Este artículo no ha quedado como pretendía. Es decir, no me acaba de gustar. La razón que me impulsó a escribirlo fueron los lamentables incidentes protagonizados por cuatro amargados anti todo durante la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid en este mes de Agosto. Y ante tantos artículos bien escritos opté por darle un tono más didáctico, como si fuera una fábula, para no caer en el recurso fácil de insultar y blasfemar. Que para esto ya les tenemos a ellos.
Visto el resultado final este escrito no ha salido como esperaba, ha quedado un artículo simpático, pero nada más. Por coherencia conmigo mismo no lo pienso borrar, pero que sepa el lector que mi intención no era esta. Seguiré escribiendo, aprendiendo y con suerte, mejorando. Si a pesar de ello lo lees, bienvenido seas.
Un relato para niños y "menos" niños
Con lo tranquila que estaba yo en mi rincón preferido de la casa, oculta tras una vieja y raída cortina y por lo tanto lejos de la vista de los pequeños diablillos (y sobre todo de sus múltiples amigos que suelen aparecer los domingos por la tarde), van los amos de la casa y se les ocurre montar un viaje a un país de Europa, llamado España. No es que me molestara lo del viaje, estoy bastante acostumbrada a quedarme tranquila en mi rincón mientras la familia se va de vacaciones a la costa, pero es que esta vez habían decidido llevarme con ellos. Que pereza, dios mío. Me parece que la última vez que me sacaron de casa fue hace 10 años, el día en el que se casaron los vecinos, jornada en la cual a mis amos les tocó amenizar la fiesta con sus cánticos y mis sones. Anda, disculpad, que se me ha pasado comentarlo: yo soy una guitarra.
Nada del otro mundo, una guitarra acústica normalita, plebeya como a veces me llaman mis amos. Poco que ver con las esnobs del vecindario, las Gibson, Fender, Ovation y demás. Pero sigo sonando bastante bien, mi mástil tiene poca desviación y las cuerdas aguantan lo que le echen (bueno, excepto a la pandilla de los diablillos y su poca sensibilidad con los instrumentos antiguos). Por esta razón me tienen escondida. Por cierto, mis amos se llaman Paul y Mary. Ya sé que no son nombres muy originales, pero aquí en el recóndito “Outback” de Australia casi todos se llaman igual. Así acaban confundiéndose cuando montan sus juergas a base de carne de canguro, cervezas, más carne de canguro y más cervezas. Y mira que hay nombres. Tampoco entenderé jamás la obsesión que tienen con la cerveza, y suerte que lo de ponerse a cantar y tocarme se les ha ido pasando conforme han ido apareciendo en sus vidas los retoños. Ahora se tienen que dedicar a vigilarles a ellos y ya no disponen de tanto tiempo para entonar sus canciones de campamento, sentados alrededor de la hoguera y, cómo no, bebiendo cervezas sin parar. Ahí he salido ganando, que ya me tocaba. Han sido muchos años de trajín, y una ya no está para aguantar las versiones caseras del “How many roads” o del “We shall overcome” durante mucho rato. Aunque, modestia aparte, sigan sonando bastante bien. Pues eso, que nos fuimos todos de viaje, a Europa nada menos, los amos, sus hijos y yo.
El suave traqueteo del avión se interrumpió de golpe, y al poco rato caí sobre la cinta transportadora con un suave “chof”. Podría haber sido peor. He sobrevivido momentos más duros a lo largo de mi vida, en furgonetas de todo tipo, en canoas, barcos, motos y hasta tractores. Impaciente por ver la luz, me quedé pensativa recordando los años pasados junto a mis amos, los primeros acordes de Paul, la rítmica pandereta de Mary (¿qué habrá sido de ella?), el debut oficial en la parroquia del pueblo, las largas noches de acampada, los románticos achuchones en la oscuridad,.. toda una vida. Ensimismada en mis recuerdos me armé de paciencia, porque seguro que no me sacarían de la funda hasta que llegáramos al destino. Por lo que había oído en las conversaciones previas al viaje íbamos a una reunión mundial de jóvenes. Como si Paul y Mary fueran jóvenes. Anda que me río. ¿Si yo me siento vieja y ellos me compraron antes de casarse y engendrar a los tres diablillos, a que viene esto ahora? ¿Reunión de jóvenes? Espero que no les de por tirar de repertorio trasnochado y me destrocen con su mítico “Dust in the Wind” y similares. Que aguantar un par de acordes vale, pero sufrir un largo punteo en mis carnes a estas alturas no sería de recibo.
