lunes, 29 de agosto de 2011

No hay tutía

No hay manera. De año en año, mes a mes, semana a semana y día a día hago esfuerzos sobrehumanos para poner buena cara, para intentar ser positivo y ver un resquicio de luz entre tanto nubarrón que cubre no ya mi “terruña”, es decir, mi ciudad de Barcelona y mi tan querida  Cataluña, sino que se ha posado cual “cumulonimbus amenazante sobre toda esa gran España que tanto queremos y a la que tan pocos favores hacemos. Ríete tu del huracán “Irene” ante lo que estamos sufriendo en esta península tan agraciada en lo geográfico y tan desgraciada en lo social y político.
Mi hermano me regaña por el tono negativo de todo lo que escribo, una compañera de trabajo  me propone irme de viaje a cualquier resort playero “todo incluido” a intentar superar mi “supuesta” depresión y recuperar con ello la alegría de vivir, y muchos más me llaman monotemático y consideran que estoy obsesionado con la situación política y social de España, que no hay para tanto. 
Pero ni unos ni otros entienden realmente lo que pasa.  O no lo quieren ver. Están tan desinformados por leer y fiarse de los medios de comunicación “oficiales”, los del poder, los políticamente correctos, los de los partidos, ya sea del que actualmente gobierna o del que haya de venir (que no aportará cambios sustanciales a ningún “kpi” realmente importante de nuestra sociedad ), que cualquier atisbo de crítica, de desilusión o de fatalismo ante la situación de nuestro país lo tachan de exagerado y obsesivo.
Para explicarlo hay ejemplos veraniegos, y  muchos. Para dar y tomar. Aquí unos pocos.
Ejemplo primero: Los otrora dignísimos “Indignados” de los primeros días, léase del 15 de Mayo al 16 de Mayo, han desparecido y han sido derribados desde dentro por la ultra izquierda más rancia, anacrónica, dictatorial e intolerante que se ha visto en los últimos decenios en Europa. No hablo de revueltas de inmigrantes inadaptados, como en Francia hace unos años o en Inglaterra durante este verano, sino de una supuesta rebelión social recuperadora e invocadora de una “tercera vía”, que se ha quedado en agua de borrajas (o de cerrajas) barrida por los anti-sistema, los perroflautas, los infiltrados de los sindicatos, es decir, los vividores y receptores de prebendas y subvenciones varias a costa del dinero público, que no es de nadie (¿o de todos?) y los cuatro o cinco ricachos ¿artistas? izquierdosos que se apuntan a cualquier verbena en la que puedan tirar de prejuicios, de frases hechas contra la derecha, de invocaciones guerracivilistas,  y con ello vender alguna de sus obras y poder  seguir viviendo como burgueses, eso si, indignados y de izquierdas. Eso siempre.
Segundo ejemplo: Los lamentables hechos acaecidos durante la Jornada Mundial de la Juventud, en la que una minoría de pordioseros, traficantes y liberados sindicales se ha dedicado a insultar, agredir y menospreciar a ciudadanos jóvenes venidos de 193 países del mundo, con el beneplácito de las autoridades y la tolerancia “contra natura” de unos policías que acabarán, tiempo al tiempo,  cual Guardia Civil destacado en las vascongadas en los años 80,  ingresados en un psiquiátrico con la duda existencial si son ellos los malos o los buenos; estos sucesos tampoco es que aclaren mucho la tempestad que se cierne sobre España.
Tercer y último ejemplo: Y encima ver que un partido político de Cataluña de nuevo cuño, al que se han apuntado multitud de camaradas en busca del voto útil, amigos que hasta antes de ayer se llenaban la boca (y en la mayoría de los casos, todo hay que decirlo, de todo corazón) de palabras como justicia social, grandeza, nobleza, unidad nacional, y, sobre todo, ESPAÑA, ESPAÑA, ESPAÑA; pues ver que dicho partido va a rendir homenaje a una persona, llamada Heribert Barrera, cuya vida ha estado consagrada a la lucha contra España y contra nuestras ideas en general, izquierdista, exiliado durante el franquismo y luchador activo contra nuestro concepto de patria y de sociedad (¿masón?), pues que queréis que os diga, no me inspira a escribir ni una nueva “Oda a la Alegría” ni un libro de chistes sobre Lepe. Por muy buenos que fueran los chistes. Me deprime.
Y me llena de estupefacción y de rabia.
Pasmado por todo lo que está pasando en este país, cuya trayectoria se parece cada día más a la fatídica que tomó el Titanic en su primer y último recorrido, y enfadado por ver a tantas personas en el fondo muy válidas, a la mayoría de la sociedad, atrapadas en un mundo de mentiras, de falsos ideales, de incultura y materialismo, obnubiladas por el último cotilleo, por poseer la última versión del Iphone o por poder disfrutar de la telebasura, eso sí, en alta resolución (HD para los que ya no hablan ni español), pero carentes del mínimo rigor o de ganas por esforzarse en entender la verdad de todo, la trascendencia de nuestra propia existencia e intentar mejorar la sociedad de alguna manera.
Lo dicho. No hay tutía. O atutía, como se escribía originalmente el ungüento milagroso. Esto no lo arregla nadie. Por lo tanto, yo tampoco me siento inspirado para  escribir cuentos de hadas ni reescribir Bambi sin que muera la madre. Seguiré con mis obsesiones y mi fatalismo. Es lo que hay.


