martes, 14 de mayo de 2019

Una de cal y otra de arena – una crónica del Camino



Este año del señor de 2019 se cumplen veinte años de mi primer Camino de Santiago, que sigo recordando vivamente, como si fuera ayer. Cuatro lustros en los que he seguido caminando por las sendas de esta nuestra querida España sin faltar a mi cita anual más que un año, y por fuerza mayor. Más de 3.500 kilómetros recorridos a pie de este a oeste y de sur a norte, descubriendo a cada paso entornos naturales, poblaciones y personas de lo más variopinto, enriqueciendo mis conocimientos y reafirmando mi inmenso amor por España, por sus gentes, por su historia, sus monumentos, sus recetas, sus secretos y sus increíbles y variados paisajes. Y también por la buena gente venida de fuera, por esos peregrinos extranjeros que suponen un 56% del total (datos de 2018). Aunque no sea oro todo lo que reluce y este año hayamos topado con un grupo de portugueses faltos de sensibilidad, arrogantes, mal educados y ruidosos (eso sí, tan “religiosos” todos ellos que llevaban a su propio cura). Y suerte que nuestro tramo de este año por el Camino Sanabrés no es de los más transitados. No quiero ni imaginarme como debe de estar el Camino Francés en temporada alta. Como se ha escrito en multitud de ocasiones, un día de estos el Camino morirá de éxito. La masiva afluencia, la falta de motivaciones culturales o religiosas, la avalancha de “turigrinos” aprovechando las excelentes infraestructuras de la ruta para pegarse unas vacaciones económicas y divertidas, la suciedad que todos estos cafres dejan a su paso, los madrugones y la lucha por ser el primero y poder optar a una cama en un albergue…, es decir, la paulatina pero constante degradación de una ruta cultural y religiosa, convirtiéndola en una moda más, como lo puede ser el Camino del Inca, la ascensión al Himalaya, un safari en Kenia, la Romería del Rocío, la Tomatina de Buñol, una visita al Santiago Bernabéu o un fin de semana de fiesta en Ibiza. En resumen, una patulea vestida de “Quechua” olvidando el pasado, destrozando el presente y poniendo en peligro el futuro. Nada extraño tampoco, sino un simple reflejo de la sociedad actual. Aunque siempre hay esperanza: como contrapunto a los portugueses, este año caminaban con nosotros un grupo de 20 jóvenes valencianos (de Algemesí) con sus 2 monitores, modélicos todos ellos en su comportamiento, a la par que joviales y simpáticos. Jamás hubiera pensado que un grupo de 22 personas (un fuerte abrazo a todos ellos desde aquí) pudiera ser menos molesto que algún que otro personaje que he conocido en todos estos años. Una de cal y otra de arena, como en casi todo.


Vamos pues con la crónica de estos escasos 120 kilómetros. Como otros años pongo en cursiva las notas tomadas sobre la marcha, sin corrección ni ampliación.

Domingo 21 de abril – Viaje en tren

Orense-Santiago por delante. Son las 10:45 y ya en la estación, compramos latas en colmado (¡sorprendentemente es español!), desayuno en estación tortilla y botijos y primer bote de 50€. Son las 12:30.
Fichado antes de entrar por la navaja, pero me la dejan pasar, viaje bien, se acaban las Mahous y a beber mierda Heineken. La maleta de una chica es autónoma, se mueve de un lado a otro al vaivén del tren. Charla en el bar. Llegada tocaditos, mucha vuelta para encontrar el albergue que ha cambiado de sitio, al final está al lado de la catedral, albergue nuevo de trinca, habitación para dos, en pleno centro. Paseo, pizzas, hay un grupo de jóvenes y poco más.

Aún no se ha inaugurado (faltan pocos meses) la nueva línea férrea de alta velocidad entre Madrid y Galicia y ya echo de menos esos largos viajes en tren tradicional, con sus picos de máxima y ultrasónica velocidad rozando los 150 km/h, los continuos paseos al vagón restaurante, los furtivos cigarrillos en las estaciones de paso y el familiar y adormecedor traqueteo de los desgastados vagones. Pero seamos justos: Galicia se merecía una conexión así, al igual que se lo merece la preciosa Extremadura. Hoy mismo leo en la prensa que de nuevo (y van tantas veces ya) un tren que cubría la ruta Badajoz-Madrid ha sufrido una avería dejando tirados a sus pasajeros, con todo lo que ello implica. ¡Tantas promesas electorales y tan poca vergüenza a la hora de cumplirlas!
El viaje fue pues tal cual lo describo: largo, lento y bien regado. El clásico inicio anual. Cogiendo fuerzas e ingiriendo mucho líquido en previsión de peores situaciones. Y esta vez tampoco íbamos mal encaminados: el tormentoso tiempo que nos depararía la gota fría influyó notablemente en nuestras habituales paradas para repostar y nuestros paseos gastronómico-culturales por los pueblos de destino se limitaron a rápidas escapadas al colmado más cercano para adquirir lo necesario para subsistir.
Llegados a Orense encontramos el nuevo albergue después de varias vueltas a su antigua ubicación y la consulta con varios lugareños, a cual más perdido, pero esta pequeña molestia quedó ampliamente compensada por el nuevo albergue, recién estrenado, limpio, moderno, con habitación individual y a escasos metros del centro histórico de la ciudad. Poco más dio de sí el día: unas pizzas calmaron el hambre y las buenas y fresquitas cervezas acabaron por rematar el domingo.

