Plurilingüismo en el metro de Barcelona
Estamos a mediados de agosto, y hoy he acabado mi jornada laboral alrededor de las 2 de la tarde. El sofoco que he sentido al salir a la calle solamente es comparable al que me produjo mi último intento de aproximación, con muy claras intenciones, a una mujer de buen ver. Acabó de la misma forma que finalizará el que siento ahora. Refrescándome de alguna forma e intentando pensar en otra cosa. Al no tener a mano una bebida con mucho hielo opto por el refresco vía aire acondicionado del metro de Barcelona.
El metro, la aventura de cada día. Es realmente sorprendente que un transporte público, aséptico, neutral, útil y necesario pero carente de interés, pueda aportar día tras día emociones, reacciones y sentimientos que normalmente sólo florecen al ver una película, admirar un cuadro o escuchar una buena obra musical. Aunque el hecho de hoy no tiene nada de emocionante y si un mucho de desconcierto. A la tercera parada los altavoces anuncian unas obras en la línea que impiden descender en determinada estación. La alocución inicial es en catalán, lengua autóctona de esta región e idioma materno y de uso cotidiano de un 30 o 40 por ciento de la población de la comunidad, tirando alto. En la capital me imagino que este porcentaje se vería reducido bastante, pero oficialmente no existen datos. No vaya a ser que se les vea el plumero y resulte que en Barcelona se habla más castellano que catalán. Acabado el anuncio espero la versión en castellano, ya menos acalorado gracias a los chorros de aire helado que solamente se interrumpen al abrirse las puertas. A cascarla. Sin tiempo a diferenciar los idiomas siguen las versiones pregrabadas en diversas lenguas, enlazadas como si se tratara de un churro del libro Guiness de los records cocinado en Madrid durante las fiestas de San Isidro. Con mucho esfuerzo e imaginación deduzco que el anuncio se ha emitido en chino, en árabe, en paquistaní y alguna otra lengua que sinceramente no puedo catalogar. Me precio de hablar unos cuantos idiomas, pero me voy dando cuenta de que me servirán de poco en el futuro. Ni el alemán, ni el inglés, ni el francés, ni el italiano me serán de utilidad. Y que decir del castellano, idioma al que fuera de España denomino y denominan español. Idioma universal, hablado por 500 millones de personas, lengua utilizada en las grandes obras literarias durante muchos siglos y forma de comunicación de millones de personas en la época del Imperio Español en el que nunca se ponía el sol. Vivan los Nikis. Observo con atención a los demás pasajeros del vagón. Sin lugar a dudas hay ingleses, detectables por las camisetas del Barça que han comprado a sus niños rapados al cero y por el color a gamba pasada de los brazos y las espaldas tatuadas de sus mujeres. Localizo a algunos alemanes (o suizos, o austríacos) por la portada de sus guías de Lonely Planet, y a varios italianos con su uniforme de verano, siguiendo el fiel dictado de la moda y el disfraz permanente que resume su “modus vivendi”. Este año tocan gafas sobredimensionadas, polos de Martina y, el que puede, un Iphone 3G expuesto en la palma de la mano para el disfrute de los demás pasajeros. No veo a más extranjeros. Una familia española cercana a mi ni presta atención a los altavoces. Están discutiendo sobre el número de medallas que se llevará España en las olimpiadas. Si supieran que para la prensa local serán “de facto” medallas “catalanas” por entrenarse muchos de los deportistas en esta región, pondrían otra cara. No hay ni árabes, que deben de estar aportando su granito de arena a la Operación Estrecho, ni paquistaníes con su cabeza cubierta ni chinos jugando con su móvil al ritmo de su idioma tan acelerado e incomprensible y buscando de reojo algún gato para completar su Chop Suey de la tarde.
Al llegar a casa me resisto a buscar los datos estadísticos del turismo que visitó Barcelona el año anterior. Tampoco hace falta. De todos es conocido (“fama est”, en latín), que en agosto nuestra ciudad es el destino preferido de chinos, paquistaníes, moros y demás pudientes invitados. Y el resto del año, también.
En el fondo, no sé de qué me quejo. El servicio de megafonía ha rayado la perfección. No van a cambiar por un mes las alocuciones. A los turistas que les den. Lo que importa son los habitantes de la región. O nación. O como quieran llamarlo. La plurilingüe. La del catalán, el árabe, el mandarín y el no sé qué. Y al castellano, o español, que le den morcilla.