jueves, 25 de agosto de 2011

La guitarra y la flauta

Aviso previo:
Este artículo no ha quedado como pretendía. Es decir, no me acaba de gustar. La razón que me impulsó a escribirlo fueron los lamentables incidentes protagonizados por cuatro amargados anti todo durante la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid en este mes de Agosto. Y ante tantos artículos bien escritos opté por darle un tono más didáctico, como si fuera una fábula, para no caer en el recurso fácil de insultar y blasfemar. Que para esto ya les tenemos a ellos.
Visto el resultado final este escrito no ha salido como esperaba, ha quedado un artículo simpático, pero nada más. Por coherencia conmigo mismo no lo pienso borrar, pero que sepa el lector que mi intención no era esta. Seguiré escribiendo, aprendiendo y con suerte, mejorando. Si a pesar de ello lo lees, bienvenido seas.



Un relato para niños y "menos" niños

Con lo tranquila que estaba yo en mi rincón preferido de la casa, oculta tras una vieja y raída cortina y por lo tanto lejos de la vista de los pequeños diablillos (y sobre todo de sus múltiples amigos que suelen aparecer los domingos por la tarde), van los amos de la casa y se les ocurre montar un viaje a un país de Europa,  llamado España. No es que me molestara  lo del viaje, estoy bastante acostumbrada a quedarme tranquila en mi rincón mientras la familia se va de vacaciones a la costa, pero es que esta vez habían decidido llevarme con ellos. Que pereza, dios mío. Me parece que la última vez que me sacaron de casa fue hace 10 años, el día en el que se casaron los vecinos,  jornada en la cual a mis amos les tocó amenizar la fiesta con sus cánticos y mis sones.  Anda, disculpad, que  se me ha pasado comentarlo: yo soy una guitarra.

