He esperado tres días en ponerme
a escribir esta pequeña entrada: desde el pasado sábado, 12 de octubre, día de
la Hispanidad, hasta hoy, 15 de octubre, he tenido la santa paciencia (y me ha
costado lo suyo) de no dejarme llevar por la ilusión y la alegría que significó
la asistencia al desfile de las Fuerzas Armadas, el haberme encontrado por pura
casualidad con Alba y de paso haber conocido a Sergi y Ruth, simpáticos pericos
catalanes y nuevos miembros de la creciente colonia de exiliados en esta bella
Villa y Corte llamada Madrid (y quién sabe si los futuros presidenta y secretario
de la Peña Españolista de Madrid).
¿Y a qué se ha debido esta
espera? Pues es muy simple: coincidía este fin de semana festivo con la
filtración de la sentencia del “procés” (ya me gustaría saber quién ha sido el
chivato que se ganó las albricias anunciando la buena nueva a los golpistas) y
todo lo que ello conllevaba: la rabia por la sentencia, los previsibles incidentes
que iban a producirse y la gran pena que siento al saber que esta pesadilla no
tienes visos de acabar, sino que más bien parece que se va a eternizar, con
todo el dolor y el drama que ello conlleva. Por todo esto no me puse a escribir
el mismo sábado: habría resultado un simple y superficial relato del desfile,
de sus anécdotas, de las lógicas risas y las pertinentes cervezas al intenso sol
que acabó quemándonos las espaldas, pero manco de la trascendencia de la sentencia
contra los golpistas separatistas y de todo lo que ello significa como
contrapunto a la alegría del día de la Hispanidad. Hubiera sido un relato del Yin
sin el Yang, del Bien sin el Mal. Y por desgracia, el mal sigue existiendo. Y en
este caso se llama “nacionalismo”.
Empecemos por lo bonito. Por el
lado bueno de la historia. Por el “hispanismo”: un sentimiento, una filosofía y
una manera de entender la vida como algo positivo, algo que une, que representa
muchos siglos de evolución, de historia, de cultura, de esfuerzo común, de
unidad en la diversidad. Asimilable a lo que significa el “españolismo” (ser seguidor
del RCD Españyol) al mundo del fútbol.
Había quedado con algunos amigos en
la estatua de Indalecio Prieto en Nuevos Ministerios, una elección como mínimo
controvertida, teniendo en cuenta lo siniestro del personaje en cuestión:
golpista contra el gobierno legitimo de la república en 1934, culpable de innumerables
muertes y expoliador de museos y fortunas particulares, para acabar
fugándose a Méjico con todo lo arramplado. Pero la suerte hizo que me tropezará
unos cientos de metros más al norte con la amiga Alba y que lo de vernos en la funesta
estatua quedara olvidado a las primeras de cambio.
Y fue todo un acierto: al
rato se nos unieron dos amigos de Barcelona, pericos ambos, y a partir de aquí
el rato que pasamos a escasos metros del palco de autoridades intentando
atisbar a la soldadesca, a las autoridades y descubrir que vestido llevaba Letizia,
voló entre risas, fotografías y pequeñas anécdotas que anoté para ilustrar un
poco este escrito ya previsto de antemano. A nuestro lado, por ejemplo, se
sentaron dos matrimonios originarios de Castelldefels (Castefa para los
insiders), una casualidad como tantas otras, teniendo en cuenta que por ahí
andaban cientos de miles de españoles intentando pillar un lugar con un mínimo
de visibilidad. Sus sonrisas cómplices ante nuestros cánticos de “Puigdmemont a prisión”
contrastaban con las caras de no entender nada de las japonesas que teníamos a
nuestra derecha, y que a pesar de todo aplaudían con educación y recato todo
aquello que a nosotros nos emocionaba: la Patrulla Águila, los helicópteros de
rescate marítimo, los cazas, los imponentes Airbus o los paracaidistas descendiendo
desde lo alto con nuestra querida enseña nacional (dejo para la parte fea del
relato hablar del cabo Pozo). Hubo foto con un voluntario que se autoproclamó
ser la “cabra” de la Legión, grandes risas avisando a un joven matrimonio que
teníamos delante de que estaban asesinando a su pequeño oso panda con las ruedas
del carrito (ni que fuera Borja), acabando la agradable mañana con un distendido
refrigerio en una terraza cercana, un tuit anunciando a Tomás Guasch la buena
nueva sobre su “nuera” y planificando ya futuras citas, entre ellas un asalto
directo a las tropas enemigas del Bar Capuccino.
