martes, 30 de diciembre de 2014

Burning Christmas

Extraña Navidad que por desgracia ya ha pasado. 
Extraña porque este año no ha sido la tradicional, en familia y con el añorado cocido catalán, y por desgracia porque ya ha pasado y ha sido la Navidad más deseada de mi vida. Por lo menos hasta donde consigo recordar. Sabiendo lo selectivo que puede ser el cerebro, capaz de arrinconar recuerdos buenos y malos, no dudo que en algún otro momento de mi infancia o juventud haya sentido una ilusión parecida, pero no consigo recordarlo.

Fiestas estas las navideñas que como sabéis algunos de mis lectores suelo relatar cada año, o bien alabando lo bonito y detallista del evento en casa de mi tía, o bien criticando la falta de espíritu navideño real: el amor, el cariño, la solidaridad, la generosidad o el agradecimiento que se convierten por imposiciones externas en afán de gastar, en reencuentros forzados, en opulentas comidas y en asistencias a misa con una total falta de convencimiento o sentimiento religioso. Esa doble moral o falta de cultura que lleva a la gente a convertir una celebración familiar y de amor en una necesidad imperiosa de aparentar, consumir y comprar todo aquello que nos van inyectando desde los medios con tanta antelación que hasta se han llegado a ver este año anuncios “navideños” cuando los lugareños aún se bañaban en las playas del Levante español. Anuncios adelantados y exageradamente comerciales y sin valor humano si los comparamos con el de Campofrío de este año, que justo antes de fiestas consiguió emocionar a más de uno. O el de Manolo de la lotería, aunque éste último haya triunfado más por sus variantes graciosas que por su innegable fondo emocional.

Pero bueno, este año no me voy a dedicar a criticar a nuestra perdida y materialista sociedad. Tampoco hay que perder la esperanza: hay mucha buena gente que no ha sido abducida por el sistema, que se ilusiona por Navidad con toda naturalidad, que  la celebra en familia y con cariño, que prefiere el momento al montante de los regalos, la compañía de los suyos a la muchedumbre de las calles y las sonrisas sinceras de pequeños y grandes a las risas artificiales de los “famosos” de la tele. Y que son felices por Navidad. Como lo he sido yo este año.

Pendiente de una cuenta atrás de varias semanas, cual calendario de adviento o cartilla de recluta marcando los días que faltan para la celebración o la licencia,  llegó la semana de Navidad en la que se me juntaba una mudanza a un nuevo hogar con la esperada visita de una increíble persona del Norte que ha entrado en mi vida como una racha de viento fresco que trae alegría y felicidad. Matrix, para entendernos. Casi nada para afrontar las fiestas. Como si yo no fuera ya lo suficientemente emocional para encima añadir sentimientos tan intensos a la siempre complicada Navidad. Ya te digo. O anda que no. Lágrimas anunciadas podríamos llamarlo.

Una preciosa Nochebuena en “familia”, es decir, con la familia Ramiro Torres, que después de tantos años igual es más familia que la sanguínea. Sin afán de criticar a mi familia, pero la normalidad, naturalidad y sinceridad con la que me acogen estos magníficos amigos año si año también es tan gratificante que no se echa de menos nada. Te sientes como en casa. Arropado y acompañado. Como por los mensajes de Cris y mi hermano preguntando por mi estado. O por la continua y tan natural y agradable conversación con Matrix,  desmontando a todas horas la pesadilla de la cuenta atrás, que al final se convirtió en un acelerado cronómetro ayudado por su  constante compañía. Gracias peque.

Después de una misa de Navidad en la parroquia alemana, corta, con poca asistencia y nada especial, y un menú navideño un poco extraño, a base de huevos al microondas, con la nueva casa adecentada, decorada y ya convertida en el nuevo
Rommeland, como han bautizado a mi casa mis amigos, ya solamente quedaba esperar al día de San Esteban, segundo día de Navidad en muchos países y regiones de España, como en Cataluña, para disfrutar de Madrid en buena compañía. Y de un concierto por la noche que prometía. Como así fue. Pero ya llegaremos a él.

Teniendo el intercambiador de autobuses a 15 minutos de casa y sabiendo que el autobús de ALSA llegaba a las 12:15, obviamente me planté en la estación a las 11 de la mañana. No fuera a ser que se me escape. A partir de aquí, llegó la Navidad. Y sin ningún atisbo de exageración. Si entendemos como decía antes las fiestas navideñas como momentos de alegría, de felicidad, de cariño, hasta de amor si se me permite, pues ahí empezó. En una ruidosa y llena estación de autobuses.

Un agradable paseo por el barrio de las letras de Madrid, con paradas aquí y allá para beber alguna caña, como en la Dolores o el Naturbier (por aquello de la cerveza artesanal y encima alemana) de la plaza Santa Ana,  y un pequeño problema final para encontrar el parking, culminó con la llegada a casa,  con regalos navideños emotivos y bonitos y un rato de descanso antes de volver a salir.

