Soy bastante reincidente (para no decir pesado) con el tema de la buena música, pero tampoco tengo porqué esconderlo. Y más a mi edad. Bien pensado tampoco le exigimos a ningún diario que cambie su línea editorial, ni aceptaríamos que de golpe la cerveza supiera a zumo de pepinos, que las patatas bravas de toda la vida fueran una pasta triturada de brotes de soja alemanes o que nuestro querido Real Club Deportivo Español de pronto jugará con otra camiseta ajena a nuestra historia centenaria. Sigo yo por lo tanto en mis trece hablando de una de mis grandes aficiones, la música “clásica”, entendida esta como aquella música que para la gente de mi edad significa el principio de todo, la transición del blues, el country, el swing y el jazz hacia el rock and roll y sus posteriores variantes.
Superado ya el ecuador de mi vida puedo mirar atrás con bastante amplitud de miras y conocimientos, con miles de canciones escuchadas, con cientos de letras aprendidas de memoria y con bastantes acordes tocados con mayor o menor maestría. Y con una rabia y unos celos (que jamás negaré) de haberme quedado a mitad del camino, al otro lado del escenario, sin haber cumplido el sueño de todo “rockero” de poder hacer bailar, soñar, reír y llorar a unos cuantos amigos al son de mis propias canciones.
Superado ya el ecuador de mi vida puedo mirar atrás con bastante amplitud de miras y conocimientos, con miles de canciones escuchadas, con cientos de letras aprendidas de memoria y con bastantes acordes tocados con mayor o menor maestría. Y con una rabia y unos celos (que jamás negaré) de haberme quedado a mitad del camino, al otro lado del escenario, sin haber cumplido el sueño de todo “rockero” de poder hacer bailar, soñar, reír y llorar a unos cuantos amigos al son de mis propias canciones.
Pero esto tampoco es grave. Cada persona tienes sus limitaciones, unos cantan bien, otros saben bailar, algunos nos defendemos escribiendo y otros son unos genios haciéndonos reír. De todo tiene que haber en la viña del señor. También los hay que no aportan absolutamente nada al bien común, más que dolor, desesperación y tristeza. Pero de “esos” no pienso hablar. Bastante triste debe de ser su propia existencia para encima pasárselo por los morros.
Hablemos pues de aquellas personas que hacen algo bueno por los demás. Que les insuflan ánimos cuando están decaídos, que les ayudan a alzarse cuando han perdido el equilibrio, o que simplemente les animan una tarde cualquiera con unas buenas letras, sus apropiados acordes, algún que otro punteo espectacular y los siempre bienvenidos invitados sorpresa que redondean una tarde de rock’ñ’roll en un ambiente distendido, familiar y relajado (por cierto, que buenos el saxo y el trompeta).
Como si te pusieras tu disco preferido en casa, pero mejor. Mucho mejor, diría yo, ya que aparte de la música consigues llenar tu interior con el calor humano de las personas que te rodean, con la complicidad que significa conocer a los artistas y poder tararear las canciones con ese “orgullo” de sentirte parte, aunque pequeña, del espectáculo (y con las cervezas frescas de rigor que no pueden faltar en ocasiones tan especiales).
Es lo que siempre han sentido los “fans”, los seguidores de grupos musicales. La culminación de cualquier apego a un grupo o a una canción es poder disfrutarlo en “vivo y en directo”, como decíamos antaño, de poder “tocar” a tus ídolos, de verles a pocos metros de distancia entonando esa canción que consideras tuya desde hace tiempo, pero cuya propiedad compartes con todas y cada una de las demás personas que te rodean. Ni el “time sharing” en el turismo, ni el novedoso “car sharing” de las grandes urbes podrán compararse jamás con el “live-sharing”, que es el placer de disfrutar con otras personas de grandes melodías que nos hacen vivir, sentir y soñar. Y desear con ganas que llegue la siguiente actuación de algún artista que nos guste (llámense Leonard Cohen, los Eagles, Nacha Pop o, como el sábado pasado, Justo y los Pecadores para poder mantener la afirmación innegable de que la vida es música.
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