Nada del otro mundo, una guitarra acústica normalita, plebeya como a veces me llaman mis amos. Poco que ver con las esnobs del vecindario, las Gibson, Fender, Ovation y demás.  Pero sigo sonando bastante bien,  mi mástil tiene poca desviación y las cuerdas aguantan lo que le echen (bueno, excepto a la pandilla de los diablillos y su poca sensibilidad con los instrumentos antiguos). Por esta razón me tienen escondida.  Por cierto, mis amos se llaman Paul y Mary. Ya sé que no son nombres muy originales, pero aquí en el recóndito “Outback” de Australia casi todos se llaman igual. Así acaban confundiéndose cuando montan sus juergas a base de carne de canguro, cervezas, más carne de canguro y más cervezas. Y mira que hay nombres. Tampoco entenderé jamás la obsesión que tienen con la cerveza, y suerte que lo de ponerse a cantar y tocarme se les ha ido pasando conforme han ido apareciendo en sus vidas los retoños. Ahora se tienen que dedicar a vigilarles a ellos y ya no disponen de tanto tiempo para entonar sus canciones de campamento, sentados alrededor de la hoguera y, cómo no, bebiendo cervezas sin parar. Ahí he salido ganando, que ya me tocaba. Han sido muchos años de trajín, y una ya no está para aguantar las versiones caseras del “How many roads” o del “We shall overcome” durante mucho rato. Aunque, modestia aparte, sigan sonando bastante bien.  Pues eso, que nos fuimos todos de viaje, a Europa nada menos, los amos, sus hijos y yo.

