martes, 20 de marzo de 2012

Y nos comimos al Viajero

Después de un mes largo de residencia en Madrid, capital de esta nuestra España tan revolucionada en estos días por la conmemoración del segundo centenario de la proclamación de la tan mitificada “Pepa”, constitución de largo parto y corta vida y encima desconocida para la mayoría (inculta) de habitantes de nuestro país, algo que no es óbice para que los ciudadanos de a pie se vuelquen en fiestas, homenajes y jolgorios varios (ya sabemos todos que en España no es importante la razón de la fiesta, sino el hecho en sí de celebrar y tomarse unas cañas, como bien dijo un líder “obrero” hace poco tiempo), este largo fin de semana he tenido el placer de aprovechar aquello del “kilómetro cero” de la capital, y enfilando una de las múltiples y cronológicamente numeradas carreteras nacionales, me dirigí, en compañía de mis tan agradables anfitriones (Paloma, Ángel, Nacho y Ángeles),  hacia Cuéllar y Carbonero el Mayor, poblaciones situadas al noroeste de la Puerta del Sol.
Al venir a vivir a Madrid tenía muy claro que estas salidas radiales desde la capital iban a ser parte de la magia que me esperaba en mi nueva vida: la posibilidad de conocer un poco más aquellos pueblos, lugares, parajes  y monumentos que por hache o por be aún no he podido visitar, ya sea por la no coincidencia con ninguno de los Caminos de Santiago tradicionales que atraviesan la piel de toro y que llevo años recorriendo a pie,  como por la lejanía de mi patria chica, Barcelona, y la imposibilidad que tenemos todos de visitar y conocer todo aquello que deseamos.  Muchas vidas nos harían falta para ver todo aquello que deseamos, pero bueno, entre los sueños, la lectura  y las maravillas tecnológicas de hoy en día (que también tienen su lado positivo), léase Google Maps, Youtube, enciclopedias online o cualquier otro servicio de valor que ofrece la Red hoy en día, vamos trampeando y visitando virtualmente sitios que de forma presencial igual no conseguiremos ver jamás.
Enfilamos pues a media mañana la salida noroeste de Madrid, en dirección a Cuéllar, primera parada de esta excursión.  Algo me sonaba a mí de esta población, aunque a quién más y quién menos lo primero que se le vendría a la cabeza es el conocido jugador de fútbol (que militó en el Betis y el Barza), nacido en Villafranca de los Barros, villa pacense que si tengo el placer de haber visitado junto a mis tan añorados amigos peregrinos Carlos y Lupe, en nuestro caminar por la Vía de la Plata, por lo que tuve que recurrir al truco del almendruco, al ideal del sabelotodo, y a hurtadillas averigüe, consultando a mi amigo googuelín,  lo básico sobre dicha población. Villa histórica, como tantas otras que espero conocer en esta zona de España que rebosa Imperio por todos lados, y que tiene su propia “Ruta Imperial” señalizada, la visita transcurrió entre unas cañas en el bar “Mudéjar”, repleto de antiguos instrumentos musicales y una colección de cedés digna del mayor de los melómanos, una visita por el exterior del Castillo de los Duques de Alburquerque, curiosa edificación en varios estilos arquitectónicos y un paseo por el casco antiguo, incluyendo una sorprendente iglesia del Siglo XII desacralizada  y convertida en un agradable bar de copas (La Cúpula de San Pedro). Las interesantes historias sobre el cultivo y la transformación de la achicoria en esta población, que llego a tener 11 fábricas de este sucedáneo nacional del café, y de las que ahora ya solamente se mantiene en activo una,  que sirve la base para los muy buenas “delicias” locales, significaron el fin de nuestra corta visita y el enfilar nuestro principal destino del día, Carbonero el Mayor.


