martes, 28 de junio de 2022

Lumbreras


 

“El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”.

 (Miguel de Cervantes.)


Me topé el otro día con la frase “leer siempre lo mismo es peor que no leer”, por lo que, como esto va a ser más de lo mismo, eximo de leer a quien le cueste o no tenga interés. Y de paso puede seguir en su inopia cultural e intelectual, llena de emoticones, galletas chinas, frases simplistas, canciones infantiles, ritmos tribales, tiktoks, reels, stories,y demás bellas artes del siglo XXI. ¿Dónde fueron a parar la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, la literatura, la danza y el cine? ¿Cuántos de tus conocidos han ido últimamente a un museo, han leído un libro, han asistido a un concierto de verdad o han visto una película seria? ¿Y tú mismo? Buf, vaya pregunta a estas alturas. La respuesta obvia que espero de todos vosotros es un “¿Y a ti que cojones te importa, sabiondo? Que presumes de sabio sin serlo. Es decir, que eres un lumbreras.

Aquí es donde quería llegar: yo siempre he asociado y utilizado la palabra lumbreras en su sentido peyorativo, y en plural. Es decir, como un insulto hacia alguien que va de listo, que mete la pata, que es un sabelotodo. Y creo que a muchos de vosotros os pasará lo mismo.

Pero resulta que la palabra lumbrera, ya presente en el “Vocabulario español-latino de Antonio de Nebrija” en 1495, y en la RAE desde 1734 (estos datos son gracias a la tan útil e interesante web del proyecto IEDRA, como ya he comentado en varios de mis escritos), original y “oficialmente” no tiene una acepción negativa, sino todo lo contrario: “3. f. Persona que brilla por su inteligencia y conocimientos excepcionales”.

Pero con el tiempo esta palabra mutó en su intencionalidad, y se empezó a utilizar, casi siempre en plural, de forma despectiva. Tal como la conocía yo. Es decir, de una palabra polisémica (que tiene varios significados), paso a ser una antisemia, a significar lo contrario de su acepción original.

Suerte que hace mucho, mucho tiempo que perdí los celos, tan humanos por otro lado, a cualquier persona que sepa más que yo, o el propio miedo al conocimiento, ese complejo infundado que lleva al menosprecio o el insulto hacia aquél que sabe más y encima lo demuestra. Y ahí radica quizás la diferencia principal entre el singular y el plural del palabro de marras: la lumbrera es una persona que brilla por sus conocimientos, mientras que el lumbreras es un sabelotodo que te restriega día si día también palabras o hechos, recién aprendidas o conocidos, para sentirse más importante, más sabio y más protagonista de la fiesta.

Y aquí me asalta la gran duda: ¿yo mismo en qué lado de la balanza caigo, en el singular o en el plural? ¿En la femenina lumbrera o el masculino lumbreras? Porque encima, en su cambio de significado, se produce un cambio de género (esto son genéros, no las invenciones de las locas del coño y sus lerdos secuaces). Sinceramente, no lo tengo muy claro. Me encanta aprender palabras nuevas, conseguir tocar un nuevo acorde, acabarme un libro, aunque cada vez me cueste más, usar indistintamente durante una jornada laboral 3 idiomas diferentes (y hasta cuatro cuando me llaman desde las oficinas de Barcelona y usamos el catalán), cocinar un buen plato, andar 17 km del tirón sin derrumbarme, pero no me vanaglorio de ello. Lo veo tan normal, tan habitual después de 32 años de vida laboral usando varias lenguas, de acordes mal tocados y palabras mal utilizadas, de aprendizaje y mejora, de superación y hasta a veces de esfuerzo, que sería una pena y casi una imposibilidad ocultarlo.

Algo que pasa, por ejemplo, cuando te das cuenta de que hablas de cosas que los interlocutores o bien no entienden o que bien les interesan un pepino. Intentas adaptarte a la situación, lo que muchas veces te lleva a caer en el triste pozo de las conversaciones banales y superficiales, cuando no cutres y soeces. Charlas de las que por otro lado tampoco reniego, que no todo van a ser disquisiciones culturales de alto contenido intelectual. ¡Válgame, Dios! Tampoco soy yo aquí un sabio doctor, ni profesor emérito de nada. Una persona más, curiosa, inquieta, joven de espíritu y mayor de envoltorio. Y enamorado de los idiomas que unen (y no de las lenguas que separan, como ya titulé un artículo hace bastante tiempo).

Enamorado, en general.