Lunes 22 de abril – Ourense -Cea – 23,4 km

Noche larga y medio en vela por tanta cerveza y pizza. Pero bien. A las 6:30 en marcha, buen café y churros. Dura subida (para mía) de más de 5 km, y después ya sendas bonitas hasta llegar a las 9:30 a Tamallancos. Hemos vistos a 3 chavales que siguen. Parada y fonda. A las 10:10 seguimos. Una última parada de cerveza y quesos en una tienda de la carretera y seguimos. A las 12:45 ya estamos en CEA, no es el albergue previsto pero esta guay. Está el grupo de jóvenes valencianos (de Algemesí),20 + 2 monitores (Carlos Llombart se llama él), y van a cocinar. Nosotros pulpo de pulpeira en el bar del pueblo, y compra de huevos, pan y tomates para la noche. Pinta bien.
Tarde de música y nubes amenazantes, cerveza Skol mala (después de 2 estrellas buenas), mientras la juventud se ducha, come y vive. El hospitalero parece el patriarca gitano Tío Manolo, con sombrero, americana de pana y un sonotone tamaño King size. Un clásico. Podría ser de la Mina (BCN). Pero educado y correcto. Dice que no hay cubertería porque se la roban, igual la vende él en el mercadillo. Se echa en el sofá a dormir en medio del albergue, roncando a tope. Ni oímos bien a Bon Jovi. No se llama Manolo, es mejor aún, se llama Orlando. Se pega una siesta de verdad: casi 3 horas. Cena bien, tortilla, tomates, y skol de mierda. A última hora aparecen 7 portugueses: viejos, gordos y muy ruidosos. Hay mucha gente este año, y encima tragándome a Bon Jovi. La habitación del minusválido parece un almacén, seguro que hay cuberterías varias. Cenita y a la cama a las 19:25, con mucho follón (los jóvenes menos, sobre todo los portugueses).

¡A quién madruga, Dios le ayuda! Y en este caso sin duda fue así: a las 6:30 ya estábamos andando, y sorprendentemente encontramos varios bares ya abiertos; el que nos tocó en suerte encima nos sirvió un café buenísimo (como en casi todos los sitios que paramos en Galicia), por lo que afrontamos la dura salida de Orense con alegría e ilusión. Y dura lo fue: cada año me cuestan más las subidas, que en este caso se prolongaba durante más de 5 km. Ni las preciosas vistas de Orense, las bonitas y señoriales casas y el más que abundante verde consiguieron hacerme olvidar el sufrimiento de la ascensión. Pero lo conseguí, y a las 9:30 paramos por primera vez a desayunar, con el convencimiento de que lo peor ya estaba superado. Nos basábamos en lo que nos iban diciendo los lugareños: “lo peor ya ha pasado, ya no queda nada, ánimo”. Será que nunca han hecho el Camino andando o quizás sean mentiras piadosas para no desanimarnos, porque ni una vez en tantos años nos han respondido diciendo que nos quedaba un tramo duro. Sin cruzarnos con más que 3 peregrinos (que no volvimos a ver) seguimos nuestra marcha, compramos cerveza y queso en una tienda a pie de carretera para coger fuerzas y sin más sorpresas que la ausencia de peregrinos nos plantamos en Cea antes de la 1 del mediodía. Mi compañero de fatigas Edu ya me había hablado del famoso y buen pan de Cea, algo que corroboramos en cuanto pillamos una hogaza. 


