lunes, 20 de junio de 2022

Canciones

Las olas rompen el castillo de arena
La ceremonia de la desolación
Soy un extraño en el paraíso
Soy el juguete de la desilusión
Estoy ardiendo y siento frío

 

Lo prometido es deuda: vaya dedicado este artículo a Bea. Por abrirme las puertas de su hogar de par en par sin pedir nada a cambio. Y juro por Snoopy que jamás volveré a nombrar a tu abuela, aunque esté muy guapa en el cuadro que preside vuestro acogedor salón. 😉


Tengo un amigo que dice conocer a otro tipo que tiene un problema de erección. O de eyaculación precoz. O de lo que sea. Algo así suelen decir en los anuncios de la clínica Boston y demás centros médicos dedicados a solucionar problemas de esta índole. Describiendo de forma casi irónica la lógica vergüenza de los hombres ante situaciones tan incómodas. Que por suerte aún no aplican en mi caso, pero todo se andará. Que la edad no perdona. Aunque igual muera empalmado, como dicen que les pasa a los ajusticiados en la horca.

Pero a mí no me hace falta escudarme en un conocido de un amigo de mi primo para decir lo que pienso y describir lo que siento. Aquí escribo yo y hablo de mí. Y no de mi novela, que está pendiente de ser escrita. Hablo de mis andares por la vida y por España. Para eso creé este blog hace ya 18 años. Y ha llovido mucho desde entonces, aunque poco haya cambiado. Ni el clima, aunque los abducidos por Greta y su locos seguidores insistan en lo del cambio climático. Menos pelo, menos sueldo, menos vida por delante, y más recuerdos, buenos y malos, que me llevaré a la tumba.

Al lío pues: como bien sabemos, el dardo más mortífero no es el de los indios amazónicos, untado en curare o cualquier otra savia de la infinidad de plantas que contienen elementos tóxicos, no, lo más dañino para cualquier persona es la frase “Tenemos que hablar”. En cuanto la lees (con el contrasentido de que esta frase suela llegar escrita cuando incluye el verbo hablar), un sudor frio se apodera de ti, un escalofrío recorre tu cuerpo y, al igual que sucede con los venenos extraídos de las plantas, tus músculos se paralizan y asumes con resignación que ha llegado el final de algo.

Pero por desgracia no es tan fácil cambiar de estado mental, como hacerlo en las redes sociales y las aplicaciones de mensajería. Por lo menos para los de mi generación o mi manera ser. No tengo esa capacidad de hacer clic y pasar de estar “en una relación”, o “feliz””, a saltar de golpe al “libre”, “tranquilo” o “buscando nuevas metas”. Así no funciona mi cerebro. Más aún después de haber estado tan bien acompañado después de 22 años de soledad. Aunque desearía que fuera así, que tuviera esa aptitud para olvidar, desconectar, hacer borrón y cuenta nueva y a otra cosa, mariposa. A partir de aquí, no tengo ni la más mínima idea de cuanto tardaré en olvidar los pasados dos meses. Igual será cuestión de semanas o quizás tendré ese dardo clavado el resto de mi vida. Teniendo en cuenta que estoy en la parte final de la misma, cabe esta posibilidad. “Chi lo sa”. O Dios dirá.

Volvemos pues a la soledad, a la terapia musical y al apoyo de los amigos. Que para eso están. Ambos. Al ritual de encerrarte, de mirar fotos de tiempos mejores con los ojos humedecidos sin haber cortado cebollas en juliana, de escuchar todas aquellas canciones que expresan lo que sientes en este momento, a recurrir a los amigos para descargar tu rabia o tristeza, al hombro en el que apoyarte o a la barra de bar en la que emborracharte. Siempre con la intención de no llegar al patético paseo con la cofradía del santo reproche, como tan bien nos canta Sabina (del que tiramos bastante el sábado pasado en casa de Bea, Edu, Carlos, Inés y Soto, por cierto), además de escuchar, bailar, reir y llorar con Calamaro, Urrutia, los Secretos, Loquillo, Estirpe y demás poetas patrios de alegrías y de penas.

Para que vamos a inventar la rueda si todo está escrito y cantado. Hoy en día esto se soluciona con un grito suplicante a Siri, Echo o Alexa, un “sube el volumen”, un “busca esto o aquello”, y todo arreglado. O estropeado. Que estas terapias muchas veces son más dañinas que sanadoras. Pero inevitables. Hasta que el asistente de voz de marras deja de contestar porque ya eres incapaz de vocalizar correctamente. Lo que tiene mezclar lágrimas con alcohol.  “Lo siento, no le he entendido”. Ese es el momento clave para apagar la música.

Y de dejar de darle más vueltas a la tortilla, que al final acabará siendo una crepe con el diámetro de un sombrero mexicano.

Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar” escribió Antonio Machado, nacido en Sevilla, aunque nuestro demente, inculto y lerdo presidente Sánchez situara su alumbramiento en Soria. Es lo que pasa cuando te suena una canción de Gabinete Caligari sin entender nada. Me jugaría cualquier miembro de mí vetusto, pero aún vivo cuerpo, a que tampoco sabe por qué se llama así esta recordada y querida banda.

Una más de las gilipolleces dichas por este siniestro personaje, autócrata, demente, embaucador, plagiador y mentiroso, pero, gracias a Dios, próximo a desaparecer de nuestras vidas.

Para acabar, y como cantaba Albert Hammond y también, y tan bien, versionan los Secretos en su disco “Algo prestado”:

 

Échame a mí la culpa

De lo que pase

Cúbrete tú la espalda

Con mi dolor

Que allá en el otro mundo

En vez de infierno encuentres gloria

Y que una nube de tu memoria

Me borre a mí

 

Suerte, querida ojos verdes. Cuídate.


  

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