Pasado un rato un murmullo cada vez más fuerte me sacó de mi viaje en el tiempo. - Venga, abrid la funda de una vez, me dije a mi misma. Y, que alegría, se hizo la luz. Sorprendida miré a mí alrededor. Estábamos en una gran sala, parecía un gimnasio, como el del colegio de los hijos de Paul y Mary, pero muchísimo más grande. Estaba llena a rebosar de jóvenes, de sacos de dormir, de mochilas, de pequeños monstruitos corriendo arriba y abajo, y, cáspita, a poca distancia hasta pude apreciar dos o tres guitarras, algunos tambores y hasta me pareció ver a lo lejos una trompeta bastante nueva. Que ilusión, no era el único instrumento musical. Mientras mis amos iban y venían, daban de comer a los pequeños y hablaban con todo el mundo, me preguntaba de dónde había salido tanta gente y también en qué idiomas hablaban. Porque no entendía mucho (más bien nada) de lo que decían. Eso sí, divertidas debían de ser las conversaciones, porque todo eran risas, abrazos y acrobáticos saltos entre mochilas de mil colores. Al rato se empezaron a oír los primeros acordes y Paul no tardó en agarrarme por el mástil, retorcer mis blancas clavijas y con maestría se unió a la canción que estaban cantando los del grupo de al lado. “Oh happy day, oh happy day, when Jesus washed.” Saqué lo mejor de mi renqueante madera. Esta canción me encantaba, y hacía años que nadie la hacía sonar conmigo como protagonista. Así estuvimos bastante rato, de canción en canción, y cada vez se iba uniendo más gente. Realmente parecía una de esas fiestas que celebraban Paul y Mary hace años en el bosque, pero con muchos más amigos. Me imagino que esta España debe de ser muy grande, porque que yo recordara jamás había sonado para tantos jóvenes a la vez. Y que bien cantaban.
Al cabo de varias horas se hizo el silencio en la gran sala, y entre risitas y murmullos cada vez más tenues me quedé dormida, contenta y feliz por esta fiesta inesperada.
Al cabo de varias horas se hizo el silencio en la gran sala, y entre risitas y murmullos cada vez más tenues me quedé dormida, contenta y feliz por esta fiesta inesperada.
Al día siguiente se movilizó todo el mundo a primera hora. Mientras mis amos hacían cola para ir a los baños, una chica muy simpática que conocimos la noche anterior se dedicaba a vigilar de reojo a los diablillos, al tiempo que recogía su mochila y estiraba su chillón saco de dormir. Me desperecé y miré a mi alrededor. Todo el mundo estaba en pie, sonriendo, cerrando y abriendo bolsas, como preparándose para ir de excursión. Pues qué bien. Ya tenía ganas yo de ver este país tan extraño, dónde duermen todos juntos en una gran sala y cantan durante horas. Antes de que Paul cerrara la funda pude apreciar que mis amigas, las demás guitarras, ya estaban colgadas a hombros de sus respectivos dueños. - Ojalá las vuelva a ver, pensé, mientras nos poníamos en marcha.