Y no es algo nuevo lo del famoso pan de esta localidad: la primera vez que sale nombrado es en el otorgamiento por parte del rey de Castilla Sancho IV de un privilegio al vecino Monasterio cisterciense de Oseira para “celebrar una feria mensual y disponer del pan de Cea para los monjes” (y seguro que sin pagar la poya correspondiente. De ahí lo de privilegio.). Y dicho documento otorgado en Palencia data del año del señor de 1286. Casi nada.
El albergue nos sorprendió por varias razones: no era el previsto en las guías, estaba ubicado en una antigua finca señorial con sus hórreos y sus cercanos hornos de pan y sus instalaciones eran más que aceptables, exceptuando como casi siempre el número de aseos: 2 aseos para 46 potenciales peregrinos no dan abasto ni padeciendo la mitad de ellos un estreñimiento agudo. Aunque la repuesta del curioso hospitalero (sigue más adelante su descripción) a mi comentario sobre este hecho aún fue más graciosa: “en casa somos 5 y tampoco tenemos más que un aseo”.
Seguimos con la rutina de cada etapa: deshacer la mochila, ocupar la litera cual tropa francesa invasora, ducha rápida y aliviadora y paseo al pueblo a picar algo y realizar las mínimas compras para la cena, antes de la bien merecida siesta.  El ya nombrado hospitalero, el Tío Orlando, nos acompañó al bar, y viendo una “pulpeira” en la puerta maniobrando con sus utensilios y sirviendo el tan querido manjar a varios vecinos, no dejamos escapar la ocasión: una generosa ración recién hecha a pie de calle, por unos módicos 8 € y servida en el bar de enfrente con el buen pan de Cea y las preceptivas cervezas nos alegraron el día, compramos lo necesario para la noche y volvimos al albergue. Al rato apareció Orlando, se quitó su sombrero vaquero, desconectó su sobredimensionado sonotone y se estiró en el sofá que reinaba en medio de la entrada del albergue. 
Estaba claro que se iba a echar una siesta, pero lo que no sabíamos es que dicho descanso iba a durar casi 3 horas, entre fuertes ronquidos, fotos probatorias para este relato y comentarios jocosos sobre el susodicho. Rural, natural, sin pelos en la lengua, pero al fin y al cabo servicial y pragmático. Todo un personaje.
Mientras los “timberos” valencianos echaban su partida, escuchamos un poco de música, dimos otro paseo para “admirar” la extraña escultura de Cristo (con la guasa añadida de preguntarle al vecino sentado en el banco de la plaza sobre qué representaba la escultura) y cuando ya pensábamos en el merecido descanso, hacia las 7, aparecieron los portugueses, con su cura, sus gritos y su absoluto desprecio por los demás. Pocas veces me he encontrado con un grupo que directamente haya generado mi total rechazo. Ni simpáticos, ni guapos, ni educados, ni nada de nada. Y eso que fue el primer encuentro: si llego a saber que la relación con ellos iba a ir a peor conforme pasaran las etapas, quien sabe lo que hubiera hecho. Pero en ese momento aún mantenía mi espíritu peregrino, comprensivo, generoso…, un craso error. Como pronto descubriríamos.
Nos retiramos pronto intentando conciliar el sueño a pesar de la invasión de los vecinos del oeste (hasta se me pasaron las ganas de defender el iberismo y definitivamente decidí que Portugal y España tienen que seguir caminos separados “per saecula seculorum”), y ahí acabó esta primera y curiosa etapa.

Martes 23 de abril, Cea- Castro de Dozón – 20 km

Levantados a las 6, follón, lluvia, los jóvenes a punto de salir y vuelven a entrar para ponerse los chubasqueros, uno lo ha perdido (el despistado del grupo), creo que es el mismo que ha perdido la lentilla en el baño y la cantimplora en el aseo, y a las 6:40 salimos. Vamos por la alternativa de Piñor para evitar el barro en la subida al Monasterio (son 3 km menos). Etapa más dura de lo esperado, sube y baja constante, con frío (3 grados), pero sin problemas a las 10:15 estamos en Castro, parada en bar, birras, chorizo, y aparecen los chavales, el despistado con su paraguas cual Mary Poppins. No hay otra opción que quedarnos, el siguiente albergue está a 18 km. Cae una buena nevada (ya nos había nevado en el alto). (No cuaja, pero fuerte). Albergue muy bien, habitación grande de 12 plazas para nosotros (por ahora, pero al final llegan los pesados portugueses. No respetan nada, ni siesta ni hostias, venga, gritos, llamadas… encima nos piden vaciar la habitación para celebrar misa (que dura más de 1 hora, cuando habían dicho 30 minutos) FUERA YA. Antes hemos comprado panceta, pan y tomates, aunque el bacon no nos sienta bien, demasiado aceite mezclado con Fairy. Sumado a no haber podido hacer siesta un poco rollo todo. A dormir con ruido y llamadas de atención a los pesados.

