jueves, 16 de julio de 2009

La travesía

Desde que yo era muy pequeño, toda mi familia y yo nos embarcábamos hacia principios de Septiembre en un barco llamado “El Español”. Era un barco familiar, ni demasiado grande ni demasiado pequeño, en el cual año tras año se producía el reencuentro con muchísima gente que tenía la misma afición. Atrás quedaban los meses de soledad en tierra, adormilados por el sol y el tedio del estío, cansados de los familiares pesados, de la arena en todos las rendijas de la casa y de nuestros cuerpos, de los bocadillos pringados en la playa saturada de personas desconocidas, de las colas en los chiringuitos, de la sangría poco cargada, de las camisetas sin mangas de los lolailos de otros barcos odiados y hartos de nunca conseguir llegar a tiempo a por la pelota de Nivea que tiraban año tras año desde avionetas o helicópteros. Gracias a Dios estos meses pasaban volando, y el gran día de la travesía se solía preparar con más de un mes antelación en un encuentro entre barcos amigos, que tenían nombres históricos o mitológicos como Júpiter, San Andrés, Europa . Atracaban ese día en el protegido puerto de Sarriá estos pequeños barquitos, con sus simpáticas tripulaciones autóctonas, y junto a nuestro bajel surcaban las aguas de ese mar tan nuestro que a las pocas semanas se nos abriría de par en par para nuestra travesía anual. Se limpiaban las cubiertas, se presentaba el nuevo mascarón de proa, que junto a nuestros colores blanco y azul siempre nos deparaba alguna sorpresa, se ajustaba el aparejo, se presentaba la nueva tripulación, y al finalizar se inscribía en el cuaderno de bitácora el nombre del barquito mejor preparado y engalanado. Aún en tierra disfrutábamos de bandas y majorettes, cánticos y desfiles, y con la misma ilusión de cada año nos preparábamos para la gran travesía. El capitán de nuestro velero pronunciaba un discurso lleno de esperanza, y nos emplazaba a todos a luchar contra los elementos, unidos, para compartir un viaje lleno de aventuras y desventuras, con el común objetivo de llegar a buen puerto, sanos y salvos, y poder seguir así con nuestra tradición anual.
Nos importaba poco la velocidad de nuestra embarcación, el oleaje producido por los adelantamientos de los grandiosos buques de otras aficiones, los siniestros ataques nocturnos de las tripulaciones enemigas para secuestrar a nuestros mejores marinos o el continuo embarrancar en las diferentes playas que enfilábamos a lo largo de nuestra travesía. Siempre salíamos a flote; la unión entre la tripulación, los oficiales, el capitán y nosotros, los pasajeros, era natural, forjada en años de convivencia, de sentimientos comunes, de amor por nuestro pequeño barquito en el cual todo el mundo remaba en la misma dirección, sin protagonismos ni motines, sin intentos de imitar al resto de la flota pero si cuidando al máximo nuestro pequeño tesoro pintado de azul y blanco.Pero llegaron malos tiempos. La envidia de unos y la codicia de otros propiciaron que nuestro pequeño puerto de Sarriá, en el cual anclábamos nuestras anuales ilusiones, quedara destrozado en una tarde de tormenta tropical. Aún recuerdo los truenos que se llevaron por delante muelles, dársenas y esclusas. Boyas y balizas flotaban por el agua, y finalmente cayó el faro y con ello la ilusión de muchos, muchísimos años.
Aún riéndose de nosotros las demás aficiones desde lo alto de sus puentes de mando conseguimos rescatar a nuestro pequeño barquito, y nos lo echamos al hombro en busca de un nuevo puerto en el que anclar nuestros corazones y reparar aletas, alerones y brazolas. En estos momentos ya empezaron a producirse los primeros motines y deserciones. Amigos de toda la vida se rindieron ante la evidencia que nuestro barquito sin su puerto no era nada, que en el gran mar que teníamos por delante poco podríamos hacer. Aún así lo intentamos, encontramos un puerto nuevo, muy grande y frío para nosotros, y nos instalamos en sus tinglados para repasar nuestra querida embarcación y prepararla para los nuevos retos, aunque en nuestro interior seguíamos soñando con el pequeño y recogido puertecito de Sarria, con su calor familiar tan intenso que cada vez que lo oíamos nombrar se nos escapaba una lágrima por nuestras mejillas enrojecidas por la rabia y el dolor.
Fueron duros años de lucha contra los elementos. Año tras año y tormenta tras tormenta nuestro navío amenazaba con irse a pique, la tripulación cambiaba, los oficiales también, el capitán ya no era de la casa, de los de siempre, sino alguien desconocido que se subió por la borda en un momento de descuido, pero, a pesar de todo, resistimos. Fueron abandonando el barco muchos pasajeros de toda la vida, hartos de soñar con algo que no volvería, los oficiales se rebelaron, algunos abandonaron y cambiaron la mar por una isla solitaria en la cual contar su dinero, otros nuevos se subieron al bote para ver si podían integrarse en esta agrupación tan familiar, y poco a poco hasta el último pasajero perdió la esperanza de volver a navegar en su pequeño barquito partiendo del acogedor puertecito que durante tantos años fue nuestra casa.
Pero los milagros existen, y en una de las últimas etapas de la última travesía, cuando ya toda la madera del barco gemía como si fuera a reventar en mil pedazos, cuando ya ni las burdas podían mantener firmes los mástiles del “Español”, un vigía nos gritó desde lo alto del palo mayor: “Puerto a la vista”. Conforme avanzábamos empezamos a distinguir las letras que ondeaban a la entrada del puerto…, primero vimos que acababa en “á” y al unísono pensamos todos “mira, como Sarriá”. Sabíamos que no era nuestro pequeño puerto arrasado años atrás, pero la emoción que nos embargaba nos convertía en simples niños que creen en hadas, duendes y cuentos con final feliz. Como era de esperar, no se llamaba así, sino “Cornellà”, pero bueno, tenía un aire a lo que habíamos tenido antaño. Y de golpe nos sentimos de nuevo marinos, nos embriagó la ilusión de echarnos de nuevo a la mar, de luchar contra los elementos, de navegar en libertad, contra viento y marea, en nuestro querido “Español”, para volver a ser lo que habíamos sido siempre, una pequeña familia dispuesta a afrontar unida esta nueva travesía.

