Este fin de semana pasado lo he dedicado casi al completo a escuchar
música y leer, intercalando una breve pero obligatoria visita familiar. Los más
cercanos a mí entenderán a la primera que esto en el fondo significa que no
tenía dinero disponible para irme de fiesta, para qué lo vamos a negar a estas
alturas. Después de tantos años cumpliendo con el rito, con la santa tradición,
de salir los viernes (eso sí, con el prefijo “light”), acabando el domingo maldiciendo los tragos largos, los
paquetes de Ducados evaporados en la nada, la pesadez habitual con (que no del)
el taxista, las salidas de tono en alguna discusión banal y, en resumen, despotricando
del tiempo perdido en tugurios y garitos, en vez de haberlo dedicado a algo más
útil en la escala de valores de la sociedad, pues no ha podido ser, y me he quedado en
mi refugio disfrutando de discos
antiguos, conciertos del siglo pasado y algún que otro punteo a la guitarra
intentando emular a un Clapton o un Townshend cualquiera.
Nombro a estos dos monstruos intencionadamente, pues en el
programa que últimamente estoy siguiendo de forma casi enfermiza, el “Later with Jools Holland” de la BBC, que
repone diariamente la cadena alemana ZDF
Kultur, suelen actuar bandas y
solistas de otras épocas, de los años 70, 80 y 90 del siglo pasado, razón por
la cual disfruto de la misma forma que debe de sentir un fan, que no melómano, de nueva cuña siguiendo por ejemplo a Lady Gaga (¿mande?) y seres extraterrestres
similares.
Desde los Who, Procul
Harum o Madness, pasando por Eric Clapton, Jimmy Cliff, Tom Jones, Los
Eagles o Ron Wood, este programa te sorprende día tras día con la banda
sonora de tu infancia y de tu juventud, dejando claro que el poso musical que
se crea en la mente de una persona viene delimitado por una época en concreto,
y que a partir de ahí es difícil que penetre nada nuevo.
A esto iba:
sentado como estaba yo tarareando el
Layla con Eric tocando la
guitarra, me puse a analizar la música que me gusta, la que sigo, la que tengo
grabada en los 600 cedés que decoran
mi pequeño salón, y el resultado mostraba claramente que el noventa por ciento
de mis preferencias musicales son de finales de los 70 hasta mediados de los
80, es decir, desde mi infancia hasta el fin de mi etapa escolar y estudiantil. Discos posteriores al 1985 haberlos, los hay, pero no suelo escucharlos.
Alguno lo grabé por un interés temporal, por amistad con el cantante (míticos y
mágicos Estirpe Imperial) o por
haberlo visto recomendado en algún diario, y otros tantos por haberme picado la curiosidad
al ser destacados números uno en los “charts” de medio mundo, pero al final, todos
ellos quedan relegados a la torre de cedés y a ser cubiertos poco a poco por el
polvo del tiempo, una capa de olvido que
solamente desaparece cuando mueves su espíritu, es decir, cuando abres la caja
del cedé y lo escuchas con dedicación.
Y, lo siento por ellos, no los suelo escuchar. Siempre acabo
recurriendo a lo clásico. A lo que me gustó de joven, a lo que me trae recuerdos
imborrables, a lo que cual lluvia de “polvos
mágicos” (esta palabra me gusta mucho más en inglés, “fairy dust”, Polvo de Hada, sin que me refiera a la otra acepción de
polvo) me hace vibrar, reír, bailar y
soñar.
Queda pues tu mente sellada con esa base musical creada en
tu juventud revoloteando por cualquiera de los múltiples “córtex” de tu materia gris y es muy difícil que
penetre algo nuevo con la suficiente fuerza para arrinconar a tus canciones y
grupos favoritos.
Esto no quiere decir que dejes de escuchar música nueva, que
dejes de probar la fruta del árbol prohibido cada vez que puedes, pero al final,
por muy buen sabor que te prometan de la manzana de tal o cual conjunto, te
mantienes en tus trece y cierras los portones de tu cerebro a cualquier intruso
al que ya no quieres conocer. Como el ínclito Luis Aragonés cuando contestó a un pesado que, insistentemente y de
malos modos, se quería presentar, con un
“ya he conocido a bastante gente en mi vida y no quiero conocer a nadie más.”
Pero, como en todo, existen excepciones, y siempre hay grupos o cantantes de nuevo cuño a los
que, de forma sorpresiva, haces un hueco en tu interior y los incorporas a la
galería de artistas que te acompañan en tu deambular diario. En este momento no
se me ocurren muchos (no voy a hablar siempre de Justo y los Pecadores, que ya
parezco un agente suyo), pero seguro que alguno encontraría por casa.
La música avanza, cada generación tiene su banda sonora y todos
los seres humanos asociamos vivencias y eventos a canciones y melodías. Lo mismo que estaba describiendo de mi le ha
pasado a mis padres, le pasará a mis sobrinos y a vuestros hijos y nietos. A cada cual, lo suyo.
Y, sobre todo, no debemos obcecarnos en intentar que otras
generaciones aprecien lo que te gustaba a ti hace 20 o 30 años, que no es de
recibo. Es normal que en una fiesta, en una cena, acabes recurriendo a tus “grandes éxitos”, pero intenta
limitarlo a tu público natural, a tus coetáneos, sin avasallar a los más
jóvenes con ritmos que les suenan a chino, cuando no a carca. Imagínate como te
hubieras sentido (o igual te sentiste) si tus padres te hubieran machacado durante
los guateques familiares con discos de Los
Mustangs, los Sirex, los Tres Sudamericanos, de Alberto Cortéz o de Mari Trini, Pues piensa que para ellos en ese momento era
lo último, lo más “in”, lo más guay o chachi piruli que había. Igual que lo son
para ti tus discos de juventud.
Igual que lo son para la chavalería de hoy pues…hmmm, yo que
sé, los que sean.
Y como bien decía y mejor
cantaba John Miles:
Music was
my first love
and it will
be my last.
Music of
the future
and music
of the past.
To live
without my music
would be
impossible to do.
In this
world of troubles,
my music
pulls me through.