Después de una noche dura, (a pesar de acostarnos pronto lo de conciliar el sueño fue complicado debido a los innombrables y a la pertinaz lluvia que caía sobre el tejado acristalado que me tocó en suerte) a las 6 ya empezamos a organizar la salida. Nuestros jóvenes amigos ya estaban a punto de comenzar la marcha cuando volvieron a entrar en tropel para cubrirse con los chubasqueros: la anunciada y puntual lluvia obligaba. Uno de ellos no encontraba el suyo e intentamos solucionarlo, pero ni nosotros llevábamos uno de repuesto (inocentemente nos preguntó por ello el buen chico) ni teníamos acceso a la habitación del hospitalero (que por lo que vimos el día anterior estaba llena de material). Carlos, el monitor de los jóvenes, me comentó que cambiarían la ruta original que pasaba por el Monasterio de Oseira, debido al mal tiempo y el camino embarrado que nos podíamos encontrar, por lo que siguiendo su sabio consejo hicimos lo mismo. Eso de quitarte de encima 3 km sin sonrojarte y tener que buscar excusas nos venía de perlas, aunque por el valor histórico y cultural de dicha abadía cisterciense sea una pena no haberla visto. Pero quien sabe, vueltas da la vida y algún día volveremos a pisar estas bellas tierras, comer su excelente pan y realizar la visita pendiente.
Como ya pasó el día anterior, la supuesta “facilidad” de la etapa tenía poco de fácil y más desniveles de lo esperado, lo que sumado a las inclemencias climáticas complicaba un poco el día. Después de un tramo urbano y otro por carretera nos adentramos en unos bellos montes, silenciosos, majestuosos, verdes y … húmedos. Con subidas y bajadas continuadas y pendientes del inestable cielo, cada tanto nos quitábamos los chubasqueros, para volvernos a cubrir al poco rato. Y la dureza aún crecería: cuando andábamos por el supuesto punto más alto de la etapa, a unos 850 metros de altitud, empezó a nevar. ¡2 grados centígrados, nieve, pantalón corto y gafas de sol! Una combinación como mínimo diferente.  Ya podíamos llamar a Cachano con dos tejas que del frío no nos libraba nadie. Y otro detalle: por ahora no habíamos visto ni un animal, ni doméstico ni salvaje (a no ser que los portugueses entren en esta categoría). Acostumbrados a ver de todo en los tramos anteriores, sobre todo corzos, vacas, ovejas y caballos, por ahora lo único que nos encontramos fue una bonita salamandra… muerta. La despoblación de los tramos anteriores, sobre todo desde Puebla de Sanabria hasta Orense, con la Sierra de la Culebra y su abundancia de aves, venados y lobos (de esos para ser sinceros no vimos más que un par disecados y unos cuantos esculpidos en piedra), no tiene nada que ver con las continuas aldeas y pequeños pueblos que jalonan la ruta a partir de Orense. Y como bien sabíamos, conforme avanzáramos hacia Santiago la civilización y sus supuestos adelantos nos devolverían a la cruda realidad de los ruidos, las muchedumbres, los polígonos industriales, las autovías, los precios abusivos y todo lo malo que lleva asociado el progreso. Por no comentar la entrada en Santiago, de la que ya hablaré al final del relato.


Entre el madrugón y la reducción de la etapa en 3 km, y a pesar del viento, la nieve y los toboganes, nos plantamos en Castro a las 10:30 de la mañana. Pensando que el albergue aun distaba unas cuantas leguas, nos acomodamos en un bar de la carretera, en el que la dicharachera posadera nos entretuvo con anécdotas, historias de sus recientes viajes a Ceuta y a Cataluña y su amor a una España diversa pero unida, mientras disfrutábamos de las cervezas de rigor y un buen chorizo que nos puso de tapa.
Al rato aparecieron los valencianos, que por lo que suponemos evitaron el alto nevado y optaron por la carretera, con el despistado que perdió su chubasquero agarrado cual Mary Poppins a un paraguas, y los demás embutidos en sus chubasqueros, pero con amplias sonrisas en sus caras. Irreductibles. Ante las inclemencias del tiempo, ante el esfuerzo, ante todo. ¡Quién tuviera su edad y su alegría!
Y resulta que ya estábamos en destino: el albergue estaba situado a escasos metros del bar, por lo que antes del mediodía estábamos instalados en una amplia habitación con 12 literas, duchados y prestos a comprar lo necesario para cocinar en un local bien acondicionado, amplio y cómodo. La comida no salió muy bien, suponemos que la sartén que usamos tenía restos de detergente o similar, ya que al mezclarse con el aceite se generó una especie de chapapote que destrozó la panceta que compramos, y encima dejó a Edu tocado del estómago y hasta desganado para seguir bebiendo. Lo nunca visto: ni una triste cerveza se tomó durante el resto de la tarde. Que para más inri se convirtió en un suplicio cuando aparecieron los portugueses, ocuparon nuestra habitación, se liaron a charlar, gritar, hablar por teléfono y, en resumen, jodernos (con perdón) la siesta y el resto del día. A petición del cura que los acompañaba, educados y serviciales como somos, les cedimos la habitación para celebrar una corta misa de 30 minutos, aunque nos la volvieron a jugar y estuvieron como mínimo una hora y cuarto encerrados con su celebración. O fue una misa gregoriana o quizás aprovecharon el momento para confesar sus pecados (de los capitales dos les aplicaban de calle: la soberbia y la gula (por la cantidad de comida que cargaban). Y no pongo la mano en el fuego de que fueran culpables de todos ellos, a saber: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Quizás fueran sus visibles pecados la razón última de llevar consigo a un cura. Como si fuera el siglo XV y tuvieran que pagar sus diezmos para seguir pecando. ¡Ay si los viera Lutero: un buen discurso les caería! Un día extraño que acabó con nuestros vanos intentos de descansar y algún que otro grito para que dejaran de molestar. Ni así. Ellos a su bola.