Estuvimos dando vueltas durante mucho tiempo, escaleras arriba, escaleras abajo. Por el fuerte ruido y los frenazos creo que cogimos algún tipo de tren, aunque no oí en ningún momento un sílbato como el del antiguo ferrocarril que pasa por nuestro pueblo. Imaginé que serían trenes diferentes. Como el país. Durante el resto del día me tuvieron encerrada en la funda, pero por las conversaciones intuí que todos estaban disfrutando de un gran día. Mis amos, los niños y la multitud de amigos que tenían en este lejano país, visitaron museos, parques, se fueron a confesar (dudo que contaran todo lo que yo les he visto hacer en los últimos años, aunque, bien pensado, tampoco había mucho pecado, más bien fiestas eternas y algún exceso con las omnipresentes cervezas). Finalmente, ya entrada la tarde, empecé a oír ruidos de un gentío que se me antojaba mayor que el de la noche anterior. ¿Sería otro gimnasio, más grande aún? Intente atisbar algo a través de los pequeños agujeros de la funda, pero solamente veía sombras de gente que pasaba, arriba y abajo, sin cesar.
– Venga, sacadme de una vez, quise gritar. Nada, no había manera. Avanzamos aún durante mucho rato rodeados de cánticos, risas, conversaciones ininteligibles, y constante saludos de Paul y Mary a mucha gente que no me sonaba de nada. ¿De dónde conocían a tantos extraños?
Finalmente paramos, me apoyaron en el suelo y todos, mis amos, los diablillos y bastante gente extraña, se sentaron. Y por fin abrieron la funda. Cegada por la luz miré a mi alrededor. Y me quedé de piedra. Habían decenas, cientos, que digo, miles de personas, casi todas jóvenes, mirara dónde mirara. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha. Un mar de gente. Vaya con Paul y Mary, que callado se lo tenían. Lo máximo que había visto yo habían sido los cuarenta amigos en la última boda, y aquí había por lo menos, no sé, ¿cien mil personas? Y guitarras. Conté por lo menos veinte sin mover mucho la vista. Vaya fiesta.
Nos pasamos lo que quedaba del día ahí, Paul y Mary hablando con todo el mundo, los pequeños corriendo, jugando, riendo, y a mí ya ni me metieron en la funda. Era como una más de ellos, y pude disfrutar de un día memorable. Canciones antiguas, melodías nuevas, voces extrañas, idiomas desconocidos y un sentimiento de felicidad en todas las miradas.
De golpe, al llegar la noche, todo el mundo se calló. Supuse que habría llegado alguien importante, como cuando el “Father John” entra en la parroquia de mi pueblo y todos se levantan. Me quedé quieta, sin dejar que vibrara ninguna de mis seis cuerdas, y esperé pacientemente. Se oyeron discursos, de nuevo en idiomas que no entendía, la gente contestaba y luego también sonó algo de música. Parecía como una misa, pero a lo grande. Y con muchísima más gente. Simpático este país, pensé. Se reúnen a miles, cantan, bailan, y todo ello sin peleas, discusiones o gritos. Esto las otras guitarras del pueblo, por muy Fender que se llamen, seguro que no la habrán visto. Ya les contaré, ya.
Y de golpe empezó a llover. A toda velocidad me encerraron en la funda, y ya no pude ver nada. Oía las gotas caer sobre la gente, los fuertes truenos me hicieron estremecer, los reflejos de rayos creaban extrañas luces en el interior de la funda, pero sorpresivamente nadie se movió. Hasta siguieron cantando. Eso sí, sin las guitarras (sobre todo sin mí) no sonaba tan bien como antes. Pero un descanso tampoco me iba mal. No sé muy bien cuanto duró la tormenta, pero cuando Paul me volvió a sacar de la funda todo el mundo seguía ahí. Las camisetas mojadas, los pelos chorreando, el suelo embarrado, algunos sacos de dormir llenos hasta los topes de agua, pero nadie ponía mala cara. Y al rato volvieron las risas, los cánticos, y todo siguió igual, y estuvieron así durante toda la noche.
