez lo veo más negro.

En los últimos decenios ya habíamos alcanzado el cénit de la estupidez en nuestra alelada juventud, y por pura desidia les hemos dejado hacer y deshacer, en aras de una falsa libertad y un aún más falso progreso, con lo que esta generación sin preparación, sin valores, sin experiencia laboral, sin ton ni son, sin objetivos ni recuerdos, sin pasado ni futuro, ha tomado el poder.

Se lo pusimos fácil: planes de educación erráticos y cambiantes, libertinaje absoluto disfrazado de libertad, eliminación de cualquier valor de antaño, como pueden ser el honor, los modales, el amor, la fidelidad, la cultura, la compasión, el esfuerzo, la solidaridad, la paciencia o la caridad, y la paralela generación artificial de nuevos “valores” acordes al nivel intelectual de la ciudadanía, todo ello con el único objetivo de manipular, dominar y regir el destino del amaestrado rebaño.

La riqueza, la fama, las tetas grandes y el pene erecto permanentemente cual macaco en celo, el coche deportivo a pagar a plazos durante veinte años, el “no-uniforme” de marca muy cara, la fugaz fama en programas de telebasura, la aparición de los llamados “influencers”, esos personajes barriobajeros que con su bazofia poligonera quieren sustituir a los comunicadores filósofos o pensadores de antaño, con la picaresca y la mentira como pilares fundamentales de su nuevo decálogo de valores,  han generado esa nueva biblia apócrifa o manual de instrucciones para ser alguien en la “sociedad”, y con ello han propiciado este declive de nuestra querida patria y de gran parte del mundo occidental.

La mentira, como dije en escritos anteriores, ya cotiza en bolsa por encima de cualquier otra acción, se ha convertido en una más de las posibles maneras de actuar. Ha perdido toda connotación negativa, ha sido interiorizada por gran parte de la sociedad y se ha convertido en la herramienta estrella para triunfar de forma cómoda y rápida en cualquier entorno social, laboral o político.

La verdad anda de romanía mientras perversos personajillos salidos de la nada rigen los destinos de todos nosotros. Políticos de tres al cuarto conchabados para mantener su estatus y su cuota de poder contra viento y marea, desde los “regres” de la rancia extrema izquierda hasta los melifluos socialdemócratas de siglas variadas (PPSOECS) y mismos objetivos, muchos de ellos sin una mínima experiencia que justifique sus cargos y funciones, se ríen en nuestras caras, nos mienten día sí día también, trabajan el mínimo posible y aprovechan todas las ventajas y prebendas que ellos mismos se han otorgado.

Juegan con nuestro pasado, con nuestro presente y con el futuro de toda una nación, sentados delante de la mesa de juego en el que se ha convertido la antaño llamada Piel de Toro. Y no se trata un tablero de los añorados juegos reunidos Geyper, ni de un tapete verde para jugar al remigio o al mus, ni de una elegante mesa de billar francés: el tablero ante el que se regodean todos estos siniestros personajes es un gran mapa de nuestra vida, pero con múltiples casillas trampa, como si fuera el juego de la Oca, malos dados y peores casillas que acabarán con nuestro bienestar, nuestra salud, nuestros ahorros, nuestras propiedades, nuestros valores y nuestra esperanza.

Los impresentables que rigen nuestro destino, esos ministros que nadie ve y cuyas funciones o logros desconocemos, andan cazcaleando alrededor de la mesa de juego, alrededor del mapa de nuestra querida España, partiéndose el culo, despreciándonos, disfrutando de la “dolce vita”, haciéndose los importantes y llenando su casa de autorretratos y reportajes sobre sus logros, redactados obvia- y servilmente por sus asesores, mientras el pueblo languidece cual presa abatida, pisoteada y devorada por una jauría de hienas hambrientas.

Rompamos la partida. Volquemos el tablero y que todas las fichas rueden por el suelo, levantemos el tapete y barajemos de nuevo las cartas, hagamos treinta carambolas seguidas en la mesa de billar para ganar la partida, pero, por favor, hagamos algo. Cada uno como pueda.

Que estos malditos nos van a arruinar la vida. O ya lo han hecho.


Y no se trata de un juego más, se trata de la partida más importante de nuestra existencia: nuestra propia nación, nuestra propia vida.