Miércoles 24 de abril – Dozón-Silleda, 29 km

La noche fatal, los portugueses mal educados, da para escribir un libro (a las 5 jodiendo, para luego no salir hasta las 6:45). Salida a las 7, 2 grados, agua nieve y un viento terrible. Pero sobrevivimos, ruta por senderos preciosos, subidas y bajadas, y a las 9:30 estamos en Botos (Estación), están los simpáticos valencianos, que diferencia con los “otros”.  Ultima parada, café, cola y cerveza, y nos quedan 8 km. Sigue sube y baja, bosques, puentes romanos, a las 13 llegamos a Silleda en medio de una terrible tormenta con viento que nos deja empapados. El albergue previsto, Santa Olaia, no está abierto, y optamos por el Gran Albergue Turístico, una casa de 5 pisos reconvertida, y con una reserva que vemos en el libro de 7 portugueses (o Dios). Pedimos a la chica la planta más alejada de ellos. 10€. Secarnos, hacemos lavar y secar la ropa por 7 euros, y ya se verá. La pena es no ver a Alexandra, una portuguesa que nos adelantó pero que andará por otro albergue o pensión. Ha sido un visto y no visto. Menú bueno en el bar del albergue (10,5€) (Huevos, ensalada, lomo, patatas, filete de ternera, ternera estofada). Siesta de 3 y media a 6. A esa hora llegan los portugueses, suerte que están 2 plantas por debajo. De pronto aparece el cura en nuestra planta para ducharse, y le cae la bronca: “A ver si te duchas en silencio, que lleváis 2 días que ya os vale”. Le ha salido del alma a Edu. Tarde y noche sin movernos, lluvia fuera, tele y cervezas en la habitación. Pero poco, no estamos ni para beber.

Si la tarde fue dura y la comida mala, la noche y el despertar aún fueron peores. Los portugueses a lo suyo, sin respeto ni consideración, y así a las 5 de la mañana ya estaban danzando, gritando y desayunando cual posesos. Ni que se llamaran Gargantúa o Pantagruel y fueran a quedarse en los huesos. Después de nuestros gritos de queja de la noche anterior esta vez el enfadado y justificado rugido salió de la habitación de al lado. Durante el día nos enteraríamos de que la persona que intentó poner orden era una chica portuguesa muy simpática, Alexandra, que por desgracia no volvimos a ver más que en dos encuentros fugaces durante la etapa. Una verdadera peregrina: venía solita desde Sevilla y llevaba ya 35 días seguidos caminando. Y a un ritmo que ni el Correcaminos perseguido por el Coyote. O Messi y sus secuaces persiguiendo la Champions League. ¡Ahí se quedó mi posible “enamoramiento” anual! Pocos candidatos había, para decir verdad, porque lo de coger cariño a alguna de las portuguesas rayaba lo imposible. Como explicarles lo que significan el silencio, la solidaridad o el respeto.
 A las 7 de la mañana iniciamos esta etapa, la más larga del tramo de este año, y encima con un tiempo de mil demonios: 2 grados, agua nieve y un viento huracanado que, de forma lenta, pero sin pausa, nos fue calando. Mandé un mensaje a Oscar, que estaba haciendo en paralelo el final del Camino Francés, y me comentó que por ahí también caían copos, rayos y centellas. Una gota fría que nos sorprendió a todos, cuando la semana anterior en Galicia las playas estuvieron abarrotadas a casi 25 grados. Cosas del cambio climático diría la última marioneta de los ambientalistas manipuladores, la tan vergonzosamente utilizada quinceañera Greta Thunberg (a la que un día de estos igual dedico un artículo, junto a las mentirosas oenegés, las asociaciones de género, las aberraciones de Ada Colau, las estupideces de Gabriel Rufián, los desvaríos de los marqueses de Galapagar y el falso, pero bien pagado trabajo “social” de Begoña, la mujer de nuestro nefasto y mentiroso presidente del Gobierno).
A las 9:30 de la mañana paramos ya en un bar para el preceptivo desayuno, y para alegría nuestra estaban los valencianos, que partieron al rato de llegar nosotros. Frugal desayuno (cerveza, coca cola y café) y a por los últimos 8 km del día. Lo de madrugar y salir a andar antes de las 7 se nota: las etapas acaban todas antes del mediodía. Y este año tienen una ventaja adicional: no te cruzas con los portugueses ni por asomo. Es como el demonio, sabes que existe, pero nunca lo ves. Bosques, senderos, subidas, bajadas, un par de puentes medievales y uno de época romana (deducimos), y hacia las 12:45 avistamos ya Silleda, cuando de golpe nos cayó la del pulpo. Una tormenta con viento huracanado nos acompaña durante la entrada a la población de destino, por lo que vamos como locos buscando el albergue previsto, que por desgracia (o no, tampoco tenía muy buena pinta) está cerrado y no abre hasta las 2. Ni nos planteamos esperar y buscamos la alternativa, el llamado “Gran Albergue Turístico de Silleda”. Por la denominación nos esperábamos algo moderno, juvenil, con sus piscinas, jardines, animadoras suecas y demás, pero “nasti de plasti”: se trata de un edificio de los años 70 reconvertido en albergue con 3 habitaciones por cada una de las 5 plantas, cada una de ellas además con su baño y su cocina. Es decir, pisos antiguos reconvertidos. Al registrarnos vemos de reojo que hay una reserva para 7 personas, y dado que el número de contacto es portugués (por su prefijo) lo tenemos claro: son ellos, nuevamente. No hay manera de escaparnos de esta pesada maldición. Ni cortos ni perezosos le explicamos a la hospitalera las “bondades” del grupo y le pedimos que nos ponga en la planta más alejada de ellos. Dicho y hecho, ellos a la 2ª, nosotros a la 4ª (de poco nos serviría, como veréis enseguida). Empapados de arriba abajo, y yo encima sin pantalones de repuesto, optamos por hacer lavar y secar la ropa. Por 7€ no nos moriremos. Comimos en el bar del propio edificio, un menú diario realmente bueno, lo que compensó la mala comida del día anterior. Una buena siesta de 3 a 6 y de golpe oímos  ruidos como si fuéramos Carol Anne Freeling en la película “Poltergeist”: ya están aquí...

