La soberbia es para los creyentes (cristianos) y según la definición generalizada, el peor de los pecados capitales. Todo mal comienza ahí, en el momento en el que Lucifer quiere igualarse a Dios. A renglón seguido van apareciendo los demás pecados capitales, que por si acaso siempre va bien recordar: la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira y la envidia. No voy a dármelas ahora de filósofo ni entraré en discusiones eternas sobre la soberbia como sinónimo de orgullo y su valoración positiva en otras corrientes filosóficas (Nietzsche por ejemplo). Hablo de la soberbia como mal endémico del ser humano.
Cualquier proyecto en común corre innumerables riesgos de fracasar. Por falta de planificación, por indefinición, es decir, por carecer de un objetivo claro, por ser similar a otros proyectos ya existentes y quedar así diluido en la nada, pero, sobre todo, por la falta de un liderazgo carismático. No me refiero a la necesidad de que exista una única persona, claramente identificada y notoria, como condición “sine qua non “para que un proyecto triunfe, sino a la falta de carisma general que pueda hacer de contrapeso a la soberbia particular de personas que participan en el proyecto en concreto.
Sabemos de sobras lo difícil que es no caer en la soberbia (y en los demás pecados capitales). Porque a casi todos nos llega el momento en la vida en el que nos creemos poseedores de la verdad absoluta. Perdemos el norte creyendo que no hay nada ni nadie que nos pueda enseñar nada nuevo. Nadie nos puede hacer sombra, porque dentro de nuestro círculo íntimo, sea lo reducido o amplio que sea, hemos triunfado, hemos conseguido rodearnos de medianías o de acólitos, de personas que no nos discuten ni una coma de lo que decimos, que asienten cual ovejas atontadas a todo lo que decimos sin un atisbo de crítica. Y somos felices. Creemos que hemos triunfado porque nos hemos creado un grupo a nuestra medida. Hemos caído en la soberbia absoluta. Porque nos arrogamos nosotros mismos unos valores y unos triunfos que en el fondo solamente nos devuelve el espejo de nuestro propio ego, pero que no tienen su equivalencia en el valor real que tenemos dentro de la sociedad en la que nos movemos.Lo que realmente valemos o podemos aportar a nuestros proyectos, a nuestro entorno, a nuestro trabajo, a nuestra lucha política o a cualquier otra actividad idealista y reivindicativa, no lo decidimos ni valoramos nosotros mismos delante de un espejito mágico que siempre nos devolverá aquello que nosotros queremos ver, al más guapo del barrio.
Lo que realmente valemos y aportamos al proyecto en común vendrá avalado por el carisma que tengamos. Por el magnetismo de nuestra personalidad que nos permita eliminar los “egos” soberbios de otros miembros del proyecto común mediante argumentos, actitudes ejemplares y un liderazgo basado en la ilusión, el conocimiento y el saber hacer, y todo ello desde la máxima humildad.
Si somos personas asociativas, si realmente tenemos ideales y participamos en proyectos de futuro junto a otras personas, dejemos de lado de una santa vez el YO en mayúsculas reflejado por el querido espejo y usemos el TÚ que nos otorgue el grupo como resultado de nuestro buen hacer por el proyecto en común.
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