El suave traqueteo del avión se interrumpió de golpe, y al poco rato caí sobre la cinta transportadora con un suave “chof”.  Podría haber sido peor. He sobrevivido momentos más duros a lo largo de mi vida, en furgonetas de todo tipo, en  canoas, barcos, motos y hasta tractores.  Impaciente por ver la luz, me quedé pensativa recordando los años pasados junto a mis amos, los primeros acordes de Paul, la rítmica pandereta de Mary (¿qué habrá sido de ella?),  el debut oficial  en la parroquia del pueblo, las largas noches de acampada, los románticos achuchones en la oscuridad,.. toda una vida.  Ensimismada en mis recuerdos me armé de paciencia, porque seguro que no me sacarían de la funda hasta que llegáramos  al destino. Por lo que había oído en las conversaciones previas al viaje íbamos a una reunión mundial de jóvenes. Como si Paul y Mary fueran jóvenes. Anda que me río. ¿Si yo me siento vieja y ellos me compraron antes de casarse y engendrar a los tres diablillos, a que viene esto ahora?  ¿Reunión de jóvenes? Espero que no les de por tirar de repertorio trasnochado y me destrocen con su mítico “Dust in the Wind” y similares. Que aguantar un par de acordes vale, pero sufrir un largo punteo en mis carnes a estas alturas no sería de recibo.
Pasado un rato un murmullo cada vez más fuerte me sacó de mi viaje en el tiempo. - Venga, abrid la funda de una vez, me dije a mi misma. Y, que alegría, se hizo la luz. Sorprendida miré a mí alrededor. Estábamos en una gran sala, parecía un gimnasio, como el del colegio de los hijos de Paul y Mary, pero muchísimo más grande. Estaba llena a rebosar de jóvenes, de sacos de dormir, de mochilas, de pequeños monstruitos corriendo arriba y abajo, y, cáspita, a poca distancia hasta pude apreciar dos o tres guitarras, algunos tambores y hasta me pareció ver a lo lejos una trompeta bastante nueva.  Que ilusión, no era el único instrumento musical. Mientras mis amos iban y venían, daban de comer a los pequeños y hablaban con todo el mundo, me preguntaba de dónde había salido tanta gente y  también en qué idiomas hablaban. Porque no entendía mucho (más bien nada) de lo que decían. Eso sí, divertidas debían de ser las conversaciones, porque todo eran risas, abrazos y acrobáticos saltos entre mochilas de mil colores. Al rato se empezaron a oír los primeros acordes y Paul no tardó en agarrarme por el mástil, retorcer mis blancas clavijas y con maestría se unió a la canción que estaban cantando los del grupo de al lado. “Oh happy day, oh happy day, when Jesus washed.” Saqué lo mejor de mi renqueante madera. Esta canción me encantaba, y hacía años que nadie la hacía sonar conmigo como protagonista. Así estuvimos bastante rato, de canción en canción, y cada vez se iba uniendo más gente. Realmente parecía una de esas fiestas que celebraban Paul y Mary hace años en el bosque, pero con muchos más amigos.  Me imagino que esta España debe de ser muy grande, porque que yo recordara jamás había sonado para tantos jóvenes a la vez.  Y que bien cantaban.
Al cabo de varias horas se hizo el silencio en la gran sala, y entre risitas y murmullos cada vez más tenues me quedé dormida, contenta y feliz por esta fiesta inesperada.
Al día siguiente se movilizó todo el mundo a primera hora. Mientras mis amos hacían cola para ir a los baños,  una chica muy simpática que conocimos la noche anterior se dedicaba a vigilar de reojo a los diablillos,  al tiempo que recogía su mochila y estiraba su chillón saco de dormir.  Me desperecé y miré a mi alrededor. Todo el mundo estaba en pie, sonriendo, cerrando y abriendo bolsas, como preparándose  para ir de excursión. Pues qué bien. Ya tenía ganas yo de ver este país tan extraño, dónde duermen todos juntos en una gran sala y cantan durante horas. Antes de que Paul cerrara la funda pude apreciar que mis amigas, las demás guitarras, ya estaban colgadas a hombros de sus respectivos dueños.  - Ojalá las vuelva a ver, pensé,  mientras nos poníamos en marcha.
Estuvimos dando vueltas durante mucho tiempo, escaleras arriba, escaleras abajo. Por el fuerte ruido y los frenazos creo que cogimos algún tipo de tren, aunque no oí en ningún momento un sílbato como el del antiguo ferrocarril que pasa por nuestro pueblo. Imaginé que serían trenes diferentes. Como el país.  Durante el resto del día me tuvieron encerrada en la funda, pero por las conversaciones intuí que todos estaban disfrutando de un gran día. Mis amos, los niños y la multitud de amigos que tenían en este lejano país,  visitaron museos, parques, se fueron a confesar (dudo que contaran todo lo que yo les  he visto hacer en los últimos años, aunque, bien pensado, tampoco había mucho pecado, más bien fiestas eternas y algún exceso con las omnipresentes cervezas). Finalmente, ya entrada la tarde, empecé a oír ruidos de un gentío que se me antojaba mayor que el de la noche anterior. ¿Sería otro gimnasio, más grande aún?  Intente atisbar algo a través de los pequeños agujeros de la funda, pero solamente veía sombras de gente que pasaba, arriba y abajo, sin cesar.
 Venga, sacadme de una vez, quise gritar.  Nada, no había manera. Avanzamos aún durante mucho rato rodeados de cánticos, risas, conversaciones ininteligibles, y constante saludos de Paul y Mary a mucha gente que no me sonaba de nada. ¿De dónde conocían a tantos extraños?
Finalmente paramos, me apoyaron en el suelo y todos, mis amos, los diablillos y bastante gente extraña, se sentaron. Y por fin abrieron la funda. Cegada por la luz miré a mi alrededor. Y me quedé de piedra.  Habían decenas, cientos, que digo, miles de personas, casi todas jóvenes, mirara dónde mirara. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha. Un mar de gente. Vaya con Paul y Mary, que callado se lo tenían. Lo máximo que había visto yo habían sido los cuarenta  amigos en la última boda, y aquí había por lo menos, no sé, ¿cien mil personas? Y guitarras. Conté por lo menos veinte sin mover mucho la vista. Vaya fiesta.
Nos pasamos lo que quedaba del día ahí, Paul y Mary hablando con todo el mundo, los pequeños corriendo, jugando, riendo, y a mí ya ni me metieron en la funda.  Era como una más de ellos, y pude disfrutar de un día memorable. Canciones antiguas, melodías nuevas, voces extrañas, idiomas desconocidos y un sentimiento de felicidad en todas las miradas.
De golpe, al llegar la noche, todo el mundo se calló. Supuse que habría llegado alguien importante, como cuando el “Father John”  entra en la parroquia de mi pueblo y todos se levantan.  Me quedé quieta, sin dejar que vibrara ninguna de mis seis cuerdas, y esperé pacientemente.  Se oyeron discursos, de nuevo en idiomas que no entendía, la gente contestaba y luego también sonó algo de música. Parecía como una misa, pero a lo grande. Y con muchísima más gente.  Simpático este país, pensé. Se reúnen a miles, cantan, bailan, y todo ello sin peleas, discusiones o gritos. Esto las otras guitarras del pueblo, por muy Fender que se llamen, seguro que no la habrán visto. Ya les contaré, ya.
Y de golpe empezó a llover. A toda velocidad me encerraron en la funda, y ya no pude ver nada. Oía las gotas caer sobre la gente, los fuertes truenos me hicieron estremecer, los reflejos de rayos creaban extrañas luces en el interior de la funda, pero sorpresivamente nadie se movió. Hasta siguieron cantando. Eso sí, sin las guitarras (sobre todo sin mí) no sonaba tan bien como antes. Pero un descanso tampoco me iba mal.  No sé muy bien cuanto duró la tormenta, pero cuando Paul me volvió a sacar de la funda todo el mundo seguía ahí. Las camisetas mojadas, los pelos chorreando, el suelo embarrado, algunos sacos de dormir llenos hasta los topes de agua, pero nadie ponía mala cara. Y al rato volvieron las risas, los cánticos, y todo siguió igual, y estuvieron así  durante toda la noche.