Y como a la bicha solamente hay que mentarla para que haga acto de presencia, a los pocos minutos apareció el cura en nuestra planta pidiendo poder ducharse. No le dio tiempo ni de acabar la frase y ya le cayó la respuesta en forma de grito, en este caso pertinente: “A ver si te duchas en silencio, que lleváis 2 días que ya os vale”. Algo así. Su reacción demostró a las claras la asunción de culpabilidad: con la cabeza gacha y un fino hilo de voz solamente llegó a balbucear “claro claro, no se preocupen”. Más tarde hasta me dio pena, pero se me pasó rápido. Teníamos razón nosotros, y no se puede poner siempre la otra mejilla. Menos aún cuando los contrarios son unos caraduras. Poco más dio de sí el día, televisión, perreo en la cama, alguna cerveza y a descansar.


Jueves 25 de abril de 2019, Silleda-Ponte Ulla, 21 km

Penúltima etapa. A las 6 en pie, a las 6:45 aprox. Café y magdalenas y salimos, sigue lloviendo y estamos a 6 grados. Hacia las 10:30 nos encontramos con los valencianos delante de un albergue, les hacemos una foto en grupo y nos dicen que no entremos que el hospitalero es borde. A pesar de ello entramos, y tenían razón. Hay un grupo de abuelos haciendo la ruta sacra, y el italiano borde y maleducado. Ni cantando 2 canciones italianas de Vasco Rossi. Al final le espeto: “¿tu vives de los peregrinos, ¿verdad?”. Ni así, contesta que no. Que le den. Reseña negativa en Google complementando la de Carlos (el monitor), seguimos, sol, granizo, conocemos a los mallorquines (majos), parada en una aldea a comer fuet y tomar las cervezas y a las 12:10 estamos en Puente Ulla. Hostal Pensión de carretera a 12€ muy correcto, sin toallas, hay un DIA cerca y sala con microondas…, nos quedamos.
Paseo al Dia, cuatro cervezas, queso, pavo, vemos a 2 de las chicas valencianas lesionadas esperando a una señora que las sube al albergue, les damos mensaje para Carlos (LinkedIn) y comemos en la salita del hotel albergue. Tarde de siestas, paseo por el mini pueblo, iglesia y puente, y hacemos tiempo en el bar (4 cervezas mientras los flamencos van por la primera), relax y cerveza light en la habitación

Ya es jueves, solamente quedan dos míseras y cortas etapas, y sigue faltando la chispa de la vida (como años ha se anunciaba la Coca-Cola) en el recorrido de este año. Las razones, inescrutables. Como el Camino. Como la vida. Un cúmulo de coincidencias: el mal tiempo, el tramo ya cercano a Santiago, la cantidad de peregrinos, la falta de risas, música y anécdotas dignas de contar…, un poco de todo. Tampoco vamos a esperar que todo salga perfecto siempre, que luzca el sol, que los albergues parezcan hoteles, que la comida salga buena, que nos despierte la noticia que Puigdemont ha sido detenido, que los vagos podemitas se han puesto a trabajar, que el Barza ha perdido (aunque eso lo pude disfrutar como un niño anteayer) o que a Bea Talegón de golpe se le hayan  multiplicado las neuronas (me corrijo: teniendo una sola cualquier multiplicación sería inútil).