Del amanecer, del frío y del calor, de la penumbra y de la luz, de las palabras y sus significados, de su origen y sus acepciones, de esa canción y aquella fotografía, del día y de la noche, de las miradas sinceras, de bonitas sonrisas, de bellos ojos, si verdes, mejor, de los sueños y de las realidades, de palabras y de silencios, de descansos y esfuerzos. De ilusiones y planes. De cambios de planes. De derrotas y victorias. Enamorado de la vida, en general. Lo que venga después, se verá. Dios proveerá. O el destino. Que cada cual lo llame como le salga del pijo. Como bien dicen por aquí en Madrid.




lunes, 20 de junio de 2022

Canciones

Las olas rompen el castillo de arena
La ceremonia de la desolación
Soy un extraño en el paraíso
Soy el juguete de la desilusión
Estoy ardiendo y siento frío

 

Lo prometido es deuda: vaya dedicado este artículo a Bea. Por abrirme las puertas de su hogar de par en par sin pedir nada a cambio. Y juro por Snoopy que jamás volveré a nombrar a tu abuela, aunque esté muy guapa en el cuadro que preside vuestro acogedor salón. 😉


Tengo un amigo que dice conocer a otro tipo que tiene un problema de erección. O de eyaculación precoz. O de lo que sea. Algo así suelen decir en los anuncios de la clínica Boston y demás centros médicos dedicados a solucionar problemas de esta índole. Describiendo de forma casi irónica la lógica vergüenza de los hombres ante situaciones tan incómodas. Que por suerte aún no aplican en mi caso, pero todo se andará. Que la edad no perdona. Aunque igual muera empalmado, como dicen que les pasa a los ajusticiados en la horca.

Pero a mí no me hace falta escudarme en un conocido de un amigo de mi primo para decir lo que pienso y describir lo que siento. Aquí escribo yo y hablo de mí. Y no de mi novela, que está pendiente de ser escrita. Hablo de mis andares por la vida y por España. Para eso creé este blog hace ya 18 años. Y ha llovido mucho desde entonces, aunque poco haya cambiado. Ni el clima, aunque los abducidos por Greta y su locos seguidores insistan en lo del cambio climático. Menos pelo, menos sueldo, menos vida por delante, y más recuerdos, buenos y malos, que me llevaré a la tumba.

Al lío pues: como bien sabemos, el dardo más mortífero no es el de los indios amazónicos, untado en curare o cualquier otra savia de la infinidad de plantas que contienen elementos tóxicos, no, lo más dañino para cualquier persona es la frase “Tenemos que hablar”. En cuanto la lees (con el contrasentido de que esta frase suela llegar escrita cuando incluye el verbo hablar), un sudor frio se apodera de ti, un escalofrío recorre tu cuerpo y, al igual que sucede con los venenos extraídos de las plantas, tus músculos se paralizan y asumes con resignación que ha llegado el final de algo.

Pero por desgracia no es tan fácil cambiar de estado mental, como hacerlo en las redes sociales y las aplicaciones de mensajería. Por lo menos para los de mi generación o mi manera ser. No tengo esa capacidad de hacer clic y pasar de estar “en una relación”, o “feliz””, a saltar de golpe al “libre”, “tranquilo” o “buscando nuevas metas”. Así no funciona mi cerebro. Más aún después de haber estado tan bien acompañado después de 22 años de soledad. Aunque desearía que fuera así, que tuviera esa aptitud para olvidar, desconectar, hacer borrón y cuenta nueva y a otra cosa, mariposa. A partir de aquí, no tengo ni la más mínima idea de cuanto tardaré en olvidar los pasados dos meses. Igual será cuestión de semanas o quizás tendré ese dardo clavado el resto de mi vida. Teniendo en cuenta que estoy en la parte final de la misma, cabe esta posibilidad. “Chi lo sa”. O Dios dirá.

Volvemos pues a la soledad, a la terapia musical y al apoyo de los amigos. Que para eso están. Ambos. Al ritual de encerrarte, de mirar fotos de tiempos mejores con los ojos humedecidos sin haber cortado cebollas en juliana, de escuchar todas aquellas canciones que expresan lo que sientes en este momento, a recurrir a los amigos para descargar tu rabia o tristeza, al hombro en el que apoyarte o a la barra de bar en la que emborracharte. Siempre con la intención de no llegar al patético paseo con la cofradía del santo reproche, como tan bien nos canta Sabina (del que tiramos bastante el sábado pasado en casa de Bea, Edu, Carlos, Inés y Soto, por cierto), además de escuchar, bailar, reir y llorar con Calamaro, Urrutia, los Secretos, Loquillo, Estirpe y demás poetas patrios de alegrías y de penas.

Para que vamos a inventar la rueda si todo está escrito y cantado. Hoy en día esto se soluciona con un grito suplicante a Siri, Echo o Alexa, un “sube el volumen”, un “busca esto o aquello”, y todo arreglado. O estropeado. Que estas terapias muchas veces son más dañinas que sanadoras. Pero inevitables. Hasta que el asistente de voz de marras deja de contestar porque ya eres incapaz de vocalizar correctamente. Lo que tiene mezclar lágrimas con alcohol.  “Lo siento, no le he entendido”. Ese es el momento clave para apagar la música.

Y de dejar de darle más vueltas a la tortilla, que al final acabará siendo una crepe con el diámetro de un sombrero mexicano.

Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar” escribió Antonio Machado, nacido en Sevilla, aunque nuestro demente, inculto y lerdo presidente Sánchez situara su alumbramiento en Soria. Es lo que pasa cuando te suena una canción de Gabinete Caligari sin entender nada. Me jugaría cualquier miembro de mí vetusto, pero aún vivo cuerpo, a que tampoco sabe por qué se llama así esta recordada y querida banda.

Una más de las gilipolleces dichas por este siniestro personaje, autócrata, demente, embaucador, plagiador y mentiroso, pero, gracias a Dios, próximo a desaparecer de nuestras vidas.

Para acabar, y como cantaba Albert Hammond y también, y tan bien, versionan los Secretos en su disco “Algo prestado”:

 

Échame a mí la culpa

De lo que pase

Cúbrete tú la espalda

Con mi dolor

Que allá en el otro mundo

En vez de infierno encuentres gloria

Y que una nube de tu memoria

Me borre a mí

 

Suerte, querida ojos verdes. Cuídate.


  

lunes, 13 de junio de 2022

Aurea mediocritas

 

Y arriba los corazones
Palpitan en las cornisas
Y andan a trompicones
Casi muertos de risa
(Antonio Flores)


Para los que no tuvisteis la suerte de estudiar latín (o bien no os acordáis de nada), el título significa “mediocridad dorada”. Una expresión que recoge tal cual en latín el diccionario de la Real Academia, y cuya definición reza así: “estado de quien vive satisfecho con su relativo bienestar, sin envidia ni codicia”.

Esta frase es por cierto de Horacio (poeta romano, para los de la ESO, y no un cantante latino de pseudo música simplista), de cuya mente creativa y privilegiada salieron otras expresiones que aún perduran, como Beatus ille , el placer de la vida simple y rural, ahora convertida en hoteles rurales de lujo con cobertura 5G para publicar bucólicas fotos en las redes sociales y sentarse atontado delante del televisor del salón sin siquiera pisar el bien cuidado jardín del hotel, o el tan manido Carpe Diem, aprovechar el día, el presente, que por desgracia a fecha de hoy se ha convertido en el “beber hasta reventar y si se presta, fornicar sin amar”.

Pero no queramos confundir este estado, el de la dorada mediocridad, con la resignación. Es simplemente asumir adónde has llegado y disfrutar de la realidad, desechando sueños infantiles que jamás se cumplirán: saber lo que hay, no buscar metas imposibles, y dentro de esa “mediocridad dorada”, que tampoco está tan mal, intentar sobrevivir.

Porque a pesar de la desgracia del envejecimiento y la consiguiente degradación física, que es inmutable y parte de nuestra existencia, está la vejez intelectual. Y esa no está ligada a la edad física.

Como bien dijo Agapito Maestre hace poco (con otras palabras, eso sí), todos conocemos a personas que ya eran viejos de jóvenes y luego estamos los que seguimos siendo jóvenes de viejos.

Personas “viejas” que siempre están con la misma letanía, como en esta anécdota que explican de Ortega: “A Josep M. de Sagarra i de Castellarnau, escritor barcelonés, cuando iba por Madrí e iba de tertulia, como era de un pesimista subido, siempre le decía Ortega y Gasset cuando se lo encontraba: "Hombre, Sagarra, aparte de mal ¿cómo estás?"  

Quien no conoce a alguien así…. muertos en vida. A falta de esas «hormonas de la felicidad», que al fin y al cabo son las que generan los sentimientos agradables en nuestro cerebro, como la dopamina, la serotonina, las endorfinas y sobre todo la oxitocina, cuyos niveles aumentan con las muestras de afecto físico, como los besos, los abrazos y la actividad sexual. Y que, a falta de su generación natural, muchas personas buscan en su versión sintetizada químicamente o existente en productos naturales, léase en el alcohol, las plantas o las drogas, ya sean legales, distribuidas y bien cobradas por las farmacéuticas o ilegales,igualmente bien cobradas, pero por los camellos.

Hasta aquí mi corta reflexión. Tampoco tengo muy claro a que se debe esta diatriba entre triste y esperanzada, entre pesimista y optimista. Supongo que será el calor. O la soledad. Que duele cuando no es buscada. O tot plegat, como decimos en Cataluña

Que al final pareceré yo mismo un viejo carcamal, más roto que la pantalla del Iphone de un adolescente. Y todo el discurso previo se quedaría en agua de borrajas, en un hablar por hablar para llamar la atención. Como los que te cuentan que ayer “casi se suicidan”. Y con ello perdería mi papel en este mundo tan raro, el de intentar ayudar a los demás hasta donde lleguen mis fuerzas.

Contad conmigo. Sigo con fuerzas. Y arriba los corazones. En latín “sursum corda”.

Expresión que por cierto aún se usa en la misa diaria de rito católico, y que llevó a la variante popular ““de aquí no me va a mover ni el sursuncorda”, es decir, de aquí no me muevo ni que me diga el cura que “levantemos los corazones”.