Sin que nadie se durmiera asomaron los primeros rayos del sol por el horizonte. Yo no salía de mi asombro. Si ayer, al llegar por la tarde, creí haber visto a miles de personas, ahora, a plena luz, no daba abasto para contar las personas que nos rodeaban.  Nadie se lo creerá en el pueblo, pero os puedo asegurar que había más de un millón de personas. O dos.


Y miles  de banderas de múltiples colores.  A lo lejos hasta pude distinguir alguna bandera de nuestro país, de Australia. ¿Serían vecinos del pueblo? Me quedé con lo duda.

Entre gritos de la gente, vítores atronadores y anuncios por los altavoces, que ayer ni había percibido, muy al fondo el “Father John” de este país empezó a celebrar una misa. Ya lo había pensado ayer, esto era como una misa en el pueblo, pero a lo grande. Pero que muy grande. Paul, Mary  y el resto de la gente siguieron la misa con mucha atención, y hasta los diablillos se portaron bien, por una vez, y se mantuvieron sentaditos y quitecitos sobre sus pequeños sacos de dormir.  Eso sí, cuando llegó el momento de darse la paz, casi me destrozan. Vaya peligro. Parecía que todo el mundo quisiera abrazar al más lejano. Y aquí no se daban solamente la mano, no, se besaban y todo. Que modernos, pensé, y con miedo a un pisotón involuntario aparté la vista hasta que pasó todo y cada uno volvió a su sitio.
Acabada la misa todo el mundo se empezó a abrazar, y lentamente comenzaron a llenar sus mochilas, a recoger sus cosas y a caminar, ordenadamente, hacia la salida.  Paul me colgó de su hombro, y poco a poco fuimos dejando atrás este escenario tan extraño. Yo aún seguía dándole vueltas al tema. Cientos de miles de personas, todos juntos, durmiendo un día en un gimnasio, otro en un descampado, y todos tan amigos. ¿Cómo serán entonces las bodas en este país? ¿O los cumpleaños? Ni me lo imagino.
Se repitieron los mismos ruidos que a la ida. Escalera abajo, escalera arriba, el tren sin silbato, y las conversaciones a mi alrededor que seguía sin entender.  Paramos en una plaza muy bonita, presidida con un inmenso reloj en el centro, y mis amos aprovecharon para dar de comer a los pequeños y acabar de despedirse de todos esos amigos que nunca antes me habían presentado. Por una rendija desconocida de la funda, que supongo que fue  resultado de algún tropezón nocturno, atisbé en la lejanía a varias de las guitarras de ayer. Estaban como yo, colgadas de los hombros de sus amos, que también estaban despidiéndose de otros grupos.  Se veía a todo el mundo contento. Y hasta seguían oyéndose canciones a lo lejos.
De golpe oí unos gritos extraños a mi derecha. Mis amos y todos los demás también se giraron sorprendidos. Eran los primeros gritos que oíamos desde que llegamos a este país tan curioso (y simpático, todo hay que decirlo). Bajo un portal llegué a distinguir a un grupo de personas, todas vestidas de negro, con unos extraños peinados en punta y altas botas que se me antojaron un poco fuera  de lugar en medio del calor estival, y que nos miraban con cara enfadada y gritaban no se qué.   Paul y Mary cogieron a sus hijos, dieron un último abrazo a un par de chicos con los que estaban hablando, y bajamos a toda prisa por unas escaleras.