La temperatura había subido un poco, pero aun así seguía haciendo fresco, unos 6 grados, y partimos hacia las 6:45 con la lluvia como fiel compañera.. El tramo fue bonito, a excepción de un pequeño despiste al llegar a la autovía, pero nada que nos retrasara demasiado. Entre aldeas, pueblos, campos, frondosos bosques, algún tramo de carretera y un continuo quita y pon del chubasquero, hacia las 10:30 vimos a los amigos valencianos en la puerta de un albergue que tenía muy buena pinta, a punto de partir ellos. Les hicimos una foto en grupo (la que tenéis al principio del artículo) y nos comentaron que en el albergue había un bar, pero que el trato no había sido demasiado agradable. A pesar de ello decidimos parar a tomar algo. 
Entramos y nos encontramos a un grupo de mayores (bastante más que nosotros) que estaban haciendo la vía de la Ribeira Sacra, otra más de tantas rutas “milenarias”, “históricas” y “culturales” que van apareciendo año tras año a la sombra del Camino original. Nada sorprendente por otro lado, teniendo en cuenta el flujo de personas y los ingresos que conlleva la popularización de rutas y senderos varios. Y si miramos allende los Pirineos, los recorridos culturales, gastronómicos, religiosos o lúdico-deportivos son una moda / tradición desde hace más de un siglo, sobre todo en países como Alemania, Italia, Austria y Suiza.
Pedimos pues unas cervezas, conocimos a 3 mallorquines (intuimos que padre, hija y un amigo) muy simpáticos, charlamos un rato y sufrimos la anunciada mala educación del hospitalero, que de modo brusco cobraba con malas caras a los abuelitos, como si tuviera prisa en que nos marcháramos todos. Intenté suavizar el tema hablando un poco de Italia (los dueños eran italianos), puse alguna canción clásica de Vasco Rossi en el móvil haciendo el paripé, pero ni así cambio la actitud altiva y chulesca del elemento en cuestión. Muy en línea con tantos otros italianos que he conocido a lo largo de mi vida: soberbia y arrogancia a partes iguales. Con un complejo de superioridad pocas veces justificado. Una nación de poco recorrido histórico y mucha grandeza inventada (hablo de Italia como nación, no de la imperial y gran Roma de la que culturalmente somos todos afortunados herederos).

Abandonamos pronto el lugar, busqué la referencia del local por Internet para añadir una reseña negativa al albergue, y por sorpresa me encontré una recién publicada: la de Carlos, el monitor de los chavales de Algemesí. Me ahorré por lo tanto un largo escrito y simplemente corroboré lo escrito por él: que el tío del albergue era un borde maleducado. “Clar i catalá”, como dicen en mi tierra.

Seguimos nuestra ruta sin mayores aventuras, paramos en una aldea a tomar un poco de fuet y las cervezas que cargábamos en las mochilas, y a las 12:10 llegamos al pequeño pero coqueto pueblo de Puente Ulla. El albergue / hotel a unos correctos 12€ era ideal y teníamos un DIA a 100 metros, por lo que los planes estaban claros: compra de lo necesario, comida en una salita del hotel y a perrear el resto del día. La cómoda habitación y su espacioso baño invitaban al descanso, y así fue. Salvo un corto paseo al super, en el que coincidimos con 2 chicas del grupo valenciano que lesionadas estaban esperando a una chica del lugar para que las subiera al albergue (habían elegido uno precioso que estaba en medio de la nada, a unos 5 km de suave ascensión), confirmamos con ellas que el italiano del albergue de la mañana era un “fill de puta”, visitamos el pequeño pueblo, algo que nos llevó unos 15 minutos, y poco más dio de sí el día. Cervezas en el bar del albergue viendo las noticias e intentando adivinar que idioma hablaba un trio de extranjeros, y nos retiramos pronto. Ya solamente nos quedaba la última y corta etapa hasta Santiago.