Sin que nadie se durmiera asomaron los primeros rayos del sol por el horizonte. Yo no salía de mi asombro. Si ayer, al llegar por la tarde, creí haber visto a miles de personas, ahora, a plena luz, no daba abasto para contar las personas que nos rodeaban. Nadie se lo creerá en el pueblo, pero os puedo asegurar que había más de un millón de personas. O dos.
Entre gritos de la gente, vítores atronadores y anuncios por los altavoces, que ayer ni había percibido, muy al fondo el “Father John” de este país empezó a celebrar una misa. Ya lo había pensado ayer, esto era como una misa en el pueblo, pero a lo grande. Pero que muy grande. Paul, Mary y el resto de la gente siguieron la misa con mucha atención, y hasta los diablillos se portaron bien, por una vez, y se mantuvieron sentaditos y quitecitos sobre sus pequeños sacos de dormir. Eso sí, cuando llegó el momento de darse la paz, casi me destrozan. Vaya peligro. Parecía que todo el mundo quisiera abrazar al más lejano. Y aquí no se daban solamente la mano, no, se besaban y todo. Que modernos, pensé, y con miedo a un pisotón involuntario aparté la vista hasta que pasó todo y cada uno volvió a su sitio.
Acabada la misa todo el mundo se empezó a abrazar, y lentamente comenzaron a llenar sus mochilas, a recoger sus cosas y a caminar, ordenadamente, hacia la salida. Paul me colgó de su hombro, y poco a poco fuimos dejando atrás este escenario tan extraño. Yo aún seguía dándole vueltas al tema. Cientos de miles de personas, todos juntos, durmiendo un día en un gimnasio, otro en un descampado, y todos tan amigos. ¿Cómo serán entonces las bodas en este país? ¿O los cumpleaños? Ni me lo imagino.
Se repitieron los mismos ruidos que a la ida. Escalera abajo, escalera arriba, el tren sin silbato, y las conversaciones a mi alrededor que seguía sin entender. Paramos en una plaza muy bonita, presidida con un inmenso reloj en el centro, y mis amos aprovecharon para dar de comer a los pequeños y acabar de despedirse de todos esos amigos que nunca antes me habían presentado. Por una rendija desconocida de la funda, que supongo que fue resultado de algún tropezón nocturno, atisbé en la lejanía a varias de las guitarras de ayer. Estaban como yo, colgadas de los hombros de sus amos, que también estaban despidiéndose de otros grupos. Se veía a todo el mundo contento. Y hasta seguían oyéndose canciones a lo lejos.
De golpe oí unos gritos extraños a mi derecha. Mis amos y todos los demás también se giraron sorprendidos. Eran los primeros gritos que oíamos desde que llegamos a este país tan curioso (y simpático, todo hay que decirlo). Bajo un portal llegué a distinguir a un grupo de personas, todas vestidas de negro, con unos extraños peinados en punta y altas botas que se me antojaron un poco fuera de lugar en medio del calor estival, y que nos miraban con cara enfadada y gritaban no se qué. Paul y Mary cogieron a sus hijos, dieron un último abrazo a un par de chicos con los que estaban hablando, y bajamos a toda prisa por unas escaleras.
En el último instante aún conseguí ver, en manos de una de esas personas tan extrañas vestidas de negro, a una pequeña flauta. Pobrecita. Estaba sucia, ennegrecida, triste. Intenté hacer sonar mis cuerdas para llamar su atención, pero fue imposible. Me siguió con su melancólica mirada mientras nos alejábamos. Y ahí acabó todo. El vuelo a Australia, la llegada a casa, la vuelta a mi rincón de siempre.
Y aún hoy me acuerdo de la pobre flauta. Con lo bien que me lo pasé en este viaje, ¿por qué a ella se la veía tan triste y dejada? ¿Por qué no estuvo con nosotros? ¿Por qué no nos dejaron disfrutar de su dulce sonido? Nunca lo sabré.
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