En el último instante aún conseguí ver, en manos de una de esas personas tan extrañas vestidas de negro, a una pequeña flauta. Pobrecita. Estaba sucia, ennegrecida, triste. Intenté hacer sonar mis cuerdas para llamar su atención, pero fue imposible. Me siguió con su melancólica mirada mientras nos alejábamos. Y ahí acabó todo. El vuelo a Australia, la llegada a casa, la vuelta a mi rincón de siempre.
Y aún hoy me acuerdo de la pobre flauta.  Con lo bien que me lo pasé en este viaje, ¿por qué a ella se la veía tan triste y dejada? ¿Por qué no estuvo con nosotros? ¿Por qué no nos dejaron disfrutar de su dulce sonido? Nunca lo sabré.

martes, 16 de agosto de 2011

A mitad del verano, el final

Verano solitario, ciudad en calma y sus calles vacías. Los vecinos, ausentes, y con ello un merecido 'hasta luego' a sus jaranas,  a sus peloteras, al ruido penetrante de sus tareas domésticas.  Nada en contra, faltaría más, siendo ellos una familia numerosa con tres hijos adolescentes, multitud de primos y un grupo de baile del barrio, esforzado pero sin futuro triunfal a la vista; pero se agradece, el silencio.
Los cuatro bares de la calle, cerrados a cal y canto. Como por santa tradición corresponde a cualquiera de los barrios obreros de las grandes urbes españolas. Éxodo anual a los orígenes, a Extremadura, Teruel, Andalucía o Murcia. A las tierras que vieron partir a los dueños de dichos bares hace décadas,  con lo puesto y en busca de mayor prosperidad. Esa nueva tierra prometida que ahora les niega el pan de cada día, cuando no su propia identidad y libertad. Que poca ilusión sentirán de aquí unos días cuando las noches estrelladas de Agosto se agoten, el último toro de la feria del pueblo enfile los corrales y la cruda realidad les alcance. Suerte que en la mayoría de los pueblos ese toro no se llamará “Ratón” ni dejará familiares destrozados por culpa del alcohol y la inconsciencia. Que el pobre toro, ni negligente ni culpable.
Volverán a pisar la ruinosa estación de RENFE,  repleta de familiares, cercanos o lejanos; que lo de bajarse al pueblo en coche se ha convertido en un lujo al alcance de pocos. Eso sí, la bolsa de embutidos y hortalizas del pueblo seguirá retornando a las capitales llena a rebosar, pero los corazones de sus portadores palpitarán a un ritmo  inverso al natural. A contrapunto de la alegría. Lo bueno se quedará en el pueblo cuando el triste, angustioso día a día de la capital, asome a la vuelta de la esquina. Barcelona, Madrid, Bilbao. Destinos forzados de gran parte de nuestra población. Y así llevamos unos largos 70 años. Ni poniendo aeropuertos en La Mancha o trenes de alta velocidad en Toledo arreglaremos este desaguisado. Desarraigo en tu propia patria. Triste.
Y la playa, ese oasis de libertad mitificado hasta la saciedad: abarrotada.

