martes, 5 de octubre de 2021

Del 38 al 7

Aunque el título sea un poco críptico, confío en vuestra sagacidad, estimados y fieles lectores, para descifrarlo. Conociendo encima la falta de discreción y la adicción a la redes sociales de la mayoría de todos nosotros, poco durará el misterio. Pero ahí queda, para solitarios ermitaños y “downshifters” tecnológicos. Que haberlos, haylos.

Este mes se cierra un círculo en mi vida que me lleva, de manera sorprendente pero totalmente casual, a mediados de los años 60. Por lo menos en lo que se refiere a mi domicilio. Y por suerte no se trata de un círculo de fuego (ni de un amor ardiente), un “burning ring of fire” como cantaba el hombre de negro, sino de una inmensa alegría por haber cambiado nuevamente de hogar (van 9 mudanzas en 20 años), por empezar de nuevo, por desprenderme de trastos sin usar, de ropa deshilachada, de papeles desfasados, de periódicos amarillentos, de navajas romas, de salsas caducadas y de agobiantes recuerdos de encierros, pandemias y nevadas. Soltando lastre.

Ahora que lo pienso, quizás la fiesta blanca con Filomena no debería figurar en el debe de la ecuación: tuvo su gracia rescatar a policías de sus coches encallados, vestirse de Reinhold Messner para sacar a un amigo a pasear y alucinar con el metro largo de nieve que cubría calles, plazas y jardines. Y repetiremos, ya que como bien sabéis llega el apocalipsis climático anunciado por voceadores sin conocimientos, tertulianos multi-talento, enfermas marionetas como Greta y gobiernos cómplices sometidos a una nefasta y destructiva agenda globalista; ese supuesto desastre ecológico que nos permitirá ver nevadas en pleno agosto, bañarnos por Navidad en el río Manzanares como si viviéramos en las antípodas (cuya existencia por cierto una de nuestras “ninistras” desconocía), hacer bobsleigh en el Cerro del Tío Pío, sembrar marihuana en otoño para recolectarla en primavera y admirar simultáneamente las dos bóvedas (sic), Ártico y Antártico, que protegen nuestro hogar, la madre tierra, de todo mal, de los virus, del frío, del calor, del creciente precio de la luz, de los bebelejías, de los negacionistas en general, de Ayuso y sobre todo de VOX. Pedro Sánchez dixit.

Trasladados los enseres básicos, los deuvedés que pasan directamente al desván, los libros, cuadros, fotografías, bufandas, banderas, armas blancas y oscuras y gadgets varios, las especias, la colonia del pequeño Calvino, las jarras de cerveza y todos aquellos recuerdos que se van acumulando mudanza tras mudanza, etapa a etapa, llega el “déjà vu” de siempre. Me siento en el sofá, miro a mi alrededor, y todo sigue estando en su lugar. Al frente, a diestra y siniestra, a mis espaldas. Todo sigue ahí. Cambia el continente, el contenido sigue siendo el mismo. Desde hace 20 años. Que no son pocos. Si fuera una póliza de seguros el perito no se creería que el contenido no ha crecido en dos decenios. Y yo diría que hasta ha disminuido. Ese lastre ya nombrado antes, que queda hundido para siempre en un mar de tranquilidad como el que usó el Apolo XI para aterrizar en la luna.

Quedaba pues poco por hacer, esperar al instalador de la fibra óptica, configurar redes, contraseñas (esta vez con gentil ayuda femenina) y pasar al estreno oficial del nuevo Rommeland (el tercero por eliminación de una fase que no computa). Una fiesta de inauguración que se limitó a lo básico, que ya sabemos todos que somos de desayunar fuerte. Tabaco, cerveza, güisqui, música y buena compañía. Y en este caso con dos invitados especiales, los operarios de Vodafone, que aguantaron estoicos nuestros chistes, risas, interrupciones, canciones y preguntas. Dos simpáticos mozos, uno negro, alto y trabajador, otro blanco, bajito y más dado a chatear que a echar una mano al compañero. Como entenderéis mi pregunta borde de: “¿Y tú qué haces?” dirigida al escaqueado no tardó en caer. No cambio. Y hasta el negro se unió a las risas. Por algo será.

En resumen, alegría, sonrisas, música y cerveza. Poco más se puede pedir. Que dure.


 

 

 

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