Estamos a mediados de agosto, y hoy he acabado mi jornada laboral alrededor de las 2 de la tarde. El sofoco que he sentido al salir a la calle solamente es comparable al que me produjo mi último intento de aproximación, con muy claras intenciones, a una mujer de buen ver. Acabó de la misma forma que finalizará el que siento ahora. Refrescándome de alguna forma e intentando pensar en otra cosa. Al no tener a mano una bebida con mucho hielo opto por el refresco vía aire acondicionado del metro de Barcelona.
El metro, la aventura de cada día. Es realmente sorprendente que un transporte público, aséptico, neutral, útil y necesario pero carente de interés, pueda aportar día tras día emociones, reacciones y sentimientos que normalmente sólo florecen al ver una película, admirar un cuadro o escuchar una buena obra musical. Aunque el hecho de hoy no tiene nada de emocionante y si un mucho de desconcierto. A la tercera parada los altavoces anuncian unas obras en la línea que impiden descender en determinada estación. La alocución inicial es en catalán, lengua autóctona de esta región e idioma materno y de uso cotidiano de un 30 o 40 por ciento de la población de la comunidad, tirando alto. En la capital me imagino que este porcentaje se vería reducido bastante, pero oficialmente no existen datos. No vaya a ser que se les vea el plumero y resulte que en Barcelona se habla más castellano que catalán. Acabado el anuncio espero la versión en castellano, ya menos acalorado gracias a los chorros de aire helado que solamente se interrumpen al abrirse las puertas. A cascarla. Sin tiempo a diferenciar los idiomas siguen las versiones pregrabadas en diversas lenguas, enlazadas como si se tratara de un churro del libro Guiness de los records cocinado en Madrid durante las fiestas de San Isidro. Con mucho esfuerzo e imaginación deduzco que el anuncio se ha emitido en chino, en árabe, en paquistaní y alguna otra lengua que sinceramente no puedo catalogar. Me precio de hablar unos cuantos idiomas, pero me voy dando cuenta de que me servirán de poco en el futuro. Ni el alemán, ni el inglés, ni el francés, ni el italiano me serán de utilidad. Y que decir del castellano, idioma al que fuera de España denomino y denominan español. Idioma universal, hablado por 500 millones de personas, lengua utilizada en las grandes obras literarias durante muchos siglos y forma de comunicación de millones de personas en la época del Imperio Español en el que nunca se ponía el sol. Vivan los Nikis. Observo con atención a los demás pasajeros del vagón. Sin lugar a dudas hay ingleses, detectables por las camisetas del Barça que han comprado a sus niños rapados al cero y por el color a gamba pasada de los brazos y las espaldas tatuadas de sus mujeres. Localizo a algunos alemanes (o suizos, o austríacos) por la portada de sus guías de Lonely Planet, y a varios italianos con su uniforme de verano, siguiendo el fiel dictado de la moda y el disfraz permanente que resume su “modus vivendi”. Este año tocan gafas sobredimensionadas, polos de Martina y, el que puede, un Iphone 3G expuesto en la palma de la mano para el disfrute de los demás pasajeros. No veo a más extranjeros. Una familia española cercana a mi ni presta atención a los altavoces. Están discutiendo sobre el número de medallas que se llevará España en las olimpiadas. Si supieran que para la prensa local serán “de facto” medallas “catalanas” por entrenarse muchos de los deportistas en esta región, pondrían otra cara. No hay ni árabes, que deben de estar aportando su granito de arena a la Operación Estrecho, ni paquistaníes con su cabeza cubierta ni chinos jugando con su móvil al ritmo de su idioma tan acelerado e incomprensible y buscando de reojo algún gato para completar su Chop Suey de la tarde.
Al llegar a casa me resisto a buscar los datos estadísticos del turismo que visitó Barcelona el año anterior. Tampoco hace falta. De todos es conocido (“fama est”, en latín), que en agosto nuestra ciudad es el destino preferido de chinos, paquistaníes, moros y demás pudientes invitados. Y el resto del año, también.
En el fondo, no sé de qué me quejo. El servicio de megafonía ha rayado la perfección. No van a cambiar por un mes las alocuciones. A los turistas que les den. Lo que importa son los habitantes de la región. O nación. O como quieran llamarlo. La plurilingüe. La del catalán, el árabe, el mandarín y el no sé qué. Y al castellano, o español, que le den morcilla.
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