Y llegó el concierto de Burning. Sin prisas, con algunas cervezas antes para hacer tiempo, disfrutamos de un gran espectáculo, entre la espada y la pared, es decir, entre el público que abarrotaba la sala y el segurata de turno que controlaba nuestros continuos intentos de fumar. Y que a la postre se portó muy bien perdonando la “infracción” hasta en 3 ocasiones sin llegar a amenazarnos con la expulsión. Gracias amigo. Eso se llama espíritu navideño. 
Gran concierto, buena sonoridad como decía el Perchas, cantando a voz en grito todas las canciones, fueran conocidas y me supiera la letra o no, y una vuelta a casa extraña, cargada por un lado de felicidad y por otro de una inoportuna tristeza. 


Aún le doy vueltas a mis juguetonas y resistentes neuronas sobre el qué, cuándo y dónde se rompió temporalmente la magia. Temporalmente, por suerte. Pero hizo crac.

Nada extraño tampoco. La compañía, la convivencia, la verborrea, la bebida, la música, la fiesta, la extrañeza.., todo ello son factores que influyen en los sentimientos, hay subidas, hay bajadas, hay silencios y ruidos, hay sonrisas y lágrimas. Se llama vida. Se llama caminar.

Así acabó una gran noche, con las notas de “No es extraño” de Burning resonando y su letra llevada hasta el final “hallándome en casa sentado en el suelo y hablando con la pared”. Lágrimas anunciadas, como decía al principio.

El resto del fin de semana, perfecto. Mejor imposible. Sin prisas, sin horarios, sin planes, hasta sin autobús de vuelta. Hablando, riendo, bebiendo, comiendo, paseando. Cosas simples, momentos, comentarios. En compañía. Con un grado de complicidad y amistad suficiente para reir de los mismos chistes, maldecir a las mismas personas que andan demasiado lento, buscar al unísono las aceras vacías u optar por un bar tranquilo para disfrutar de una simple cerveza. 

Nada más ni nada menos. Un final de la Navidad diferente. Pero reconfortante. Y feliz.


De eso iba la Navidad creo recordar. De ser y hacer feliz. Lo soy y lo intento.





martes, 9 de diciembre de 2014

El Kiwi

Casi todos conocemos la fruta llamada Kiwi. Muy de moda en los últimos decenios, se trata de una planta trepadora originaria de China que posteriormente se ha ido introduciendo en muchos países, entre los que destaca Nueva Zelanda. Y de ahí viene su nombre (cosa que obviamente desconocía y he tenido que investigar, como creo que pasará a muchos de mis lectores): como en Nueva Zelanda el pájaro “no volador” endémico se llama Kiwi en el idioma aborigen maorí, y la fruta de la planta Kiwi se parece un poco al cuerpo del pájaro Kiwi, pues le pusieron este nombre al dulce fruto. 
Y de esta guisa se ha extendido por todo el mundo: se usa en postres, en helados, en ensaladas, me imagino que también en los tan variados y ridículos Gin Tonics y, para mayor sorpresa, 
hasta para dar un toque especial a los puerros de Sahagún, herencia éstos últimos de los monjes benedictinos que procedentes de Cluny se asentaron en esta región bajo el reinado de Alfonso VI de León. Aunque me imagino que por esa época, el siglo XI, siglo de Cruzadas, poco Kiwi habrían probado monjes, caballeros, nobles y sirvientes. Pero nunca se sabe: igual algún habitante muy espabilado de esta región tan bonita de España se adelantó en un siglo a Marco Polo y se trajo unas semillas de kiwis desde la lejana China. No olvidemos que los españoles seguimos usando la expresión “Ancha es Castilla”, que viene a significar que “como nadie nos ve al estar tan poco habitada podemos hacer lo que queramos sin que nos pillen, sin presiones ni obligaciones”. Pues siendo tan fácil ocultarte por esos lares no cuesta mucho imaginar a un lugareño cruzando el globo en busca del complemento ideal a los puerros, sin que alguien note su larga ausencia. 
Como aquel marido que dijo lo de “bajo a por tabaco un momento” y no volvió hasta pasados 20 años. Igual es el mismo que se trajo la fruta exótica. 

¿Y a qué viene hablar de Kiwis? Pues a esa cosa llamada casualidad, cuando no “serendipia”, extraña palabra basada en la “serendipity” del idioma inglés que ha incorporado recientemente la RAE a la 23ª edición del diccionario y que viene a significar algo así como un “hallazgo afortunado e inesperado”.

Viajé al Norte con mi Zippo de rigor, en este caso uno con un pájaro Kiwi de adorno que me regaló un amigo que estuvo por las antípodas hace unos años, y en el par de días de estancia se dieron dos coincidencias: durante una conversación acabamos Matrix y yo hablando del Kiwi pájaro, no recuerdo el porqué,  y en un excelente restaurante de Sahagún, llamado “Asador el Ruedo II -  Bar España”, nos sirvieron puerros con Kiwi antes del anhelado (y por cierto excelente) lechazo que nos metimos entre pecho y espalda. Y yo con el Zippo de marras. Cuando tengo más de 20 Zippos diferentes preparados en mi caja para ir variando según mi estado de ánimo o el destino de la salida. Lo dejamos en casualidad. Pero divertida, en cualquier caso.  

