miércoles, 12 de noviembre de 2014

Return to Burgos

Estimado lector: de entrada no hagas mucho caso al título. Este relato bien podría haberse llamado “Cuando  celebrar el santo se convierte en algo único” o “Para qué necesito sushi si tenemos chorizo”. 
Variantes encontraría miles para describir un fin de semana de ensueño, hasta podría usar una de las respuestas del Conejo Blanco a Alicia en el País de las Maravillas:

-- Alicia: ¿cuánto tiempo es para siempre?

-- Conejo blanco: a veces, sólo un segundo…


Porque segundos de esos que son para siempre los acabo de vivir. Es decir, existen. Por lo tanto, soy muy del Conejo Blanco. (Película, en la versión de Tim Burton,  que por cierto habría que ver en una de las próximas sesiones de cine dominical).
Pero lo más acertado ha sido titularlo como lo he hecho. Why? Pues porque se trata de la continuación de un relato anterior, inédito en esta humilde bitácora,  que escribí para una persona muy especial hace apenas un mes.

Un segundo capítulo en el que los protagonistas son los mismos, en el que tanto el atrezzo como el escenario no han variado un ápice, en el que las risas y las cervezas han vuelto a fluir con total libertad  (y en la justa y adecuada cantidad), pero durante el cual, a diferencia del anterior, los momentos de tristeza y melancolía se han visto reducidos considerablemente. Siguen ahí, como durante toda la vida, latentes y prestos a emerger en cualquier momento, pero frenados en esta ocasión por una mayoría aplastante de pequeños instantes de inmensa alegría, de largos ratos de placentera calma, de complicidad y sintonía, de canciones y recuerdos, de vida. Y de morcilla, chorizo, salchichón y tomates. Que no falten.



Si convocara un referéndum parecido a la pachanga de Bob Esponja&Friends celebrada este pasado fin de semana en mi querida Cataluña, y votara yo mismo varias veces, mis sobrinos, mi hermano, todos los peregrinos que he conocido  y algún amigo íntimo, y la pregunta versara sobre si la felicidad existe y si quieres volverla a vivir, el SI/SI arrasaría de forma espectacular. Y yo podría declarar sin miedo mi independencia. Mi independencia frente a la tristeza, la estupidez, el aburrimiento, la falsedad, los prejuicios y la maldad. Y la felicidad se independizaría del resto del mundo y se instalaría en la provincia de Burgos. No haría falta ni ir al IKEA ni pedir ayuda a la luchadora gente de Gamonal.

Pues heme aquí, de nuevo en Burgos, feliz como un inglés borracho quemándose en cualquier playa española o como un turista alemán soltando un “Olé” en cualquier Tablao Flamenco de nuestra geografía. O como un “periquito” cuando el Barça pierde en un partido de petanca de categoría senior. Mientras pierda…

Y no pudo empezar mejor el fin de semana que visitando el mítico bar del “Patillas”. Siendo como somos un país de bares (y por desgracia también de otras muchas cosas menos honrosas, como la corrupción, la mentira como profesión, el puterío, la soberbia, la envidia, la picaresca o la vaguería), no podía dejar pasar esta ocasión. Tampoco sería la primera vez que visito “EL” bar en mayúsculas, ese lugar de tantos pueblos y ciudades españolas que no te puedes perder por nada del mundo: si soy sincero, muchos de mis viajes o excursiones han tenido como objetivo tal o cual restaurante, bar, antro o garito. Y así lo hacemos la mayoría de españoles. Llamémoslo finamente “turismo gastronómico” o coloquialmente “irnos de fiesta”. Todos sabemos de qué estamos hablando.


El bar del “Patillas”, tal como me lo esperaba. Imprescindible. Ni hace falta que os lo describa. Cualquier blog sobre bares auténticos os dará un retrato mucho más detallado que yo, más aún cuando estuve en un horario demasiado temprano para poder disfrutar del espectáculo musical que se suele organizar. Decoración histórica, instrumentos de cuerda de todo tipo a disposición de los clientes, edificio en ruinas y local entre “decadente” y “vintage”. Como suelo decir últimamente: guay y correcto. Sobre todo esto último. No sé porque, pero se ha convertido en mi expresión más usada, supongo que en parte por el desencanto con la mayoría de las realidades de nuestra sociedad: incorrectas casi todas. Y no las vuelvo a listar. Los que me leéis ya sabéis por qué pie cojeo. Y todo lo que detesto de una civilización venida a venos.

Acabada la visita al bar,  la primera noche acabó tranquilamente entre música, un intensivo estudio del menú preparado para el fin de semana y una cena agradable, bien regada y en buena compañía.  Más que buena. Y si no recuerdo mal, viví como espectador el “Síndrome de los Biorritmos del Norte”, es decir, súbitas e inesperadas bajadas de tensión. Y lo llamo síndrome porque más adelante se repetiría en otra persona del mismo clan de estas tierras burgalesas.

