Todos estos pensamientos daban vueltas y vueltas por la cabeza de Miguel mientras apuraba el almuerzo. En la habitación contigua oía los comentarios de su madre y su hermana, que estaban preparando su traje, y cuando en algún instante callaban, algo harto difícil, le llegaba un ligero rumor del rosario que estaba rezando su abuela en la pequeña terraza que daba a la calle Barcelona. Su padre, como no, había bajado al bar, sede también de la peña taurina del barrio, para “calentar motores”, como lo llamaba él. Es decir, para tomarse un par de cañas con sus amigos y calmar así sus nervios y su sed. Tampoco hacía nada malo. Si no fuera por su ayuda y sus sacrificios durante los últimos años jamás hubiera llegado este momento. Miguel aún recordaba el día en el que sus padres vendieron el coche para comprarle el traje de luces. Por lo que les dieron por su SEAT Toledo compraron lo mínimo, y no todo de primera mano. La chaquetilla, la taleguilla y las medias eran nuevas, pero tanto el corbatín, como la montera y el capote de paseo habían pasado ya por diversas manos, pero a base de remiendos y mucho cariño, sobre todo por parte de su abuela, relucían como si los hubieran traído directamente de alguna tienda de Sevilla o de Pamplona. Y eso que según los políticos no había crisis y Cataluña y España iban muy bien. Sería para ellos, porque en la familia de Miguel habían pasado de vivir relativamente tranquilos a sufrir cada fin de mes y hasta a tener que vender el coche que recibió su padre como parte de la prejubilación de la SEAT. Y todo por comprar su traje de luces. En el fondo Miguel se sentía un poco avergonzado. Ojalá le saliera una buena faena y pudiera devolver a todo su familia los favores y sacrificios con alguna oreja y una opípara cena en Casa Leopoldo, o en el bar de abajo. Que a su familia tampoco se le caían los anillos por comer en un local humilde. Lo habían hecho toda la vida.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos al abrirse de repente la puerta del piso y aparecer su padre. “Venga familia, apurad que nos vamos. Que ya tenemos a la Guardia Urbana esperando abajo”. El ayuntamiento de Barcelona se había prestado, sorpresivamente, a cederles una pareja de policías para escoltarles hasta la plaza, y en el fondo estaban bastante agradecidos, ya que en los últimos tiempos, sobre todo al final de la anterior temporada, se habían producido bastantes incidentes con los violentos de la Plataforma Antitaurina. No contentos con haber conseguido la prohibición de las corridas en Cataluña en el 2010, estos se habían dedicado los dos últimos años a atacar cualquier vestigio del mundo taurino en nuestra región, asaltando peñas, liberando novillos y toros de diversas ganaderías y hasta poniendo una bomba incendiaria en las taquillas de la Monumental en la última corrida de la “Feria de la Libertad”, antes llamada de la Mercé, del año anterior. Vaya contradicción, pensaba Miguel. Una feria llamada “de la libertad” atacada por unos energúmenos al grito de “libertad para los toros”. En el fondo era para echarse a reír, si no fuera por la gravedad de la situación. Esto ya eran palabras mayores. De los actos de protesta en los años 2009 o 2010, que se limitaban a cuatro cánticos y a una mínima exhibición de banderas, los “anti” habían pasado a la acción directa y violenta, encima tolerada por la autoridad, asustando, persiguiendo y agrediendo a todo lo que rodea el mundo del toro y que olía a España. Pero Miguel no tenía miedo. Ni a los antitaurinos, ni a los toros. Lo único que le preocupaba en este momento era llegar cuanto antes a la plaza y pisar el ruedo. “Vamos mamá, cierra la ventana y dile a la abuela que deje de rezar, que nos vamos. Ya rezará esta noche en la parroquia, que para eso está”.
Miguel se sentó en el asiento de atrás del taxi junto a sus padres. Los dos motoristas de la Guardia Urbana abrieron la marcha y con las luces encendidas enfilaron el camino hacia el centro de Barcelona. Varios coches de los amigos de su padre les seguían, y en ellos viajaba el resto de la familia. El padre miraba de reojo a su hijo, y Miguel hacía lo mismo con su padre, pero ambos callaban. Vaya nervios que le estaban entrando. Si por lo menos estuviera su abuela podrían seguir el rosario con ella, aunque seguro que les costaría bastante. Aunque seguían asistiendo a misa los domingos el tema de las oraciones les iba un poco grande a los dos. “Si salgo triunfal de esta prometo aprender unas cuantas oraciones” se dijo a si mismo Miguel mientras giraban por la calle Badal para ir a coger la Gran Vía. El poco tráfico les permitió llegar en pocos minutos a la confluencia de la Gran Vía con Marina. Todo parecía bastante tranquilo, aunque en el lado montaña se apreciaba un pequeño grupo de los antitaurinos con sus pancartas y sus tenderetes. En los últimos años habían encontrado el filón de oro y se dedicaban a vender de todo, desde camisetas y banderas hasta toreros en miniatura para hacer “rituales de vudú”, como constaba en las etiquetas. La Guardia Urbana les abrió paso y llegaron sin problemas a la entrada de la calle Diputación. En una de las terrazas del edificio de enfrente se apreciaba una gran pancarta con la inscripción: “Los Toros son Libertad”. “Por lo menos uno está conmigo”, pensó Miguel. Al bajar del taxi se le acercó Pedro, su mozo de espadas. Su semblante no era que digamos de gran alegría, aunque intentara disimularlo. “¿Qué te pasa Pedro?” le espetó el padre de Miguel. “Nada señor, un runrún que tengo en el estómago y que no se me pasa”. Se dirigieron juntos al bar para refrescarse un poco. Tenían tiempo de sobra, ya que gracias a los urbanos se habían plantado en la Plaza en un santiamén. Esto de ir con escolta realmente era un chollo, pensó Miguel. Con lo que tardaba normalmente en atravesar Barcelona en el metro. Cuanto tiempo perdido en las entrañas de Barcelona sin ver el sol, que por cierto hoy resplandecía más que nunca. Un buen presagio, seguro. Porque el sol seguía siendo el mismo, pesara a quien pesara, y este sol había iluminado el albero de esta plaza durante más de un siglo. Y hoy le tocaba iluminarle a él en el día de su alternativa. El día más grande en la vida de cualquier torero.
