lunes, 24 de enero de 2022

Un poco de música

He preferido esperar unos días a que la "Meat Loaf manía" se calme para escribir esto. Por aquello de no parecerme a los cientos de tertulianos, políticos y periolistos treintañeros que de golpe se han declarado fans incondicionales del fallecido cantante desde que nacieron. O antes.

Porque ya es sorprendente que por un disco premiado, realmente logrado e inolvidable como el “Bat out of Hell”, publicado en 1977, la fama de Michael Lee Aday, su nombre real, haya llegado a nuestros días con tamaño impacto para que abra y cierre telediarios y programas de variedades. Un verdadero mito, como para otros imbéciles puede ser el misógino asesino Che Guevara, el bailarín Leroy de “Fama”, un reguetonero machete en ristre o Rosalía y sus soeces y burdas canciones. Allá cada cual con sus idolatrías.

Pocos conocerán mucho más de este artista (ni yo conocía tantos detalles), sus 12 discos o su participación en cientos de películas o programas de televisión, como mucho les sonará su estelar papel como Eddie en la película de culto “Rocky Horror Picture Show”, en la que, por cierto, el amigo Meat Loaf acaba convertido en deliciosos filetes para los invitados a la fiesta de Frank’n’Furter, el incomparable travestí interpretado por Tim Curry. Película que por cierto de tanto en tanto sigo mirando, y cuyas letras y escenas me sé de cabo a rabo. Y es que la admirable Susan Sarandon sigue nublándome la vista y provocando juveniles suspiros que hace años están en el baúl del quise y no pude que tenemos todos en casa.

Pero bueno, viendo el revuelo creado, sin duda ha muerto una estrella, un mito, casi un “one hit wonder”, cuya música nos ha acompañado a tantos boomers desde los lejanos setenta. Y de ahí quizás su inmensa fama: nosotros los boomers, nacidos entre 1950 y 1970, aparte de ser multitud, somos a estas alturas los más propensos a los recuerdos, la melancolía y el repaso de nuestra vida pasada, existencia que pasito a pasito se acerca a su final. Si estamos vivos, claro está, porque la sangría entre nuestras filas por culpa del virus y su pésima gestión ha sido terrible. Como también lo ha sido entre los músicos: si repasas la lista de los 854 artistas fallecidos en el 2021 alucinas…, aunque solamente conozcas a uno de cada diez. Por lo menos en mi caso, y eso que me las doy de melómano, aunque no sea más que un simple aficionado.

Un repaso a nuestras vidas que en muchos casos está ligado a la música. A esas canciones que nos han marcado a todos (a cada uno las suyas, se entiende), y que yo mismo recuerdo cada tanto con algún tuit utilizando alegremente la etiqueta #Musicwasmyfirstlove, hashtag que obviamente nadie sigue ni reutiliza. Esto de no ser un influencer tiene estas cosas, como si lo escribiera un pobre pollo desafortunado llamado Calimero o Tristón, el llorica amigo de Leoncio.

La música tiene eso, es un resorte infalible que activa nuestro cerebro de una forma muy intensa, quizás mayor que una fotografía, un relato de hechos pasados, el olor al cocido de la abuela o una buena borrachera. ¿Quién de nosotros no se pone en guardia cuando oye lo de “On a hot summer night, would you offer your throat to the wolf with the red roses”? … y de inmediato empieza a mover el cuerpo tarareando “You Took The Words Right Out Of My Mouth”. Una melodía que nos traslada a nuestra época dorada: la adolescencia, la juventud, al tiempo de ilusiones, de sueños, de hormonas hiperactivas, de amores y desamores. De nerviosas esperas a la chica deseada, de la inseguridad a pedirle bailar un lento y de las semanas posteriores llorando cual pimpollo con la casete, etiquetada obviamente “Canciones Tristes”, echando humo en el loro. El fin del mundo, uno más de tantos que vamos viviendo a lo largo de nuestras vidas. Cuando bien sabemos que fin solamente hay uno, impredecible e inevitable. Los demás nos los creamos nosotros, en esa exageración de los sentimientos tan normal en la juventud y tan artificial a estas alturas, ya solamente inducida por aceleradores químicos o por un simple y decadente masoquismo. La edad, amigos, que no perdona.