Viernes 26 de abril de 2019 – Puente Ulla – Santiago, 22 km

Último día. A las 6 en pie, chino chano a esperar que el bar abra a las 7, café y cruasán. Buen tramo, subida larga pero soportable, con poca lluvia. Adelantamos 2 veces a los mallorquines, una parada a las 9:30 (el broche bonito de la señora le gusta a Edu...) y una última parada a 4,5 km de Santiago con los mallorquines, cerveza y unos callos con garbanzos bien buenos. Casi casi estamos. Ultimo bote de 30€ (total 180, menos que el año pasado), y a la 1 estamos en Santiago. Festival turístico, lleno de gente, colas, turistas, carteristas…, parece una feria. El triste final del Camino. Lo peor, sin duda. Lo de la alegría por llegar ya no se produce. Por lo menos en mi caso. Vemos a Oscar de BCN, cervezas y bocatas en el sitio más local y menos turístico (bar Orense, detrás del Drakar en la Rua Franco), cuatro souvenirs y 2 horas de cola (con llamada de atención al guardia incluida por la falta de atención en los 10 puestos para sellar de los que solamente hay uno funcionando), Compostela (la quinta), y al albergue de la estación a descansar y hacer tiempo hasta las 5 de la mañana. Mini paseo, muy feo el barrio, unas cervezas, queso para llevar y poco más.
Madrugón, tren y sanseacabó. Hasta septiembre. Oporto nos espera.

Con el mal rollo de saber que afrontábamos la última etapa (y con ello la vuelta a la realidad), y encima sin haber disfrutado como otros años de anécdotas especialmente bonitas, haber conocido con mayor profundidad a otros peregrinos o haber pillado una buena borrachera al son de algún instrumento, a las 6 ya estábamos en pie, pero esperamos a las 7 para salir desayunados con un buen café y un cruasán tamaño XL (y muy bueno). El tramo volvió a ser bonito por el paisaje, algo duro por sus subidas y bajadas, pero soportable. El sol radiante se turnaba con chaparrones de granizo y lluvia, algo constante este año. Adelantamos un par de veces a los mallorquines, paramos en un bar de carretera en el que una señora muy habladora y portadora de un bonito broche con la concha (la buena señora llevaba un año con su albergue, y aún se le notaba la ilusión de ser hospitalera: como el italiano del día anterior, pero al revés. Educada, interesada, habladora..., en resumen, como hay que ser si te dedicas a la hostelería y encima en una ruta de peregrinaje).

Repusimos dinero al bote común (lo del mal clima y la carencia de aventuras o enamoramientos había contribuido claramente a la reducción de gastos: 180€ por barba no está nada mal, son unos módicos 30€ por día (en Madrid con ese dinero ni salgo de casa); hicimos una última parada a 4 km de nuestro destino, la catedral de Santiago, en la que charlamos de nuevo con los mallorquines y nos sorprendieron con unos callos con garbanzos más que dignos, y hacia las 12:45 entramos en la meta de todos los peregrinos, acompañados por una señora mayor que nos hizo de guía el último kilómetro por las callejuelas de la ciudad. Nos encontramos con los valencianos, con el estimado Oscar y sus amigas (perico y amigo de BCN), nos arriesgamos a hacer la cola para recoger la Compostela (algo que nos llevó casi 2 horas de espera, discusión con el guardia encargado por la falta de atención en los 10 ordenadores disponibles y encima volver a ver a los portugueses justo delante nuestro).


Y no por esperado volví a odiar este momento del Camino: el final de la aventura, el choque frontal con las masas de pseudo peregrinos, carteristas, fotógrafos, vendedores de recuerdos y de humo y demás personajes que viven de la continua y tan lucrativa feria del peregrino. Muchos siglos desde que se consolidó esta ruta por la pérdida de Jerusalén, y el mismo mercantilismo e interés monetario que en su origen. Aunque hoy en día el beneficio ya no sea solamente para la Iglesia, como lo fue durante los siglos anteriores, sino que se reparte a partes nada iguales entre los comerciantes, los aprovechados, las autoridades y la propia Iglesia.

Un negocio millonario que siguen cuidando en pueblos y aldeas con el buen trato a los peregrinos, pero que en la capital se convierte en un triste mercadillo en el que la fe, el misticismo, la espiritualidad, la historia, la cultura, el esfuerzo, la bondad, la solidaridad, la convivencia o el amor desparecen de golpe para dar paso al negocio, la horterada, la masificación y la ludificación de todo. Una pena. Como ya he dicho antes: el Camino morirá de éxito. Tarde o temprano. Don dinero es el que manda.

Con este objetivo se diseñó y consolidó el Camino hace siglos, por haberse quedado la Iglesia sin sus cuantiosos ingresos por la obligada visita a Jerusalén, y así morirá, muerto de éxito al son de los doblones de oro.




1 comentario:

  1. Hola, soy el despistado de Algemesí, finalmente mi chubasquero lo había cogido un compañero mío. Gracias por recordarme!

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