martes, 22 de julio de 2025

Sin sombrilla ni crema solar



De todos los recuerdos de veranos pasados, que son muchos recuerdos y muchos veranos, los que siempre me vuelven a la cabeza cuando empieza a apretar el calor, a vaciarse el barrio, a sonar la sintonía del Tour de Francia y a quedarme más solo que la una, son los concursos fotográficos y los de relatos cortos de los periódicos que solía leer. Hablo obviamente de periódicos en papel, en mi caso de La Vanguardia y de El País, dos cabeceras que lamentablemente han pasado al baúl de los recuerdos. A ese baúl ya ennegrecido que contiene toda una vida y que cobija tanto lo bueno como lo malo, aunque por fortuna sea un cofre mágico, del que al abrirlo siempre asoma lo bueno, mientras que lo malo suele moverse por arte de magia al fondo del mueble. Igual que pasa en nuestro cerebro, que tiene esa capacidad de recordar el primer beso en una verbena de San Juan en la playa de Gavá, pero oculta, por vergüenza o por puro instinto de supervivencia, las ratos malos, el mal sufrido (menos) o el infligido a otras personas (demasiado). Siempre estaré en el debe con los demás, eso ya es inevitable a estas alturas de mi vida, salvo que me tocase la lotería y pudiese compensar mis errores repartiendo billetes a diestro y siniestro. Algo que por otro lado tampoco borraría ni una de mis acciones equivocadas. Que el dinero no lo arregla todo, y menos aún el haber hecho llorar a otra persona. Era algo a lo que recurría con frecuencia mi padre, que en paz descanse. 

Pero volvamos a los buenos recuerdos de veranos pasados. Que para eso está el mágico baúl. Esos relatos cortos de verano en el suplemento del diario que leía con pasión y sana envidia, concursos a los que, inasequible al desaliento (como Jorge, como Juanjo, como Chiquillo…) envié muchas veces algún escrito mío, sin que jamás me tocara premio alguno, salvo una mención de mi blog en La Vanguardia, el mismo cuaderno de bitácora que sigo utilizando veintiún años después, aunque hasta eso tuvo su truco: fue en el momento álgido del despegue de Internet y las redes sociales, y no citaron solamente mi blog: cada semana hablaban de uno, hasta que se volvió algo tan común que dejaron de publicar la sección “El blog de la semana”. Pero bueno, algo es algo, y el placer de ver mi nombre publicado en un entonces aún prestigioso diario como “La Vanguardia Española” del Conde de Godó, no me lo quita nadie. 

Me ahorro comentar la penosa deriva de dicho periódico, es algo de dominio público. Y triste. Como tantas otras cosas que han pasado en nuestra querida España en los últimos cuarenta años. Que en vez de ir a más, ha venido a menos. Y no solamente por esa triple división que tan acertadamente describió José Antonio a la Paramount en enero de 1934. O quizás sí. Porque noventa y un años después, el mal sigue estando en el mismo lado. En ese tridente diabólico que son los separatismos, los partidos políticos y la lucha de clases, esta última sustituida por el wokismo y la estulticia generalizada.

Mis casi diez años pasando una parte del verano en Italia, con el baño diario en la playa, las lecciones culinarias de la familia (política) italiana, el paseo vespertino al muelle, el gelato de rigor, las excursiones por la tan bella riviera apuana, son sin duda un punto y aparte en mis recuerdos, los mejores años de mi vida, del 1985 al 2000. Tirados por la borda por … no sé, supongo que por egoísmo. Por no estar a la altura. Echando la vista atrás, mejor que haya sido así. Mi ex y su familia han sido y son felices. Y eso me alegra. Y mucho. 

Desde entonces, pues tampoco me puedo quejar. He hecho lo que querido, he sido capaz de mantener mis puestos de trabajo, estoy a tiro de piedra de jubilarme y sigo teniendo un círculo de amigos que no me fallan, que están ahí, los vea una vez al mes o una vez cada tantos años. Muchos de ellos amigos desde la juventud, otros nuevos que he ido conociendo en estos últimos catorce años que llevo en la tan noble Villa y Corte llamada Madrid. Y que sin duda serán parte de la primera capa del baúl. De la capa de la alegría y el agradecimiento. 

Las semanitas de agosto en Santa Pola con Ramiro, las escapadas a Colmenar Viejo, las esporádicas visitas de amigos de Barcelona, los partidos del RCD Español, que siempre son momentos de reencuentros, cánticos y hasta de alegría cuando ganamos, la maravillosa gente perica (la mejor gente que hay) que reside por aquí y que ya se ha convertido en una nueva familia, los camaradas de juventud que ahora en muchos casos son diputados, pero que no han cambiado en nada y que sigo viendo con enorme ilusión en actos políticos, el pequeño pero genial círculo en Twitter/X …, todo esto son bendiciones, que quizás no me merezca, pero que disfruto cual cerveza fría recién tirada. 

Son mis veranos, diferentes, sin sombrilla ni crema solar, leyendo, escribiendo, escuchando música, esperando siempre al bendito mes de septiembre, mes que significa calzarme las botas y seguir mi eterno Camino de Santiago, ruta en la que pronto cumpliré 9.000 km de sufrida felicidad, con el recuerdo de peregrinos que se fueron (¡Carlos, presente!), peregrinos que he conocido (saludos y buen camino, Rolf) y el inmenso placer de poder andar con los camaradas que me acompañan hoy en día (gracias Edu y Jaime por la paciencia).

Como dejó escrito Tolkien: “No todos los que deambulan están perdidos”. Y los peregrinos hemos añadido: “…algunos siguen las flechas”.

Y como apunté en mi bloc de notas hace unos meses:

He bebido más que he comido
He llorado más que he reído
He recibido más que he dado
He prometido más que he cumplido
He muerto más que he vivido.
Pero sigo caminando.

 

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