Pero que diantres: si tenemos la música. Ese imborrable recuerdo, ese amor, esa locura de fiesta, aquel viaje, la rabia del fracaso, la emoción del triunfo… todo ello ligado a tres acordes, cuatro estrofas y un refrán que no olvidaremos jamás; mientras que hoy en día el nombre de las personas que te acaban de presentar a la media hora ya se ha fugado por las rendijas cada vez más amplias que se abren camino entre las neuronas de tu cerebro. Como dijo en su día Luis Aragonés: “no me presentéis a nadie más, ya conozco a suficientes personas”. Una forma muy suya de asumir y explicar que al rato no se va a acordar (y una frase que uso por enésima vez en mis artículos…, lo que digo, las neuronas que cada vez están más aisladas).

Empezó pues el día que ha inspirado este artículo con la noticia del fallecimiento de Meat Loaf, y como era laborable y el teletrabajo permite estas cosas, escuché el Bat ouf of Hell I y II mientras me dedicaba a mis tareas profesionales. Y del repaso de dichos discos, ese mágico gatillo que es la música empezó a hacer de las suyas, llevándome a uno de esos viajes nostálgicos que solamente pueden generar las notas de una canción o algún psicotrópico de calidad. Salté por extraña razón a Carlos Nuñez (creo que salía nombrado en algún artículo), y de ahí a Paddy Moloney, adorado e irrepetible líder de los Chieftains, también fallecido recientemente, en concreto en octubre pasado. ¡Qué pena lo de Paddy! La simpatía y cercanía hechas música, la preservación del patrimonio musical irlandés y celta en general sin malvadas intenciones separadoras, no como sucede por otros lares con sus tradiciones “milenarias” que no le hacen tilín a nadie. Un grupo de música tan integrador, tan abierto, tan simpático, tan eterno, que dio pie a una frase común entre músicos de todo el mundo: si no has tocado con los Chieftains, no eres nadie. Algo que por desgracia ya no podrá ser, porque me imagino que los amigos disolverán la banda después de la ascensión de Paddy al cielo de los celtas. Una pena.

Y por cierto, este jueves musical llegó como digno colofón al fin de semana anterior, un melódico viaje que empezó en una peluquería hablando sobre el día en el que murió la música, ergo de Buddy Holly, Don McLean y su American Pie, hasta acabar en una completa sesión de tarde/noche (como antaño, con servicio de bombonería en el intermedio), en esta ocasión acompañado por Don R, en la que pasamos mentalmente por todas las fiestas, viajes, alegrías y sinsabores de nuestras vidas, escuchando a Eric Clapton, pasando por Dire Straits, Céltica, Supertramp y Böhse Onkelz, acabando el empacho de recuerdos y cervezas con un concierto completo de José Luis Perales. Soberbio, por cierto.

Y también acabamos con todas las cervezas, el güisqui y los cubitos de hielo. Conociéndonos no creo que nadie lo ponga en duda.

La música, ancla en nuestro cerebro, sintonía de nuestros viajes inacabados, asidero infalible ante cualquier tormenta, refugio en momentos tristes y fiesta idealizada cuando la euforia nos embarga.

 

#Musicwasmyfirstlove

 

 

 

jueves, 20 de enero de 2022

El Cabo de Creus


Este pequeño artículo tendría que titularse “Cabo de Cruces”, para ser correcto y consecuente con mis usuales y furibundas críticas a los iletrados que utilizan los endónimos cuando hablan en un idioma que posee un exónimo, léase decir Girona cuando en español se llama Gerona o Aachen cuando en español la ciudad carolingia se llama Aquisgrán; pero desvirtuaría mis recuerdos de infancia y con ello todo este comentario (y eso que la ONU, esa zarpa del NOM que se mete en todo y quiere esclavizarnos sometiéndonos su maligno globalismo, hace tiempo recomendó no traducir los endónimos). Ellos sabrán el porqué. ¿De ahí lo de Beijing o lo de Myanmar por Pekín y Birmania? Ni idea. Tampoco me desvela, por cierto.