Una gran mañana, soleada, con
risas, cánticos, complicidad, respeto y amistad. Y por lo que me cuentan desde
Barcelona, ahí el día transcurrió de forma similar: sol, alegría, unidad, igualdad
y libertad. Com Déu mana. Como tiene que ser.
Pero claro, todo sueño tiene su
triste despertar. Y el nefasto nacionalismo que tantas desgracias ha causado en
Europa en los últimos siglos, siempre acecha. La sentencia del procés, que ya
empezaba a embrutecer todo lo bonito vivido el sábado, acabó por amargarnos el
domingo y remató el siempre maldito lunes con los intolerables incidentes en
Barcelona y Gerona. Y, sobre todo, con la benevolente pena impuesta, que
permitirá a la Generalitat soltar a los golpistas antes de las próximas Navidades.
Una sentencia perfecta para Pedro
Sánchez (que éste privilegiado alumno de Maquiavelo ha presionado e influido descaradamente
en la abogacía del estado, en la fiscalía y hasta en los magistrados está fuera
de toda duda), con el racista demente Quim Torra revolviendo el hato y lanzando
a la adoctrinada juventud catalana a la calle sin contemplaciones; sentencia que
culminó de forma nefasta estos duros años pasados desde el intento de golpe de
estado de 2017, para disgusto de la mayoría de los catalanes y del resto de
españoles.
¿Cómo pagar los favores (en forma de votos) al separatismo sin tener
que indultar a los condenados? Pues muy fácil: forzando una sentencia por
sedición, y con ello las más que seguras medidas de gracia que podrá aplicar la
Generalitat sin que nadie pueda oponerse. Todo calculado. Y pactado. A espaldas
de los ciudadanos. Riéndose de la separación de poderes. Ninguneando a la mayoría
de los ciudadanos de Cataluña que no son separatistas. Las treinta monedas de plata de
siempre.
Y a esta desgracia de epílogo del
fin de semana habría que añadir las intolerables, asquerosas, y penosas bromas
sobre el bueno del Cabo Pozo, que tuvo la mala suerte de chocar con una farola
antes de poder tomar tierra con la bandera nacional (maldita sea mil veces la impresentable
Anabel Alonso), cuando se ha pasado toda su vida sirviendo con honor a nuestra
patria; el vil y traidor puñetazo de un tal Joan Leandro Ventura a una señora
ya entrada en años por el simple hecho de ondear una bandera de su tierra en
Tarragona, o el abuso de un corpulento mozo separatista arrebatando la bandera
y cogiendo por el cuello a una chiquilla en el Paseo de Gracia de Barcelona; y,
para rematar, la indecente, asocial, injusta e intolerable ocupación de las
calles, las estaciones y el aeropuerto por parte de las huestes de los enfermos
separatistas.
Solamente faltaban los no por esperados
igual de asquerosos comunicados del maldito Barza, del payaso Guardiola y del
iletrado Xavi, la inacción de los Mossos, el apoyo de Pablo Iglesias y demás
ratas a los nazis catalanistas y la sectaria programación de TV3, para acabar
maldiciendo este maldito lunes 14 de octubre, que quedará en los anales de la
historia como una más de tantas traiciones a nuestra patria, a la libertad y la
justicia.
Y encima dos días después de nuestra
gran fiesta común.
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