martes, 7 de julio de 2009

Una gran responsabilidad, un gran honor

Como podéis ver todos en el encabezamiento de mi discreto cuaderno de bitácora, llamado blog por culpa de la globalidad imperante, en la cual todo aquello que no se exprese en inglés parece anticuado o rancio (cuando nuestro común idioma es de los más ricos y vivos), incluyo el siguiente subtítulo “¡España ha sido, es y será, pero depende de nosotros!”. Esta frase no está ahí para hacer bonito ni para dármelas de filósofo, sino que viene a expresar un sentimiento que he compartido toda mi vida con amigos y camaradas. Hay algún otro artículo por ahí abajo en el que hago referencia a dicho sentimiento: las ganas de luchar por unos ideales, por nuestra patria común; la constancia en nuestra forma de ser, no solamente mía sino de la mayoría de mis conocidos, el concepto de la vida como una lucha persistente por defender algo mejor, por ayudar a alcanzar mayores cotas de justicia, de libertad, de gloria y de honor para esta nuestra gran patria llamada España.
Cada uno lucha a su manera. Unos en su trabajo, cumpliendo con sus obligaciones y ayudando a los demás a progresar en su vida, con su liderazgo, sus consejos y su ejemplo; otros en su vida familiar, dando amor y educación a sus hijos; algunos toreando contra viento y marea en Barcelona, como el incomparable diestro José Tomás volvió a hacer el domingo pasado en nuestra querida plaza de toros Monumental de Barcelona, y muchos otros militando en partidos políticos, agrupaciones culturales o equipos deportivos; sacrificando su tiempo libre en acciones de voluntariado, ayudando en su parroquia los domingos, o simplemente cuidando a sus familiares necesitados o prestando soporte económico a personas que realmente lo necesitan. Mil formas hay para ayudar a nuestra empresa común que se llama España, y, cómo no, otras miles de maneras existen de no hacer nada por ella. De estas segundas prefiero no hablar demasiado, acabaría insultando a los patriotas de fin de semana, a la España del fútbol y la borrachera (que muy bien conozco yo), de 20 enes folclóricos que acaban convertidos en una tira de fotos de un “feisbuc” o en un video subtitulado en el “youtube” , no, de estas no quiero hablar. Quiero simplemente nombrar a las otras maneras de querer a España, que “haberlas, haylas”. Escribir en un diario, sacrificarse como edil de un partido en un ayuntamiento de la profunda Cataluña, ser locutor en una radio perseguida y estigmatizada, cantar y editar discos patrióticos, diseñar camisetas sin otro afán que ver nuestra bandera luciendo sobre bellos cuerpos en nuestras playas o como crear este nuevo espacio digital para mantener viva una cabecera histórica como “El Alcázar”, que aunque ya tenga poco que ver con el diario fundado durante el histórico asedio al Alcázar de Toledo y el posterior periódico que se mantuvo en pie hasta 1987, y que bastantes de mis lectores jamás habrán llegado a leer, sigue siendo un nombre importante y honroso; todo esto son actos que ennoblecen, que demuestran que en España sigue habiendo corazones que laten al unísono, almas que no entienden la vida sin lucha, en definitiva, personas, seres humanos, que no estamos aquí en este mundo de paso para consumir, disfrutar, robar y menospreciar, sino que queremos dejar para la posteridad un mundo con valores, con honor, con cultura, con historia, un legado para otras generaciones que puedan disfrutar y enorgullecerse de llamarse Españoles. Como me enorgullezco yo de poder escribir mis pequeños artículos en este cuaderno y que encima aparezcan enlazados bajo una cabecera tan preciada como “El Alcázar”. Lo dicho, una gran responsabilidad, un gran honor.