Quede pues así: hablemos del Cabo de Creus.


El Cabo de Creus, aparte de ser “el punto más oriental de la península ibérica, situado al norte del golfo de Rosas”, era una librería, papelería y quiosco de prensa situada en la confluencia de la Avenida de Sarriá con la calle Loreto de la Ciudad Condal, Barcelona. Ocupaba el local esquinero del edificio construido en 1961 por la Caja de Ahorros de Barcelona, que se extiende desde el número 28, esquina Infanta Carlota, hasta el 38, número de dicha librería en la esquina con Loreto y también de mi casa familiar desde 1962, año arriba año abajo, hasta 1992.

Por curiosidad me asomo al nomenclátor de mi ciudad natal para averiguar un poco más sobre el origen del nombre de ambas calles:

Calle Loreto: En esta calle estaba situado antiguamente el colegio de las monjas de Loreto de la Congregación de la Sagrada Familia de Burdeos, para chicas, establecido en 1863. Loreto es una ciudad de las Marcas (Ancona), Italia, centro de peregrinajes marianos”

Y la Avenida de Sarriá, denominada así desde 1961, “conduce al antiguo municipio de Sarrià, anexado a la ciudad en 1921”. Y durante muchos años llamada “Carretera” de Sarriá. Aún hoy en día los mayores suelen usar esta denominación.

Sorprende mucho que la calle Loreto ya existiera en 1942 y el colegio desde 1863…tema más que interesante para investigar un poco, más aún teniendo en cuenta los desmanes anticatólicos de los años previos sufridos por la gente creyente en Barcelona.

Y como en España somos muy de patrones protectores, pero en cambio protestamos cualquier acto de un patrón empleador, pues la empresa que gestionaba el canódromo existente en la esquina de enfrente (el mítico pero desconocido Canódromo Loreto) se encomendó a Santa María de Loreto. El vicio de la ludopatía (y sus ingentes beneficios) encomendado a la Virgen. Esa confusa doble moral que aún pervive por estos lares, como los viciosos puteros con inmensos crucifijos adornando su velloso pecho (Ábalos style), los padres de familia que justifican sus noches con travestis con un “pero los domingos voy a misa con mi familia” (frase verídica de un conocido que sin duda algún lector recordará) o los enfervorecidos y beodos rocieros (una minoría, que no se me alteren sus señorías) saltando una valla para llegar a la Virgen.

Estamos situados pues en el Cabo de Creus, con Loreto al Norte, Sarriá al oeste, Loreto Plus al sur y el centro de la ciudad al este. Lo de Loreto plus es por una frase inolvidable de mi padre, que rezaba: “Loreto, la mejor calle de Barcelona: 1 cine, 3 restaurantes de lujo, 2 peluquerías, un hotel y dos barras americanas”. Ahí cada cual con sus preferencias vitales. Y bien pensado, a la mayoría tampoco le haríamos ascos.

Desde este punto estratégico partían pues mis pasos cada mañana: si era domingo, me tocaba bajar a comprar el Alcázar e ir a por un Montecristo (del 4) al Can Fayos o al Sandor. Siempre y cuando la noche antes el azar no bendijera a mi padre en alguna lujosa timba (el Círculo Ecuestre, el Tiro Pichón, la Hermandad de Alféreces Provisionales…) de la “gente de orden” con un rojo, par y pasa, y sobrados de dinero (temporalmente), nos fuéramos a comer al Tritón, el propio Can Fayos, el Cinco Villas o la Manigua. Este último restaurante por cierto era uno de los preferidos de la familia si jugaba nuestro querido RCD Español en Sarriá. En los años 70, eso sí. A partir de ahí llegó el declive y la desaparición de todo el entorno del mítico restaurante, sobreviviendo solamente la antigua sala de fiestas y en esa época ya lúgubre bareto colindante, el “Flores de Mayo”, local que para muchos de nosotros fue cuartel general, academia, confesionario, hospital y refugio durante varios años. Un cuartel general y un equipo de fútbol, el Real Club Deportivo Español, del que todo la familia, o casi toda, éramos y somos fervientes seguidores. Y de casta le viene al galgo: como nos contaba mi abuelo, nuestro bisabuelo fue durante años el masovero de la Masía de Can Rabia, antes de que su terreno diera paso a nuestro añorado campo gracias a la familia de la Riva.