Salvo a horas intempestivas. Horas que aprovecho para soñar despierto y trasladarme mentalmente (hoy se diría virtualmente) a otros lugares, fuera de mi alcance ahora y se supone que para el resto de mi vida.  Y como no van a estar llenas a rebosar nuestras costas si son la salvación de miles de familias. Reconversión forzada de desayuno y almuerzo en un único ágape a base de bocadillos a ras de arena, aceitunas rellenas y bebidas sin frío ni alma. Y a ver pasar los días limitando los gastos al máximo. 
¿Dónde están las mañanas de chiringuito, de olor a calamares, de cerveza con limón y paella en el segundo o tercer turno, hora en que los guiris, rojos cual gambas de Huelva pasadas por la plancha del implacable sol español, están a punto de cenar? Glorioso horario del sur de Europa. Horario que la Merkel o el gabacho de turno nos intentarán limitar a ciencia cierta. Por celos, que no por productividad. Tiempo al tiempo.
Cohetes, ruido y alegría para celebrar la Virgen de Agosto. La Asunción. Día en que, según la  tradición católica, la madre de todos,  la madre de nuestro Señor, fue llevada al cielo. Igual un presagio de que después del 15 de Agosto la vida terrenal deja de tener valor.  Pio XII lo convirtió en dogma. Por algo lo hizo. No hay vuelta de hoja. Lo bueno se acaba a mitad del estío.
Poco nos queda. Quizás el reencuentro con los compañeros de clase (ops, eso ya pasó hace décadas). O quién sabe, el poder relatar, con pocos detalles por si a alguno se le ocurriera  investigar, la historia de amor veraniego que vivimos todos. O quisimos vivir.
Nada, que no cuela. Otro simple intento de memoria selectiva: las historias de amor también se quedaron atrás.
Quizás nos salve un torneo de fútbol de verano. No pido ya un Águilas-Lorca, el clásico por excelencia, el más antiguo de España, con sus merecidos homenajes a los socios más queridos y fieles.

(Felicidades Sebastián)  Cualquier torneo de pacotilla puede servir.  Todo se acepta con tal de superar victorioso el ecuador del verano.  Media parte que significa su cercano final. Y por ende afrontar el otoño con las alforjas vacías, los sueños rotos y las ilusiones enterradas entre cuatro paredes,  que conforme pasen los días nos irán aprisionando  cual celda de castigo.
Feliz final de verano a todos. Disfrutad de lo que os queda.
P.D. Como contrapeso al tono derrotista anterior, tengo que reconocer que ayer disfruté de un día GENIAL. En mayúsculas. Con mis cada vez más listos, divertidos y sorprendentes sobrinos, mi cuñada y  sus atentos y generosos padres, rematado con una comida excelente en una  masía auténtica, alejada de los circuitos turísticos. Y eso que está a tiro de piedra de Lloret del Mal, antes llamado de Mar. No pienso dar más detalles. Mariano, lo prometido es deuda.  No vaya a ser que os roben este secreto tan bien guardado durante 45 años. Muchas gracias por todo. Compensa con creces la realidad que se avecina.


viernes, 5 de agosto de 2011

Prohibido girar

Lo que está sucediendo en España con el movimiento de los indignados del #15m, es decir, con la utilización alevosa y partidista del descontento de la sociedad por parte del partido en el poder (que no del gobierno, ya que este dejó de mandar en el preciso momento en el que malo de la película, un tal Alfredo,  ejecutó su golpe de estado interno y externo y pasó a dominar todos los resortes del poder en esta otrora brillante nación) y con el acceso al poder de los terroristas de Bildu,  gracias a la connivencia de este mismo partido, el PSOE  con su poder judicial esclavo,  no es de recibo.