Mientras su padre apuraba unas cañas en la barra, Miguel y Pedro se asomaron al ruedo. Se veía poca gente, aunque pancartas había para dar y regalar. Se veían de todo tipo, desde las ya clásicas de “Desde España con amor” que llevaban ya 2 años presidiendo el tendido cero hasta cosas curiosas como “L’ Europe catholique avec vous” y una en inglés con la frase “Hemingway lives”. Miguel se animó un poco. Seguía con esos temblores y ese frío en la nuca, pero por lo menos sabía que no iba a estar sólo. Si venían de Francia y de los Estados Unidos sería por algo. Sería para verle triunfar a él.
“Venga hijo, a la capilla” le gritó su padre sin moverse de la barra. “Que ya toca”. Miguel se giro lentamente echando una última mirada al coso. Tantos años de espera, tantas ilusiones, tantas estrecheces y en estos dos últimos años tantos miedos, tantos insultos, tanta política. ¿Habría valido la pena?En la puerta de la capilla esperaban su madre y su abuela. Su padre se las llevó del brazo y Miguel entró sólo. Hasta Pedro, su mozo, se quedó expectante en la puertezuela. Se arrodilló ante el crucifijo y las variadas estampas e intentó rezar una Padrenuestro. Le costó un poco empezar, pero al final le salió de corrido, como si de golpe su abuela se lo hubiera chivado por encima del hombro. Se santiguó y salió de nuevo. Pedro seguía ahí, con su semblante serio y cara de pocos amigos. “Pedro, cambia de cara de una vez, que esto no es funeral” le dijo Miguel, mientras avanzaban por el pasillo.
De pronto se oyeron unos gritos. Los dos se quedaron parados, mirando a su alrededor. No se veía a nadie, pero el ruido iba en aumento. “Fora, fora, espanyols assassins”. Mort al torero, visca el bou lliure”. Mierda, pensaron al unísono. Esto se complicaba. Aceleraron su paso para llegar de nuevo al bar. Sabían que ahí seguirían su padre y el resto de la cuadrilla apurando sus bebidas antes del gran momento. Pero al doblar la esquina se encontraron con una muchedumbre que gritaba de todo, histérica, enarbolando banderas de los antiaurinos, y hasta les acompañaban algunos encapuchados con bastones en las manos. ¿Cómo habían llegado hasta ahí? ¿Quién les había dejado pasar?Miguel y Pedro se quedaron helados. Y de golpe los encapuchados les vieron. Intentaron retroceder por el mismo pasillo pero no había escapatoria. Por detrás de ellos se habían desplegado más elementos del grupo, y en un santiamén les rodeó una jauría de gente gritando, cual perros enfurecidos. “Si por lo menos llevara mi estoque”, pensó Miguel. Un primer golpe le hizo caer al suelo. La mirada se le nublaba y solamente alcanzó a ver como entre varios estaban apaleando a Pedro. “Una espasa, porteu una espasa” oyó gritar, y con un ojo entreabierto alcanzó a ver el filo de una espada brillando bajo un rayo de sol que se colaba por una rendija. El rayo de sol le hizo recordar de golpe toda su vida. Ante sus nublados ojos pasaron imágenes del colegio, del trabajo, de su primera novia, de su primera capea en Tarragona, de la Escuela Taurina, de sus padres, de su abuela en la terraza y de las excursiones a Madrid en el SEAT de su padre. Miguel quedó tendido en un charco de sangre, mientras la turba se alejaba corriendo del lugar. “El último torero” pensó, mientras la sangre brotaba de su chaquetilla. De oro y rojo iba a hacer el paseíllo. Oro por el sol, rojo por la sangre.
Realmente impresionante. Me ha tocado la fibra. Mi más sincera enhorabuena. ¡¡Libro recopilatorio ya!!.
ResponderEliminarMuy bien, muy dramático y muy cierto, como ya nos tienes acostumbrados.
ResponderEliminarLibro ya y presentación!!! Ay, no, que también han prohibido la barra libre :(
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