jueves, 14 de marzo de 2013

Desinformación digital


Curioso es este mundo que nos ha tocado vivir, o sufrir, en el que la mayoría de los logros y avances tecnológicos acaban convirtiéndose en tumbas de valores ancestrales.

En otras épocas, cualquier evolución, descubrimiento o invento de la humanidad, ya fueran  sociales, artísticos, gastronómicos, geográficos o tecnológicos, significaban un avance en el desarrollo de la sociedad. Pensemos en cualquier invento o descubrimiento, llámense el fuego, la electricidad o la penicilina, la preparación del foie-gras y el Cassoulet en Francia, el descubrimiento de la pasta por Marco Polo, el avistamiento del continente americano por parte de las carabelas al mando de Colón (genovés o catalán o mallorquín, según con quién hables o qué leas), o, más de nuestra época, el teléfono o la televisión.

Cualquiera de estos hechos significó en su momento un empuje al desarrollo, al comercio, a la mejora de la calidad de vida, en resumen, aportaban algo en ese crecer y avanzar constante que debería de ser parte y objetivo de la evolución del ser humano.

Pero por desgracia, esta asociación de “evolución es igual a desarrollo o mejora de la sociedad”  ha pasado a mejor vida con la llegada de la era digital y el consiguiente acceso a la información (tanto en forma pasiva como consumidor,  como en forma activa como generador), a todo “quisqui” (del latín quisque, cada uno), sin que el pájaro (o pájara)  en cuestión precise una previa y mínima formación o una autorización real o moral para hacer públicas sus ideas u opiniones.

Los hechos demostrables, las verdades innegables, la historia y hasta la propia y candente actualidad,  han pasado a ser simples conceptos variables, eso sí, digitalizados, accesibles 24x7x365 en modo multicanal, multi-dispositivo y multi-todo, en manos de cualquier persona, sepa o no de lo que escribe (o sepa propiamente escribir), y, en el peor (por real) de los casos, en manos de máquinas que gracias a sus algoritmos interpretan, manipulan, ordenan, segmentan, asocian, eliminan o añaden según convenga al creador de la rutina de cálculo.


Valga como muestra un botón, que ojalá fuera ejemplarizante, lo sucedido ayer durante la elección del nuevo Papa: desde el momento en que el humo blanco asomó por la chimenea de la Capilla Sixtina,  simbolizando con ello que los cardenales reunidos habían elegido al nuevo sucesor de Pedro con dos tercios de los votos, los motores de indexación de los grandes buscadores de Internet, los editores anónimos (o no tanto, ya que dicen las malas lenguas que tanto la CIA como el Vaticano son las máximos “correctores” de este proyecto social) de la Wikipedia, las reglas de cálculo de las casas de apuestas y los buscadores semánticos sobre texto no estructurado de las redacciones de los medios de comunicación, empezaron a echar humo intentando ser los primeros en acertar con el nombre del Papa.

Sin mencionar a los millones de seres solitarios que soltaban su limitado bagaje intelectual en las dichosas redes sociales, sin respeto alguno por la verdad, por la importancia del momento para los creyentes católicos o la idoneidad de sus comentarios ofensivos o jocosos hacia miles de millones de seres humanos. 

Y todo ello con el añadido mercantil de la publicidad asociada a toda la navegación por Internet, alma mater esta mercadotecnia de todo el tinglado agrupado bajo las siglas “www”, que más que “world wide web” deberían ser “wwc”, es decir, “what we clic”, motor principal (por lucrativo) de la evolución tecnológica de los últimos decenios.

No se trata de decir verdades, de aportar algo a la ciencia, a la cultura, al bien común. Se trata simplemente de ser el primero, de generar el suficiente tráfico digital para que el ratio de “clic-through” de los anuncios alcance ese margen necesario para que el negocio de la publicidad siga disfrutando de sus beneficios contantes y sonantes, pero sin que la humanidad se beneficie en nada de todo el montaje.

Obviamente, nadie acertó con sus predicciones en esa larga hora que medió entre la salida del humo hacia el cielo romano y la aparición del nuevo Papa Francisco en el ventanal de la colegiata.

Por mucho “Big Data”, servicios en Cloud, capacidad de cálculo, granjas de servidores en batería, algoritmos cuánticos, manipulación interesada o desinformación planificada, nadie estaba preparado para este resultado.

Y yo que estaba ilusionado con que el Papa fuera negro y llegara por fin ese apocalipsis anunciado y tan necesario, me encuentro ahora con un Papa argentino y futbolero.  

Dios nos coja confesados.

Entre las redes sociales, la publicidad personalizada hasta en la sopa y las previsiblemente eternas, floridas y psicoanalíticas homilías del Santo Padre, para no ser menos que los millones de argentinos parlanchines, no habrá donde esconderse.

P.D. Ruego se tome este último párrafo como pura ironía. No he tenido ninguna intención de insultar al Santo Padre, ni menos aún a los Argentinos, que a pesar de algún pequeño defecto que puedan tener (como todo ser humano) siguen siendo parte de esa gran patria Hispana de la que formo parte.