A los “mitificados” indignados, que han acabado convertidos en una mala secuela de la serie de películas de Mad Max, se les da la cancha que haga falta, se les anima y se les protege, por mucho que ayer recibieran un poco de estopa a cargo de las Fuerzas de Seguridad (que por cierto ya les tocaba.) Y como el inefable Alfredo es un experto en dar una de cal y una de arena, pues les promete al mismo tiempo un lugar fijo, a poder ser un prado con chiringuito,  para poder sentarse con sus perritos, desparasitarse mutuamente, liarse unos canutillos, tocar la flauta y seguir riéndose del resto de la sociedad.
¿Cómo podemos aceptar que una sociedad que ronda los 50 millones de personas esté en manos de unos pocos centenares de pandilleros ociosos que campan a sus anchas por la Villa de Madrid sin que nadie se atreva a hablar claro, a explicarles que su libertad acaba justamente en el cruce bloqueado por ellos en el que cualquier persona quiere girar a la derecha para ir a cenar? (Va por ti, @Lupe_).
¿Y por otro lado, cómo podemos tolerar que los cómplices y los propios asesinos de ETA se hayan aupado al poder, campen a sus anchas por las provincias vascongadas,  insulten a las víctimas y se rían en nuestra cara sin que podamos reaccionar de ninguna otra forma que abandonando el escenario de las fiestas de nuestros pueblos y recluyéndonos en nuestras casas, cual gulag patrio rodeado de alambres y vigilado por estos seres repugnantes que también se llenan la boca de palabras como libertad,  pero que en vez de babas rebosan la sangre de casi mil inocentes muertos en aras de sus estúpidos, anacrónicos y falsos postulados?
Nada nuevo sobre la faz de la tierra.  Este tipo de gente, tanto los que mueven los hilos del poder en estos momentos, como los que alborotan por las calles de Madrid o Vitoria, son de la misma calaña. Son los que se llenan la bocaza (desde hace más de un siglo ya) de conceptos sumamente serios y respetables, como libertad, igualdad y democracia, hasta que la rabia les sale a borbotones por todos sus orificios, cual baba viscosa, cuando alguien osa pensar algo diferente a ellos o reclamar su parte de libertad. En ese preciso instante todas las mentiras que han ido soltando en su dulce y manipulador juego de controlar a las masas a base de ñoñerías, frases hechas, falacias, manipulaciones históricas y demás tácticas, se tornan en ataques de histeria, amenazas, persecuciones y en el peor de los casos, y la historia lo confirma, en arrestos, desapariciones o muertes. 
La izquierda, la mentirosa izquierda de siempre, que nunca ha movido un dedo más que por su propio interés. Que nunca ha creído en la libertad del hombre, ni en la igualdad, ni en la justicia. Que siempre ha aspirado a dominar al prójimo, a controlarlo todo, en aras de unos cacareados ideales que ni entienden, ni cumplen ni persiguen.
Y la mayoría de la sociedad, impasible, atontada con intención por los medios controlados por el mal, lo ve pasar todo como si fuera parte del juego. Como si la democracia y la libertad solamente signifiquen que una parte, la que manda en ese momento, pueda hacer lo que le venga en gana, mientras que la otra tiene que esperar su llegada al poder para vengarse y hacer tres cuartos de lo mismo. Venga ya. Esto no es democracia ni por asomo. Esto es una vil dictadura partidista, cuando no bipartidista. Como en muchas de las democracias del mundo.
Y esto es así porque les interesa a ellos. A los que “aman” mucho la libertad cuando se cita en las canciones de sus bardos de turno o cuando la pueden exprimir en discursos patéticos, carentes de fondo y forma,  ante la perplejidad de cualquier persona sensata, pero consiguiendo la infantil aprobación de su adicto público hipnotizado en su incultura.
Pero cuidado, cuando los demás reclamamos esa libertad verdadera, se ponen como fieras, nos insultan, nos tachan de todo, hasta de haber matado a Chanquete, y recurren a mil y una tretas para seguir en el poder con su libertad de jodernos a los demás.
Fuera. Fuera la casta política. Fuera la mentira. Fuera la falsa libertad. Todos queremos girar por donde nos plazca. O seguir recto y avanzar realmente para acabar con este sucedáneo de sociedad libre que han matado entre todos.