No voy a negar aquí la evidencia: el fin último del viaje, historia, cultura y paisaje aparte, era, como en la mayoría de las actividades lúdicas del ciudadano español,  gastronómico. Resulta que en esta población se crían los únicos bueyes de trabajo españoles con denominación de origen, fruto del esfuerzo de la familia García Álvarez, que según las expertas explicaciones del propietario y de su cuñada son únicos en nuestro país (el resto del supuesto buey que solemos degustar en otros lugares es vaca, pura y a veces hasta dura), equivalentes en calidad al mítico buey japonés de la ciudad de Kobe, algo que después de probarlos podemos confirmar sin lugar a dudas. En un agradable “horno de asar”, llamado el Riscapudimos deleitarnos con varios entrantes escandalosamente buenos  y, literalmente, devorar  varias bandejas de una carne de buey como no la he probado en mi vida. Servida en láminas finas y pasadas éstas vuelta y vuelta por unas piedras calentadas, que el excelente servicio nos iba cambiando con presteza, este objetivo inicial del viaje superó con creces nuestras expectativas.  Ojo avizor tuve que estar en no perderme en superfluas consultas con el móvil u otras distracciones para poder disfrutar de este manjar sin que los demás comensales dejaran las piedras más lisas y frías que en origen. Pero ya venía avisado de que en este grupo, el que no corre, vuela. (Es broma)

Acabado el increíble ágape, palabra que en su primera acepción de la Real Academia es aplicable perfectamente al rato que compartimos, exceptuando quizás el carácter religioso de dicha definición , y después de hablar con uno de los propietarios y mostrarles nuestro interés por conocer a los sabrosos bueyes que acabábamos de engullir desmembrados en finas y sabrosas lonchas, uno de los miembros de la familia (me niego en rotundo a escribir “miembra”, por mucho que pataleen últimamente las feminazis incultas, más aún cuando el corrector del Word subraya en rojo, con mucha sabiduría,  esta palabra), en concreto la cuñada, nos acompañó a la cercana finca en la que pudimos ver a los ya “interiorizados” bueyes en su hábitat natural, pastando unos cuantos en el campo en total libertad, y cercados otro grupo de ellos para su próximo sacrificio. La visita a estos imponentes animales, con pesos que oscilan entre los 800 y los más de 1100 kilos de estupenda carne española, peso del que luego solamente llegan al plato unos 300 kg, lo que se traduce en una sacrificio anual de más de 100 animales para disfrute de deportivos excursionistas como nosotros, fue un bonito colofón a una jornada cultural-gastronómica para recordar, con su punto culminante en la pregunta de una niña pequeña que nos acompañó en la visita, que reclamó volver a montar en el buey que conoció en una anterior visita, solicitud a la cual la guía contestó con un claro y desacomplejado: “Niña, que al Viajero, al que montaste el otro día, os lo acabáis de comer!”.  Ni que decir que la cara de la niña cambió de expresión y de color en un santiamén, pero  la naturalidad de la contestación, las risas generales y la presencia de un grupo de cerdas peludas húngaras, una de ellas con un extraordinario parecido a nuestra ínclita Cayetana, Duquesa de Alba, hasta el punto de ser llamada así por los propietarios, evitaron hacernos sentir a todos causantes de un trauma de infancia de la inocente jovencita.  Como ya decía al principio, un día genial por la España Imperial.
Repetiremos.






P.D. Querido lector: te recomiendo que visites este restaurante a la primera ocasión que tengas. La justita hora y media que se tarda en coche desde Madrid quedará olvidada al primer bocado que pruebes. Fijo.

2 comentarios:

  1. Joé, ¡que entrada tan carnívora te ha acabado quedando!

    ¿Pero no es esto como lo del opio del pueblo? Me refiero a lo de las festividades de la Pepa y, quizás, también a lo del buey. Es que así de bien comido y cebado se olvida uno de la Pepa misma, de los profundos valores democráticos que caracterizan a nuestro pueblo, de los males del mundo... ¡y hasta de la madre del propio cordero que pueda haberse acabado de zampar! Bueno, buey en este caso.

    En cualquier circunstancia, a disfrutar; que, total, son dos días. Y que aproveche, claro.

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  2. Desde luego, a hacer la boca agua al personal no te gana nadie, jajaja.

    Un saludazo.

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