Como ya
es habitual en los últimos y para mí tan felices meses (creo que ya no hace
falta que explique el porqué), cada vez que puedo arranco el coche, enfilo la
A1 y me dirijo hacia el Norte a disfrutar de las tierras castellanas, su rica
historia, su espectacular paisaje y sus riquísimos productos.
Y obviamente de la mejor de las posibles
compañías. Porque por mucha morcilla, oreja, lechazo, monumento o espectacular paisaje que pueda tener mi
cada vez más querida Castilla, sin el acicate de encontrarme con una persona increíble
y encantadora no creo que me lanzara a la carretera de forma tan alegre y
continuada. Tirando de dichos populares: “más tira moza que soga”.
Y
hablando de proverbios y dichos, estando yo circulando por una solitaria carretera
provincial entre prados nevados y estatuas del Cid Campeador, cual Quijote a
punto de toparse de morros con los molinos imaginados gigantes y acompañado en
este caso no por mi fiel escudero Sancho sino por esa persona especial y
omnipresente en mis últimos relatos (y
en mis sueños, para qué negarlo), tuve que pegar una frenada en seco, meter la
marcha atrás y cerciorarme de que había leído bien un cartel dejado atrás.



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Aunque bien pensado, dudo mucho
que la mayoría de nuestros conciudadanos sepan quién fue Goya o conozcan sus
grabados, salvo que los hayan visto en la estación de metro del mismo nombre de
la Villa y Corte. Pero el nivel cultural de este otrora gran y culto país es
harina de otro costal. Mejor no mentarlo. Como a la bicha.
Pues
misterio igual no, pero una curiosa historia etimológica sí que tiene el
palabro. Veamos:
El
diccionario de la Real Academia de la Lengua ofrece bastantes acepciones para
la palabra “coco”: desde la fruta tropical por
todos conocida, la propia cabeza en lenguaje coloquial o diferentes aves e
insectos, hasta el “fantasma que asusta a los niños” origen de este artículo.
Pero si
vamos más allá y buceamos en la etimología de la palabra nos encontramos con
algunas sorpresas: el coco, fruto del árbol homónimo, por ejemplo, se llama así
debido al parecido con el “coco” primitivo y rural, un personaje con una cabeza
en forma de calabaza con 3 agujeros, similares a los que tiene el fruto, que
aterrorizaba a los niños (y no al revés como podríamos pensar).
Escribía así
allá en 1526 el ínclito Gonzalo Fernández de Oviedo:
“El nombre de coco se les dixo porque aquel lugar por donde está asida
en el árvol aquesta fructa, quitado el peçón,dexa allí un hoyo, y encima de
aquél tiene otros dos hoyos naturalmente, e todos tres, vienen a hazerse como
un jesto o figura de un monillo que coca, e por esso se dixo coco”.
En este
antiguo y curioso texto encontramos además otra acepción de la palabra: “hacer
cocos” significa hacer muecas y “hacerse cocos” pueden ser ciertas señas entre
enamorados. Y al lector que ahora aproveche para recordarme que la palabra coco
también significa ser muy feo, que calle. Que le veo venir con la chanza esa de
que “pareces un coco”. En cualquiera caso aceptaría el uso coloquial de “vaya
cocos”, siempre y cuando pueda comprobar la veracidad de la exclamación. Aunque
mejor dejarlo aquí.
Ampliado
pues nuestro conocimiento acerca del “coco”, volvamos al principio, a
Quintanilla del Coco. Pues resulta, por lo que he podido investigar, que en
este caso el nombre de esta pequeña población no tiene nada que ver con el feo personaje que asusta a los
niños, sino con el gorgojo, un “insecto
coleóptero de pequeño tamaño, con la cabeza prolongada en un pico o rostro, en
cuyo extremo se encuentran las mandíbulas”, como lo define la RAE. El
gorgojo es un productor de grana, y la grana era un tinte muy habitual (para el
color granate) en el periodo medieval. De ahí el nombre, junto a lo de
Quintanilla, que es una expresión muy común en dichas tierras burgalesas para designar
poblaciones y cuyo origen es la granja en latín, la “quintana”. Resultado
final: que la granja del coco no escondía personajes terribles sino simplemente
una fábrica de tinte. Curioso.


Queda
por decir que la visita al claustro de Santo Domingo también tuvo sus
anécdotas, como el guía robotizado que recitaba de memoria más que explicaba,
con un tono de voz uniforme y sin apenas modulación y hasta enlazando las
descripciones arquitectónicas con las indicaciones a los visitantes, al estilo
de “aquí ven una columna decorada con imágenes de los santos tal y cual y ya
pueden salir por la puerta del fondo”.
Esta
frase final ya me convenció definitivamente de que el pobre chico lo que hace es
repetir la cantinela día sí día no, sin
saber realmente lo que dice. Pero no quise someterle a la tortura de
interrumpirle y preguntar algo. Tan desalmado no soy. Si alguno de mis lectores
pasa por Santo Domingo y visita el claustro que haga la prueba del algodón. A
ver cómo reacciona el chaval.
Y los
cánticos gregorianos de los monjes que también pudimos disfrutar, comentando entre
sonrisas la entrada de todos y cada uno de ellos a la iglesia, como si estuviéramos
en una rueda de reconocimiento intentado identificar al verdadero “Coco”, también
valieron la pena. Cortos, al tratarse de la “Sexta” y no de una misa completa,
pero suficientes para enriquecer un poco más un día completo.
Poco
más que contaros, pero mucho más lo vivido el resto del fin de semana. En línea
con las anteriores escapadas.

Estoy seguro que hasta el Coco vomita de vez en cuando. Por lo menos el de Barrio Sésamo, que por lo que recuerdo no paraba de hacer el loco, brincar y saltar.
Para
acabar, un mensaje personal al “Coco”: si vienes a por mí ya sabes dónde encontrarme, o
bien en Burgos, o bien yendo y viniendo.
¿O lo habré
soñado?