Aunque el título sea un poco
críptico, confío en vuestra sagacidad, estimados y fieles lectores, para descifrarlo.
Conociendo encima la falta de discreción y la adicción a la redes sociales de
la mayoría de todos nosotros, poco durará el misterio. Pero ahí queda, para solitarios
ermitaños y “downshifters” tecnológicos. Que haberlos, haylos.
Este mes se cierra un círculo en
mi vida que me lleva, de manera sorprendente pero totalmente casual, a mediados
de los años 60. Por lo menos en lo que se refiere a mi domicilio. Y por suerte
no se trata de un círculo de fuego (ni de un amor ardiente), un “burning ring
of fire” como cantaba el hombre de negro, sino de una inmensa alegría por haber
cambiado nuevamente de hogar (van 9 mudanzas en 20 años), por empezar de nuevo,
por desprenderme de trastos sin usar, de ropa deshilachada, de papeles
desfasados, de periódicos amarillentos, de navajas romas, de salsas caducadas y
de agobiantes recuerdos de encierros, pandemias y nevadas. Soltando lastre.
Ahora que lo pienso, quizás la fiesta
blanca con Filomena no debería figurar en el debe de la ecuación: tuvo su
gracia rescatar a policías de sus coches encallados, vestirse de Reinhold
Messner para sacar a un amigo a pasear y alucinar con el metro largo de nieve
que cubría calles, plazas y jardines. Y repetiremos, ya que como bien sabéis llega
el apocalipsis climático anunciado por voceadores sin conocimientos,
tertulianos multi-talento, enfermas marionetas como Greta y gobiernos cómplices
sometidos a una nefasta y destructiva agenda globalista; ese supuesto desastre
ecológico que nos permitirá ver nevadas en pleno agosto, bañarnos por Navidad en
el río Manzanares como si viviéramos en las antípodas (cuya existencia por
cierto una de nuestras “ninistras” desconocía), hacer bobsleigh en el Cerro del
Tío Pío, sembrar marihuana en otoño para recolectarla en primavera y admirar simultáneamente
las dos bóvedas (sic), Ártico y Antártico, que protegen nuestro hogar, la madre
tierra, de todo mal, de los virus, del frío, del calor, del creciente precio de
la luz, de los bebelejías, de los negacionistas en general, de Ayuso y sobre
todo de VOX. Pedro Sánchez dixit.
Trasladados los enseres básicos,
los deuvedés que pasan directamente al desván, los libros, cuadros, fotografías,
bufandas, banderas, armas blancas y oscuras y gadgets varios, las especias, la
colonia del pequeño Calvino, las jarras de cerveza y todos aquellos recuerdos
que se van acumulando mudanza tras mudanza, etapa a etapa, llega el “déjà vu”
de siempre. Me siento en el sofá, miro a mi alrededor, y todo sigue estando en
su lugar. Al frente, a diestra y siniestra, a mis espaldas. Todo sigue ahí. Cambia
el continente, el contenido sigue siendo el mismo. Desde hace 20 años. Que no
son pocos. Si fuera una póliza de seguros el perito no se creería que el
contenido no ha crecido en dos decenios. Y yo diría que hasta ha disminuido. Ese
lastre ya nombrado antes, que queda hundido para siempre en un mar de tranquilidad
como el que usó el Apolo XI para aterrizar en la luna.
Quedaba pues poco por hacer,
esperar al instalador de la fibra óptica, configurar redes, contraseñas (esta
vez con gentil ayuda femenina) y pasar al estreno oficial del nuevo Rommeland (el
tercero por eliminación de una fase que no computa). Una fiesta de inauguración
que se limitó a lo básico, que ya sabemos todos que somos de desayunar fuerte.
Tabaco, cerveza, güisqui, música y buena compañía. Y en este caso con dos
invitados especiales, los operarios de Vodafone, que aguantaron estoicos nuestros
chistes, risas, interrupciones, canciones y preguntas. Dos simpáticos mozos,
uno negro, alto y trabajador, otro blanco, bajito y más dado a chatear que a echar
una mano al compañero. Como entenderéis mi pregunta borde de: “¿Y tú qué haces?”
dirigida al escaqueado no tardó en caer. No cambio. Y hasta el negro se unió a
las risas. Por algo será.
En resumen, alegría, sonrisas, música
y cerveza. Poco más se puede pedir. Que dure.
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