Al día siguiente, excursión histórico-cultural-gastronómica. Aunque pesara más el objetivo de comernos un lechazo que la interesante historia de las ciudades que íbamos a visitar, Covarrubias y Lerma, al final se cumplieron los tres objetivos y descubrí de la mano de mi encantadora y risueña guía local,  dos joyas de nuestra piel de toro, ricas en hechos históricos, monumentos bien conservados, manjares dignos de reyes y bares con nombres como mínimo graciosos.


¿Qué os voy a contar de Lerma, a vosotros fieles lectores que sabéis mucho más de historia de España que yo? El llamado “Escorial” de la Corte de Burgos, ciudad Ducal del válido del rey Felipe III, con su plaza ducal, sus murallas, sus posadas, con el único Parador Nacional de la provincia ubicado en el propio palacio ducal  y toda ella en un estado de conservación ideal. 
Vista la temprana hora no tocaba comer aún, por lo que la estancia se redujo a un corto paseo, la compra de morcillas locales y unas cervezas para ir abriendo apetito. Ahí quedó el lechazo esperando mejor ocasión. Léase cuanto antes.

La siguiente parada fue Covarrubias. Conocida como la “Cuna de Castilla”,  la preciosa villa me volvió a sorprender  con su perfecto estado de revista, su tranquilidad y su cargado legado histórico. Desde los íberos originales, pasando por la época romana,  el rey visigodo Chindasvinto y los árabes hasta Fernán González, conde de Castilla y Álava, esta villa resume más de 10 siglos de nuestra historia común.  De nuestro pasado. Y si encima añadimos los simpáticos bares para echar la caña antes de comer, el Chumi y el Tiky, y para rematar una “Olla podrida” perfecta en Casa Galín, poco más se puede pedir. Añadamos la historia de Cristina de Noruega, su boda con el infante Felipe de Castilla, su muerte por tristeza  y su entierro en la Colegiata de San Cosme y San Damián de la localidad, hechos que desconocía de cabo a rabo y que he tenido que investigar a posteriori, y tenemos un día más digno de recordar. Y algo nuevo y sumamente interesante sobre nuestra historia aprendido sobre el terreno. Que nunca es tarde.

Y de Covarrubias, histórica por todos los lados, directos al barrio de Gamonal, actual como el que más y seguro que histórico para futuras generaciones. Cuna de protestas de movimientos vecinales,  harto justificables ante la corrupción imperante en el ayuntamiento de Burgos, y barrio original de Marta, nos recibió con lluvia y un
partido televisado del Barça. 
Pero estos factores externos no le quitaron ni un gramo de su valor como barrio, ni empañaron el buen rato en el bar tomando un (¿o dos? ¿O más? ) pacharán y pasando una agradable tarde de charla, risas y videos virales en los móviles.  De ahí, acompañados por la prima Sandra y su pareja, rematamos la tarde en casa entre música, cervezas, burbujas y submarinos, y algún bajón de tensión del síndrome mencionado más arriba, para acabar con películas y una noche agradable, colofón perfecto a un gran día en esta maravillosa tierra que día a día me va gustando más.

Y aún quedaba otro día. Y otra noche. Claro que podría ponerme a pedir 19 días y 500 noches, como bien canta nuestro gran poeta Sabina, pero igual no es momento para ser exigente.  Más aún cuando los segundos de felicidad estaban siendo continuos y completos. Como bien explicaba el Conejo Blanco.

Domingo, paseo matinal, tapeo y relax. Un clásico en Burgos y  en cualquier otra ciudad que se precie. Hasta puede ser que lo hagan en Albacete, a pesar de ser tan fea que el dicho popular es  “Albacete, corre y vete”.

Y eso hicimos. Paseando con tranquilidad, disfrutando de la mañana, parando en el bar delante del Albergue de Peregrinos, parada convertida ya en tradición y que en cada repetición vuelve a ganar valor, como en esta ocasión, en la que nos atendieron dos nuevos camareros, chica y chico, ambos agradables y con una pinta de ser buena gente que te cagas. Dudo que dejemos pasar un día sin acercarnos. El Camino manda.

Después de la cervecita matinal, dimos un garbeo por el centro, parando en “Las Espuelas del Cid” donde tomamos unos calamares pasables, tirando a grasos y escasos, y en “La Perla Arandina”,  lugar también parte ya de la ruta estándar y que os recomiendo a todos, y en el que esta vez la oreja, rebozada, aún rompía más que en la anterior visita.

Y no podía acabar la estancia con una última parada en el Antioquía, ya camino a casa, una rápida cerveza y una tarde de cine clásico, una cena de menú clásico y una noche de sueños cumplidos.

Por todo lo relatado supongo que se ahora se entenderá mejor el título. Return to Burgos.

Como si me toca escribir un capítulo cada mes, o cada semana. Ojalá.

Ahí estaré presto a contar lo vivido. Y con ello revivirlo.



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