Para no hablar de los dobles nombres de los bares y restaurantes. Otro misterio por descubrir que queda pendiente para la siguiente escapada: ¿por qué diantres tantos bares de la zona tienen dos nombres? ¿Tradición local, disputas familiares, triquiñuelas para engañar al fisco? Dios sabrá.

Nosotros nos quedamos un poco extrañados. Igual tendríamos que haber indagado un poco, pero estando ocupados todo el rato en pedir otra Mahou (y otra, y otra..)  se nos pasó. Prometo solemnemente indagar en otra ocasión e informaros a todos. Menos a policías o inspectores fiscales. No seré yo el que traicione o meta en un lío a un simpático habitante de una de las cuatro provincias que recorrimos en los tan cortos 3 días de esta reciente escapada.

Porque gracias a nuestro innato sentido de la orientación y encima ayudados por el inevitable navegador de Google, fuimos capaces en poco más de una hora de partir desde Palencia, pasar por León, tocar Burgos y rozar Valladolid, para acabar en el mismo pueblo desde el que habíamos partido. Cosas del paisaje y el momento, del sol, de la música, de lo a gusto que estábamos y de lo buenas que estaban la cervezas. Conociendo Castilla. En toda su anchura. Y felices. En resumen, libres.


Rizando un poco más el rizo, y sin ningún tipo de maldad o sorna, lo del Kiwi también podría aplicarse a una de las primeras personas que conocimos en Villada. Santi se llamaba, persona impedida y en silla de ruedas que portaba una concha del Camino y al que obviamente, por aquello del espíritu peregrino que siempre llevas dentro, entré al instante para charlar un poco. Desconozco si de nacimiento o debido a un accidente, pero el joven tenía tal grado de invalidez en brazos y manos que ni podía beber de forma autónoma. Cual Kiwi incapaz de volar al carecer de alas. Pero ello no fue impedimento para compartir una caña con él, darle de beber y pasar un rato agradable hablando del Camino y la Cruz de Hierro, punto más alto del Camino Francés situado entre Foncebadón y Manjarín, lugar clave y místico de la ruta jacobea y del que nos contó el chico que lo había visitado recientemente. En dicho lugar los peregrinos suelen echar una piedra traída desde casa y de espaldas a la cruz, simbolizando con ello el dejar atrás el pasado. La pena es que no coincidiéramos otra vez con Santi: hubiera estado genial despedirnos de él.


Hasta aquí lo del Kiwi. No intentaré ahora buscar los tres pies al gato (expresión por cierto incorrecta, ya que deberían ser cinco, aunque por culpa de Cervantes y su Quijote el pobre gatito ha quedado en el compendio de dichos populares amputado de por vida de dos de sus extremidades) y relacionar alguna cosa más con los pequeños pajaritos de Nueva Zelanda o la verdosa fruta china tan poco propia de nuestros lares pero tan popular en la cocina actual.

El resto de las anécdotas de este fin de semana tan espectacular y bonito son más mundanas: lectura de dos periódicos haciendo tiempo en el bar Viena, uno de ellos en ambas direcciones, haciendo honor a la palabra cagaprisas recién aprendida y plantándome en Burgos 2 horas antes de lo previsto, croquetas de bacalao exquisitas hasta sin bacalao, habitantes reincidentes que te encontrabas en todos los bares del pueblo, un baño espectacular con suelo radiante que invitaba más a una fiesta que a darle su uso natural como ducha (o a ambas cosas al mismo tiempo), cervezas artesanas estilo belga (igual herencia también de los monjes de Cluny), es decir, afrutadas en demasía para mi gusto, visitas relámpago desde el coche sin ni siquiera apagar el motor, un lechazo espectacular ya nombrado antes,  un sorprendente museo de la Semana Santa de Sahagún, un hotel rural encantador recomendable a todos luces (el Señorío, en Villada, Palencia), una dicha continua por la grata compañía, la complicidad y el bienestar, con un estado general de felicidad que no recuerdo haber vivido en muchos, muchos, pero que muchos años, cuando no decenios (y no digo jamás por aquello del gafe, no vaya a ser que despierte de mi sueño de golpe),  una casual y final visita a Castrojeriz que compensó con creces por su cuidado y coqueto núcleo urbano y su simbología peregrina presente en todos lados, pueblo en el que por cierto lo único extraño, por su ubicación geográfica,  fue ver anunciadas gambas en todos los bares, y una vuelta a casa cargado de ilusión y en un estado de júbilo embriagador.


Como si al pobre e impedido kiwi le crecieran alas de golpe. Y pudiera volar en total libertad sobre los campos de Castilla admirando su belleza desde lo alto. Y que tuviera, claro está, una peque y adorable kiwi femenina al lado para ir piando un poco. 

Que la alegría no solamente da alas. 
También suelta la lengua. Como a mí.