En laborable, soplando vientos de levante, mis pasos se encaminaban hacia el oeste, al Colegio Alemán de Esplugas hasta1981 y posteriormente al Abat Oliva de Pedralbes y la Facultad de Derecho de la Diagonal; a Esplugas nos llevaban por turnos las madres alemanas del barrio, que eran varias (hasta el punto de que los hijos teníamos nuestro equipo de fútbol que jugaba en el pequeño campo del centro del Turó Park. Y que, como se entiende, se llamaba “Blau-Weiss”, blanquiazul en germano). Ejercían pues nuestras madres con toda naturaleza lo del car-sharing pero versión años setenta. Tampoco es que hayan inventado nada nuevo en estos últimos 40 años: como el sundrying, léase tender la ropa al sol, o el tan novedoso y ridículo trash cooking que se han sacado de la manga últimamente. Que no es nada más que aprovechar los restos de comidas anteriores. Vamos, como los canalones por San Esteban. ¡Gilipollas! Y atentos, que nuestro ninistro de consumo, el lerdo comunista de salón Garzón, ahora ha empezado a promocionar las fiambreras, los táper. Nunca en la historia hemos tenido a tal lumbreras intentando regir nuestras vidas y decidiendo lo que es bueno y lo que no para nuestra salud, el clima, el bienestar de los animales y la vida en general. Por un módico sueldo de 75.000€, eso sí. Que su esfuerzo, su iniciativa y su genialidad tienen que recompensarse debidamente.

En el Cabo de Creus esperábamos a mi padre a que saliera con el coche del parquin de Infanta Carlota, justo delante del monumento a José Antonio Primo de Rivera, erigido en 1964 por suscripción popular (es un decir), y derruido en el 2006. Destrucción que se llevó a cabo invocando la Ley de Memoria Histórica, y que tuvo la repuesta de algunos valientes que se enfrentaron a las grúas y sus operarios, hasta que la policía disolvió la pequeña resistencia a su manera habitual, es decir, a porrazos. Lo gracioso es que se derribó el monumento, se eliminó el estanque…, pero se mantuvieron (y creo que siguen ahí) las farolas que alumbraron el entorno en su inauguración y durante los siguientes 42 años. Farolas que por cierto no son las clásicas del barrio, ya que fueron “requisadas” unos días antes de alguna calle de la Zona Franca, a fin de darle más brillo al evento. Lo sé de muy buena tinta: mi padre obtuvo la subcontrata para el desmontaje y montaje de dichas luminarias, y dirigió la operación, que se realizó con nocturnidad, pero sin alevosía, para evitar quejas de vecinos o críticas infundadas (o fundadas, depende como lo mires).

El Cabo de Creus, faro de mi vida y de tantos y tantos recuerdos que darían para todo un libro. Las tardes subiendo al Pippermint, al Up&Down, al bar Tomás en mayor de Sarriá, al Barbero de Mandri, el paseo casi diario hasta el campo de Sarriá, tema que daría para una pequeña enciclopedia, las misas en la parroquia alemana de la calle Porvenir o en la iglesia redonda (San Gregorio Taumaturgo), los pollos al ast del Kikiriki, el vil asesinato de Frédéric Roquier, qepd, a escasos metros del Cabo, el Corrientes 348 con sus provoletas y su chimichurri, la casa del estimado y añorado Miguelón. En fin, toda una vida.

 Continuará. O no. Nunca se sabe.